Ají dulce: identidad venezolana en un ingrediente inmigrante
Esta es la historia del ají dulce, aromático insumo infaltable en las comidas de todo el país. Llegó por lo que ahora es Nueva Esparta y de allí saltó a tierra firme para desarrollarse en muchos tipos. ¿Que ahora está picando? Te explicamos por qué
Hablemos del ají dulce como de un amigo al que se le aprecia y respeta. De ese cuya apariencia denota el orgullo de su procedencia. Del aventurero y prudente. Del contundente y delicado. Del que anima y une en las conversas. Del que está todas las comidas y cuando no, hace sentir su ausencia. Así, estaremos hablando del ají dulce como lo que es: un venezolano.
Porque es nuestro ingrediente por excelencia. Las recetas de cada región y para cada celebración lo tienen presente: el ají margariteño en el pastel de chucho, el ají jobito en el consomé de guacuco, el ají rosita en el mute de chivo, el ají pepón en el bagre guisado, el ají llanerón en el pisillo de chigüire y el ají Sartenejas que ya comienza a darle otros rasgos a la nueva cocina caraqueña.
Hay ají dulce en los sofritos de hervidos, guisos y caraotas de cada día. Y también en quesos, ensaladas, salsas, mermeladas y chutneys. Pasa que a nuestro ají da gusto tenerlo en la mesa como a ese alguien que una vez se le conoce, todo lo mejora y se nos vuelve inolvidable.
Pero no siempre estuvo entre nosotros y para que siga estando, no basta halagarlo. Como a los buenos amigos, hay que cuidarlo.
Inmigrante naturalizado
El ají no nació en Venezuela. Dicen que el que llegó, nació hace 20.000 años en las faldas el lado oriental de la Cordillera de los Andes, en las zonas que hoy conforman Ecuador, Perú y Bolivia. La siembra y reproducción de ese ají inició hace 10.000 años y hace 5.000 es que llegó a la isla de Margarita en las exploraciones hacia el norte de Suramérica. Esas semillas esperaban germinar para la comida diaria de aquellos exploradores.
Así fue. Pero los frutos no gustaron ni a los foráneos ni a los guaiqueríes: para nuestros indígenas eran muy picantes y para los extranjeros tenían otro sabor.
Ocurrió que las plantas enfermaron al pasar de un clima templado a uno en el cual hace calor de día y de noche. Pero fueron las semillas de esos “ajíes enfermos” las seleccionadas para los cruces intuitivos de los oriundos y crecieron domesticadas entre maíz, yuca y topocho. Fue así como Venezuela acogió al inmigrante que luego tendría apellido: ají margariteño.
De manera que esa “pimienta de los indios” fue la que conocieron los españoles cuando llegaron a esta tierra buscando la suya. Quizás para entonces, nuestra “pimienta” había iniciado sus viajes hacia la Venezuela continental, renovando siembras para mejorar la especie o crear nuevas variedades a partir de otras intuiciones y gustos familiares.
La nostalgia del viajero
Cómo el ají dulce se expandió sigue siendo un misterio, aunque rastros de rutas recientes han sido documentados por el cronista espartano Verni Salazar:
“En una carta del 19 de octubre de 1939, de El Tigre, Rubén Gómez le dice a su papá Jesús Gómez: ‘Las semillas del ají que me traje, las sembré y ya las maticas están parías. Esta mañana probé uno y no tienen el mismo gusto que los del patio de la casa. Ya Juana me dijo que te dijera que cuando venga alguien de El Espinal, que me mande un poquito de ajíes, porque ese sí le da el sabor a las comías’. Luego, Pedro Pablo Velázquez le envió un telegrama desde Zulia a su mamá Teotiste Velázquez: ‘Urgente. Mamá llegué bien mándame ajíes’. Te estoy hablando del 13 de marzo de 1954”.
