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La lección de Stephen Curry

El mundo miró, como debía, cada lágrima que bajó del rostro de Lebron al recibir el trofeo. La victoria no tiene sustitutos. Y cuando se ha forjado, narra una épica. Y la gente sabe, en Estados Unidos y muchos lugares más, que Lebron es un tipo venido de abajo, que es de los pocos jugadores de la NBA sin un título universitario, que salió de las filas de Cleveland para crecer como jugador, y que cuando estaba en la cúspide, con Miami (donde, cómo no, nos decepcionamos sin remedio cuando se fue) regresó a su equipo originario, para devolverle a su público y a su "team"  todo lo que le había dado cuando nadie creía en él.

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El camino lo hizo él. Solo. Mientras en Cleveland quemaban sus camisetas y luego en la ciudad del sol le deseábamos la peor suerte.

En cambio a Curry el talento le sobra. Fue campeón del mejor basketball del mundo a tan temprana edad que el año pasado, cuando lo ganaron, la gente hablaba era de la derrota de Lebron. Curry y su equipo, los guerreros del Golden State, juegan un básquetbol cool, desprevenido, y tienen una flacura ahora bastante rara en el baloncesto. Abundan los blancos y mestizos entre ellos y no sólo son fenomenales, sino que, ése es el problema, lo saben.

Steph Curry es tan genial que hay ocasiones en las que tira un balón desde una distancia inimaginable (esto lo hace con frecuencia), y cuando el balón viaja en el aire, él se voltea, con la seguridad de que el balón, como en efecto sucede, entrará en el aro.

En su rostro la celebración confunde la sonrisa con la burla. Hay en general una actitud que subestima al contrario. Los 73 triunfos (de las 82 jornadas que tiene la temporada) con que rompieron este año el récord de más ganados en la historia de la NBA no sirvieron para hacerles apreciar su gesta, sino que se dejaron insuflar, se sintieron demasiado arriba, vieron pequeños a sus contrincantes, y desde la superioridad, perdieron la modestia, la realidad, el respeto por el otro.

Y el que cree que el otro ha desaparecido termina siendo él quien sale del juego. Trata siempre al prójimo como te gustaría que te trataran a ti. Incluso si es tu rival. Incluso si es inferior. Incluso si tiene poder. Como quiera que sea.

El domingo en la noche, Curry se fue de la cancha y a nadie le dolió tanto. Mientras Lebron se había pasado todas sus vacaciones entrenando. Mientras los Cavaliers defendían cesta por cesta, los Golden State ensayaban su superioridad sin poder creer que el «score» no marcara más que sus contrincantes, y que ni siquiera la ventaja que traían en la serie, 3-1, hubiese sido suficiente.

El sábado en la noche ganó el deporte. La idea de que hay que ser mejor, y ejercerlo. Siempre que te crees mejor, bajas la guardia. Porque la superioridad se aleja de le excelencia.

Esa es la lección de Curry. Vamos a ver qué hace con ella.

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