Migración

Darién: "Esa selva es fea, ahí violan, ahí matan"

Que estaba pasando hambre y por eso salió de Venezuela, dice Ana Caridad, quien atravesó el Darién y fue atendida en un puesto de ayuda de Médicos Sin Fronteras en San Vicente, Panamá, donde en lo que va de año han atendido a más de 22 mil personas de diferentes nacionalidades

Darien: Venezolanos cruzan el infierno para llegar a EEUU
Cortesía MSF
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La ruta terrestre entre América Central y Estados Unidos es una de las más peligrosas en el mundo para las personas migrantes. Pese a que estas salen de sus países en búsqueda de seguridad y bienestar, lo que encuentran en el viaje entre la espesa Selva del Darién en el sur de Panamá, el triángulo norte de Centroamérica y el norte de México es todo lo contrario: una sucesión de riesgos, violencia y privaciones que amenazan sus vidas a cada segundo.

Eso es lo que cuenta John, un hombre proveniente de Camerún que pasó tres días en el Darién comiendo únicamente maní. También lo dice Bárbara, una mujer de origen venezolano que tuvo que cruzar con su hijo de seis años a Honduras desde Nicaragua por una trocha peligrosa para evitar los controles de los oficiales fronterizos. Y lo reafirma Enel desde Reynosa, norte de México, en donde lleva varios días viviendo en las calles porque se le acabó el dinero con el que viajó desde Haití para comenzar una nueva vida en el país que está a unos pocos metros que parecen inalcanzables.

Pandemia, políticas restrictivas y violencia

Las personas migrantes que atraviesan la región en su camino hacia el norte se enfrentan a un peligroso cóctel que, sin embargo, no logra persuadirlos de emprender el viaje. La pandemia de covid-19 sirvió como excusa a Estados Unidos para imponer una de las normas más regresivas en términos de derechos migratorios de las que se tenga memoria: el Título 42, que en los tres últimos años ha justificado la expulsión inmediata hacia peligrosas ciudades de México de cerca de dos millones de solicitantes de asilo con el falso pretexto de la sanidad pública.

Esta no es la única política represiva en la región. En el sur de México se repiten cada día las redadas y los controles de verificación a cargo de los oficiales de Migración, que sirven como barrera ante quienes se desplazan hacia el norte. Durante meses, el gobierno de Honduras mantuvo una multa de más de 200 dólares contra las personas migrantes que ingresaron al país sin los documentos en regla, aun cuando la mayoría de ellas solo pensaba atravesarlo lo más pronto posible.

Mientras fracasan en su propósito de detener los flujos migratorios violando los derechos humanos y limitando el acceso a servicios básicos, estas decisiones políticas tienen un efecto perverso adicional: obligan a las personas a recurrir y estar más expuestos a las poderosas redes criminales que operan en toda la región. Así, la migración se convierte en un negocio millonario en el que secuestros, robos, extorsiones y tráfico de personas están protegidos por la impunidad que garantiza la inacción e incluso la complicidad de algunos funcionarios.

Mientras tanto, el número de personas que emprenden este viaje en contra de todas las circunstancias no deja de aumentar. Según un informe de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), entre enero y abril de este año los encuentros entre migrantes y autoridades en la frontera terrestre del suroeste de Estados Unidos fueron 46% más numerosos que en el mismo periodo del año anterior. Según cifras de ACNUR, México es el tercer país después de Alemania y Estados Unidos con mayor número de solicitantes de asilo. En 2021 esta cifra superó las 130.000 peticiones.

El resultado de esta mezcla de factores es que la migración en el continente se ha convertido en una crisis humanitaria permanente. Además de los impactos causados por las barreras administrativas y la violencia generalizada, quienes viajan por la región se enfrentan a múltiples limitaciones en el acceso a bienes básicos como alimentación, vestimenta, albergue, salud y educación, entre otros. En esas condiciones, el bienestar físico y emocional de las personas migrantes se ve gravemente afectado.

Asistencia médico-humanitaria en la región

En la estación migratoria de San Vicente, Panamá, un equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) ofrece servicios de salud primaria, enfermería y salud mental a las personas que sobreviven a la selva del Darién. Una de ellas es John, el hombre de Camerún que comió únicamente maní durante gran parte de su travesía. Por fortuna, la dureza del viaje solo le dejó picaduras de mosquitos y un dolor corporal que lo motivó a recibir la consulta médica. Otros de sus compañeros no tuvieron la misma suerte: “Vi gente muriendo y no los pude ayudar”, lamenta John.

