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¡Gracias, Hurtado! ¡Me devolviste la alegría!

Amo el fútbol suramericano con locura. No soy de River ni de Boca, pero me apasiona como nada ese clásico. Me simpatiza un poco más el equipo bostero, quizá por aquello que siempre me han caído antipáticos aquellas instituciones que se dicen “millonarias” (River, Real Madrid…)

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FOTOGRAFÍA: CORTESÍA

Tratar de explicar lo que el fútbol significa en mi vida (y perdone que en este espacio aproveche para escribir en primera persona) es algo que nunca va a tener el suficiente registro de palabras para expresarlo. No lo tiene. Usted no desprecie nunca a aquel que le diga que el fútbol no es solo un juego, hágale caso porque eso de que el fútbol es una forma de vida, créame que lo es. Y es más que eso: es un medio para acercarte a la alegría.

Hay momentos amargos, muy amargos en la vida. Y desafortunadamente me están tocando vivirlos. Usted no tiene por qué saber qué es lo que me ocurre, porque seguramente quien lee esto debe tener un problema (o varios) mucho más serios que los míos y me va a dar vergüenza la pequeñez e insignificancia de lo que me pasa. Ese nudo en la garganta que no se va, es el resultado de esa prueba de esfuerzo que tira una punta de la cuerda al corazón y otra al cerebro. Esa tensión es inexplicable. No se va por más que quieras apaciguarla con razonamientos. El “todo pasa” es real, ¡pero cómo cuesta asimilarlo!

Sin embargo, el fútbol no te abandona. Siempre está ahí. Te da alegría y tristezas, sí, pero también sirve para que los problemas queden de lado. Un Boca – River en La Bombonera, en semifinales de Copa Libertadores, es la mejor terapia para superar momentos donde la depresión embarga. No hay que ir al médico, no hay que ir a la farmacia. Es sencillo: prendes el TV y te desentiendes de esas pruebas que te hacen carcomer.

Noche aciaga y juegan Boca y River. El partido no es bueno, pero es emocionante porque mientras más pasa el tiempo, más complicado se le hace al local la remontada del 2-0 en la ida. Superada la hora de juego, Gustavo Alfaro, el miedoso y rácano Alfaro, mete a dos delanteros, uno de ellos, el nuestro, el venezolano Jan Hurtado.

¿Sabe qué significa eso para mí? Una alegría tremenda. Porque desde niño he querido ver a un futbolista venezolano llenarse de gloria en el extranjero. Lo veía utópico de niño y a esta edad lo estoy viendo hacerse realidad. Que un atacante nacido en El Cantón juegue en Boca… ¡Puf! ¡Es la locura!

¡Y el marco! Una semifinal de Copa Libertadores de América. Todos los ojos del mundo puestos en el partido. Hasta Materazzi viajó a Buenos Aires para no perderse el duelo. 12 horas de previa en vivo en la TV. Entradas agotadas desde que salieron a la venta. Y ahí está uno de los nuestros.

Por eso, cuando Hurtado empujó esa pelota que había dejado picando torpemente Zárate en la raya, todo quedó de lado. Nada era más importante que ver la alegría del negro pegando brincos y diciéndole a sus compañeros (léase los monstruos Lavezzi, Izquierdoz, Lisandro, Tévez…) “¡Vamos, vamos!”, con la ilusión de que la remontada era posible, que solo faltaba un gol. El Churta brincaba de alegría más que por haber anotado él, porque se reavivó la esperanza de trascender. Mucho compromiso en un chamito de 19 años.

El partido terminó y a Boca no le alcanzó. “Es intrascendente su gol”, dice uno por ahí, pero en los registros y la memoria quedará que Boca le ganó a River, nada menos que en un súper clásico, en una semi de Libertadores, con un gol de un venezolano. Eso no lo puede borrar nadie.

Y esa alegría aún la siento. Aún está latente y me ha hecho olvidar, así sea por un rato, los malos tragos.
Los goles son amores. El fútbol es hermoso. Te devuelve la vida. Te dibuja sonrisas. Es así.

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