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Vinotinto Sub-20: ¿Esto es el cielo?

Wuilker Fariñez se levantó como si lo que acababa de hacer fuera cualquier cosa, un encargo rutinario, el ejercicio de la semana. Pero no. Con su tapada, Venezuela clasificaba a la final del Mundial Sub-20. 

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Foto: Yelim LEE | AFP

A kilómetros de distancia, quien escribe tampoco sabía muy bien qué hacer. Tenía que entregar esta nota y las ideas no salían.
Desde que tengo uso de memoria, mi vida ha girado en torno al fútbol. Lo he jugado, lo he sufrido y lo he disfrutado. Conseguí mi primer empleo como periodista gracias a él. Quería entonces tener la sabiduría y la soltura para contagiarlos con algunas líneas sobre esta histórica victoria, pero era imposible.
Fui por dos tazas de café y entonces recordé que alguien, en tono de broma, escribió en Twitter que no deseaba que Venezuela se titulara en el Mundial porque no sabía qué ropa ponerse ni qué gritar ni a dónde ir si eso pasara. Una manera de expresar algo muy cierto: son demasiadas las derrotas, demasiadas las tristezas, demasiados los fracasos que nos han roto el sistema nervioso. Supongo que esa debe ser la primera reacción cuando termina una dictadura: la incredulidad.
Escribo sobre emociones porque no tengo otra manera de acercarme a esta victoria contra Uruguay desde los 12 pasos. Es muy extraño acostarse llorando por la muerte de un muchacho de 17 años al que le explotó el pecho y levantarse para seguir llorando gracias a la proeza de estos que no llegan a los 20. Así vivimos en Venezuela, un lugar en el que, como cantan los hermanos Lebron, por cada risa hay 10 lágrimas.
Veo la libreta de anotaciones y garabateado acumulo citas como «Venezuela bien los primeros minutos, pero luego Uruguay lo controla». O: «Uruguay lleva el partido a su zona, Venezuela sin reacción». Hasta que Samuel Sosa, ese jugador con nombre de beisbolista, empata. A partir de allí no hay ninguna otra línea. Me entregué, como lo hacía en el Mundial de 1986, a ver. De nuevo era un niño saltando con cada ocasión perdida.
Hay una frase en el fútbol que se ha vuelto de moda y, como la mayoría de las modas, espero que pase rápido: «Saber sufrir». Es como si María, la del barrio, pudiera dirigir a los jugadores. Se sufre y punto. A veces las cosas salen muy mal y en otras, el talento permite darle vuelta a la situación. Este último fue el caso de la Vinotinto.
El gol de tiro libre no fue una medida desesperada. Hay un trabajo allí. Quien ha jugado sabe que, como los cobradores de penaltis, existe una selección previa. Y también hay ensayos, muchos ensayos. Todo depende del momento en que se presente la oportunidad. El rival también lo estudia, entonces es una pelea sicológica y el amago de Adalberto Peñaranda inicia el engaño. El portero uruguayo cree que será el peliteñido quien cobre y pierde un segundo en reacción.
Pero se necesitan nervios de diamante para darle la rosca exacta, como se le dice a ese golpe con el zapato, para que la pelota escriba la parábola que vimos y encaje en las redes. Podrá haber sido el peor juego de la selección venezolana en el torneo, pero también una gran prueba de madurez. No había estado abajo en el marcador en la competencia y se sobrepuso con una frialdad espeluznante.
Y también es una gran lección para el victimismo. Desde que tengo uso de razón, por allá en los años 80s, una corriente se aproxima al fútbol criollo desde el resentimiento. Bajo esta línea de pensamiento, existe una conspiración mundial para que Venezuela pierda y por eso le pitan penaltis o le anulan goles. Es, en pequeño, una explicación a nuestros grandes males como país. Esta generación, afortunadamente, no se conforma con esa ridícula teoría y sueña en grande.
En «Field of dreams», una película sobre beisbol, un deporte que no tiene nada que ver con el fútbol, un personaje pregunta si ese campo de pelota es el cielo. «No, es Iowa», le responden. Pues,»Hubiera jurado que es el cielo», riposta. Fariñez bien podría haber sido el protagonista de este diálogo.
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