«Vengo de Camerún y estoy cruzando América para llegar a Estados Unidos. Mi familia no sabe que estoy aquí. Pasé seis días en la selva del Darién. Para mí esto ha sido muy doloroso porque yo crecí en un sistema en el que tienes que ayudar a la gente para poder sobrevivir, y ahora en el camino vi a gente muriendo y no pude ayudar. Esto ha sido lo más difícil para mí. A veces encuentras a alguien llorando que no puede seguir, no puede levantarse y está tan cansada que no quiere seguir intentándolo. Si tuviera que darle consejo a alguien, le diría que no vea esta selva como una simple aventura».

Al igual que John, Bárbara y Enel recibieron asistencia médico-humanitaria por parte de MSF en alguno de los 18 puntos que la organización ha desplegado a lo largo de la ruta migratoria entre Panamá y el borde norte de México. Entre enero y junio de este año, los equipos de MSF han atendido más de 54.000 consultas de salud primaria, 5.500 consultas individuales de salud mental y 5.000 orientaciones de soporte social. En este periodo también se entregaron más de 23.500 kits de hidratación e higiene y cerca de 65.000 personas fueron alcanzadas con actividades de promoción de la salud.

Darién
Médicos Sin Fronteras está en San Vicente, Panamá, punto de paso de quienes salen de la selva

“Las principales afecciones físicas que nuestros equipos atienden en las consultas son respiratorias, gastrointestinales y cutáneas, que se deben principalmente a las precarias condiciones de hábitat y saneamiento en las que suele vivir esta población. Además, las personas sufren dolores musculares y lesiones en los pies debido a las largas caminatas que han experimentado a lo largo de la ruta”, explica Helmer Charri, jefe de Misión adjunto de MSF en México.

Las poblaciones que migran hacia Estados Unidos están compuestas por personas con orígenes y trayectorias diversas. Si bien todas las personas se encuentran en situación de vulnerabilidad, los impactos de la migración son más profundos en los niños y niñas, menores no acompañados, mujeres embarazadas, adultos mayores, personas LGTBIQ, poblaciones indígenas y no hispanohablantes, migrantes extracontinentales y sobrevivientes de violencia sexual.

“La violencia que ha sufrido la mayoría en los lugares de origen y su persistencia a lo largo de la ruta genera graves impactos sobre la salud mental de las personas migrantes. Además, la discriminación, el estigma, la incertidumbre de su situación y la separación familiar, entre otros factores, influyen en el desarrollo de trastornos emocionales como ansiedad, estrés, miedo excesivo, preocupación constante y, en casos graves, trastornos psicológicos”, afirma el Dr. Reinaldo Ortuño, coordinador médico de MSF en México y América Central.

En una de las carpas de la clínica móvil de MSF en Danlí, oriente de Honduras, Bárbara espera a que atiendan a su esposo por la gripa que lo afecta durante los últimos días del viaje. Su hijo de seis años aprovecha el espacio para socializar con otros menores que también están de camino hacia el norte. “Nosotros queremos llegar a Estados Unidos para trabajar y poder pagarle una operación pulmonar que necesita para mejorar su salud”, dice Bárbara refiriéndose al pequeño: “no entiendo por qué nos la ponen tan difícil, si lo único que buscamos es vivir mejor”.

El «sueño» americano

Entre enero y agosto de este año, más de 102.000 personas han cruzado el Tapón del Darién, un área selvática y pantanosa de cinco mil kilómetros cuadrados que separa a América del Sur de América Central. La mayoría de ellas lo han hecho caminando por la ruta más ardua e insegura, desde Capurganá (Colombia) hasta los territorios indígenas embera de Canáan Membrillo (Panamá), lo que puede tardar entre 7 y 10 días. Durante el trayecto se exponen a los múltiples peligros del terreno y a la violencia, incluso sexual, de grupos criminales presentes en la zona.

Este flujo migratorio está protagonizado por personas de Haití y Venezuela, principalmente, aunque también de países de África y Asia como Senegal, Camerún, Angola, Bangladesh, Ghana, Somalia, india y Nepal. En el punto de atención de MSF en la Estación de Recepción de Migrantes de San Vicente, Panamá, en lo que va de año se han realizado más de 22.000 consultas médicas y más de 1.500 consultas de salud mental. El siguiente testimonio da cuenta de lo que ocurre en ese lugar.

Ana Caridad Barrios, 32 años, venezolana, tres meses de embarazo

«Salí de Venezuela 25 días atrás porque estaba pasando hambre, a veces comía solo una vez al día. Comencé entonces a escuchar sobre la vida en Estados Unidos y “el sueño americano” y pensé: yo me voy también y así ayudo a mi mamá que sufre de los riñones y no tiene para comprar su tratamiento.