Y la carta de un pescador en Los Roques a su esposa cuenta las verdaderas añoranzas: “Hoy tomo el lápiz para saludarte y mija como se me quedaron los ajicitos, cuando vuelva ‘El Calimenia’ me los mandas, tas pendiente”.
Jobito, pepón, rosita…
El ají dulce fue echando cría en cada región del país. Todos se parecen, pero cada uno tiene su rasgo de carácter.
Dice Fernando Escorcia, gastronauta y presidente de Margarita Gastronómica: “Nuestro ají margariteño es delgado, menos pulposo y se arruga. Concentra su fragancia y sabor, y un ligero picor”. Además, su forma de puño cerrado remite a la fortaleza de su nacimiento y desarrollo.
El jobito, en la zona oriental, es el más pequeño y el más dulce. El pepón, de la zona central y favorito en las cocinas de Aragua, Carabobo, Caracas y hasta de Maracaibo, es el redondo, carnoso, moteado de morado y no pica. El llanerón, que tiene sus tierras en Guárico y en la zona occidental, es el alargado, de colores vivos y brillantes, el más picante de todos y el más comercializado en el país. Y el rosita, cuyo nombre lo asemeja con la flor de rosa, lo describe el cocinero larense Juan Alfonso Molina:
“Tiene la particularidad de que solamente produce ejemplares verdes, amarillos o verde-amarillos. Su aroma es tan intenso que uno sospecha que es picante y, sin embargo, no lo es. El sabor es más áspero y eso nos parece espléndido a los larenses”.
Cada ají dulce tiene sus maneras para estar en cada comida y lucirse.
Cuando pica, ¿mortifica?
Cuando el ají dulce pica lo que siempre pica ―ni mucho ni poco, sino lo justo― da gusto y alegría. Pero dicen que ahora pica más y que arruina lo que se cocina.
No es que a la memoria de la semilla le dio por recordar sus climas templados. De hecho, si se mira las regiones en las que ahora crece, ya se adaptó al calorón criollo. Tampoco es que la hibridación natural y aleatoria esté generando una especie picante espontánea. El ají dulce, como todas las plantas domesticadas, depende del hombre para continuar su desarrollo.
Lo que pica en el paladar y en la tradición es otra cosa.
Ocurrió en Margarita y quizás también en otras regiones: al iniciarse los cultivos del ají chirel, jalapeño y rocoto cerca de las siembras de ají dulce sin instrucciones ni normas, alteraron algunas siembras del margariteño. Sergio Somov, ingeniero agrónomo y creador del manual para la producción artesanal del ají margariteño de la UCV, Ministerio de Agricultura y Tierras, y la FAO, explica:
“Es importante que en el campo, donde se siembra ají, no haya cerca un cultivo de ají picante o que un vecino tenga para su consumo, porque el viento transporta ese picante hacia el cultivo y las abejas que visitan esa mata dejan un polen picante. Entonces, ese fruto se te hace tan picante como el pariente que lo fecundó”.
A la polinización cruzada, se le suma otro problema advertido por Escorcia: “El factor comercial, es decir, sacarle a la planta el mayor provecho. Entonces, si la planta produce, por ejemplo, treinta kilos en trece meses de vida, buscan sacarle ciento y pico de kilos tratando de lograr un ají más grande, pero que pierde sus demás atributos”. El resultado de esos cruces: el “ajitón”, un ají con pimentón, con menos perfume, menos sabor, pero más tamaño y más picor.
Incluso la siembra de semillas puras fuera de sus regiones es otro de los problemas: los frutos son idénticos solo en la primera cosecha. En la segunda, comienzan a perder sus características y ya en la cuarta, es otro el fruto. Es decir, sembrar ají margariteño en Mérida o ahí mismito en Araya no da ají margariteño, sino ají tipo margariteño, que no es lo mismo.
Las semillas guardan la herencia
Y aun lo que debería ser una garantía para la preservación del ají dulce es el mayor de los desafíos: pensarlo como un cultivo venezolano tan relevante como el maíz y el arroz, pues en el país no se están produciendo semillas certificadas, que “es la que se obtiene después de un proceso de producción y multiplicación de la semilla de variedades mejoradas, la que se logra a partir de la semilla genética o de fundación”, explica el agricultor Sebastián Tello.
Esto quiere decir: sin garantías de calidad genética ni producción de las semillas para la demanda nacional como las ofrecidas por Agroisleña antes de ser expropiada en octubre de 2010, la producción y comercialización del ají dulce depende de los pequeños y medianos productores.
Contra el picante, una buena semilla
De manera que el proceso de selección de las semillas como lo hace Somov es la práctica para que nuestro ají, sea cual sea, siga en estando entre nosotros:
“Hago una selección de las mejores plantas “buena madre”: con buen tamaño, que sus hojas tapen los frutos para que el Sol no los queme, con muchos frutos. Agarro los que tengan el grosor de la pared. Me siento. Le pego un mordisco uno por uno en la mitad, a nivel de la placenta, que es donde está la mayor concentración de capsaicina. Verifico que no tenga exceso o que no sea un ají navegao ―el que no sabe a nada―. Cuando consigo al ají que es, aparto las semillas de la pulpa y las siembro en una celda germinadora. Cuando el ají no es, tengo que desecharlo”.
Es un procedimiento que dura al menos cuatro horas y que requiere café fuerte para neutralizar el paladar antes de cada mordisco y, sobre todo, es un ritual que exige lo que le sobra a Somov y a los seis productores de ají margariteño: “la conciencia de que lo que tú quieres sembrar en tu campo es seguir transmitiendo la herencia”.
Por su parte, en la región central, donde convergen los ajíes de aquí y de allá, “no solemos tener esos problemas de que ahora el ají rosita esté resultando más picante, sino en una proporción que ya todo el mundo sabe que es natural. Así que creo que los productores deben seguir haciendo muy bien su trabajo, porque este es un estado con vocación agrícola”, sostiene Molina.
Sea para mantenerlo auténtico o para revertir la alteración de su picor, la selección de las semillas no es una excentricidad, ni una faena extinta de los indígenas, mucho menos una práctica para los ratos de descanso. Si nuestro ají es dulce, que se pruebe como el beso: con la boca.
Hay que insistir, pues esa selección paciente fue y sigue siendo la gestión más importante para reconocer las cualidades organolépticas del ají dulce, esas que, por entrar a través de los sentidos, terminaron dándole su lugar en la cocina y en la mesa, pero antes, en la tierra.
Dicen sus amigos
El verde para los hervidos, el rojo para los guisos y el amarillo para preparaciones frescas como ensaladas, ceviches y rompecolchón. Las cantidades según el gusto de cada quien, aunque bastan de dos a cuatro para una receta para cuatro a seis personas.
Y si asusta el picante, Molina recomienda: “Ábralo, pruebe un par de semillas, verifique y úselos, aunque yo aprendí lo que me dijo Luis Mariano Rivera: ‘¡A eso nunca se le quita la semilla!’, porque esa placenta concentra muchísimo sabor y aroma. Y si se va a usar en consomé, se rompen con las manos y ya está”.
¿Cuál es el mejor? La respuesta depende de a quien se le pregunte. Escorcia dice que el margariteño e insiste en lo dicho por Rubén Santiago: “Al pastel de chucho, le puedes cambiar el chucho por raya o atún, pero no le puedes quitar el ají, porque deja de ser”.
Por el contrario, si responde Molina, dice que el rosita, “porque con apenas un par de ajicitos, o sea, dos ajicitos, tú intensificas el sabor de medio kilo de caraotas”. Alguna cocinera de Caracas dirá que el Sartenejas y cualquier llanero dirá que es el llanerón.
Lo mejor es entonces no preguntar y seguir lo que bien dice Somov: “El mejor ají es el que más se consume”. Ese es el que siempre se cuidará y defenderá en cualquier lugar como a ese amigo que hicimos nuestro desde hace muchos años.