Cuando dije en mi casa que iba a cruzar el Darién me preguntaron que si estaba loca. El papá de mi bebé se quedó en Venezuela. Yo le dije: “Vámonos a Estados Unidos”. Y él: “Espera, espera”. No quise esperar más y aquí estoy. Voy vía al norte. Cuando llegue allá tengo que buscar la manera de aprender a hablar inglés para buscar trabajo y así poder ayudar a mi familia que se quedó en Venezuela.  

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(Foto: cortesía MSF)

Por mi casa yo vendía café, pan, dulce. Me decían “la turca”, porque vendía de todo. Iba guardando cualquier moneda que podía, hasta que completé 30 dólares para el primer pasaje, que era de Barquisimeto a San Antonio del Táchira. De ahí comencé a caminar. Caminé y caminé y pasé hasta Cúcuta, en Colombia.

Ahí empecé a pedir dinero para poder moverme: me daban aventones, una frutica, cualquier cosita… así fue hasta que llegué a Necoclí, en Colombia. Allá seguí pidiendo y logré juntar 120.000 pesos colombianos nada más. Le rogué a los de las lanchas que me rebajaran el pasaje y ellos me ayudaron a llegar hasta Capurganá.

En Capurganá, si usted tiene plata, paga un guía y empieza a caminar con él. Yo no tenía plata, así que caminé varias horas hasta que llegué a un refugio de donde salía la gente hacia Panamá. Cuando vi que estaban todos los grupos de personas migrantes listas para salir con los guías, me les fui detrás.

Pasé ocho días caminando. Esa selva es fea. Había momentos en que andábamos y andábamos y llegábamos al mismo sitio. Caminábamos dos horas y cuando volvíamos a ver nos encontrábamos con la misma bolsa negra que estaba en un palo en el punto de salida. Llegábamos al mismo lugar. Estábamos mal. El calor me tenía desesperada, me daban ganas de vomitar. Me hice una herida en el pie, pero era por el cansancio. Yo no dormí bien ahí, quién va a dormir bien ahí. Eso fue una pesadilla.

Esa selva es fea. Eso es horrible. Uno ve muchas cosas, escucha muchas cosas. Ahí violan, ahí matan. Yo vi un muerto tirado en el río. Vi el cuerpo sin cabeza, sin piel, ya estaba deshaciéndose. Son muchas cosas feas las que uno ve y oye. A unas mujeres las querían violar y entonces el marido se puso a pelear con los encapuchados y lo mataron. A él lo mataron y a las mujeres igual las violaron. Gracias a Dios en ese momento yo iba adelantada en la vía y me enteré cuando llegaron después y me contaron.

Esa selva es fea. Ahí el que no puede, se muere. En el camino vimos a un chino que ya no podía más, tenía esos pies hinchadísimos, grandísimos, rotos. Estaba en la orilla del río. Mi grupo llegó y trató de ayudarlo, pero no podían con él, era muy pesado. Entonces lo que hicieron fue que lo levantaron y lo pusieron más arriba por si crecía el río. Le dejaron una carpa, una cocinita, comida y medicamentos para que cuando él se sintiera bien, pudiera continuar.

A alguien que quiere cruzar, yo le diría que uno tiene que ser muy valiente porque esto es muy feo. Cuando andas por el pantano, crees que no vas a salir. Si te desesperas, es peor. Yo antes de pasar veía videos, los buscaba en Tik Tok, ahí salen muchas cosas. Yo pensaba que el que quiere, puede. Pero la verdad es que lo que uno vive ahí es feo. Cuando uno va caminando y ve un cuerpo ahí tirado piensa en que sus familiares lo están esperando también, uno siente una tristeza muy grande, a uno se le arruga el corazón. Ahí es cuando tienes que ser más valiente.

Yo venía con alguna ropita y con alguna comidita, pero no traía tantas cosas. La comida no me alcanzó para todo el camino, pero siempre hay alguien que Dios manda y que te ayuda con algo, aunque sea un paquetico de dulce. Cuando logré cruzar, los de migración me dieron comida. Luego, en el puesto de Médicos Sin Fronteras, los médicos me examinaron, para ver que todo estuviese bien con mi bebé. Ahora voy a continuar mi camino.

En Venezuela yo sentía que no tenía futuro. El dinero se me iba todo en comida. Si tenía, por ejemplo, 20 dólares, eran para comprar comida. Pero uno necesitaba también que si para unos zapatos, para un desodorante o para una medicina. Si uno en el momento no tiene para comprar una pastilla, se muere del dolor. Yo sé que en Estados Unidos uno gana y uno gasta, pero si me queda algo de dinero, será de gran ayuda para mandarle a la familia. Cuando llegue tengo que buscar quién me ayude, siempre hay alguien que lo ayuda a uno. Cada día me doy ánimo y no me permito deprimirme. Mientras uno tenga vida y salud, hay que seguir».

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