Opinión

Hombres solos en sus horas solas

"Mi punto de mira comienza y termina en la puerta. Torre de control, faro, garita. Los despido hecha un saco de nervios, con miles de fastidiosas advertencias, bendiciones, amenazas"

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hombres solos en sus horas solas

La escritora Jacqueline Goldberg nos ofrece la crónica Hombres solos en sus horas solas, una mirada personal hacia las restricciones de género que aún se imponen.

Poquísimas veces mi madre dejó ir a mi padre de compras sin ella. Regresaba con las delicias más insospechadas y en apariencia inútiles. Sin esos escapes supongo que jamás habrían llegado a nuestro hogar mostaza en polvo, semillas de cilantro, hongos secos.

Desde que soy ama de mi casa, intento en lo posible que mi esposo y mi hijo no vayan solos a comprar pan y menos a hacer el mercado de la semana.

Es ley. Vuelven sin lo indispensable. Vuelven con cosas de más.

«Un hombre solo siempre está en mala compañía», escribió Paul Valery.

Es un problema de acentuación.

Un hombre sólo en el mercado, con acento, sería lo de menos. En cambio un hombre sin acento, solo entre anaqueles, es una alarma encendida.

El pasado 2 de abril el gobierno peruano impuso una restricción de circulación por género como medida para frenar el Covid-19 y que duró tan sólo una semana.

El primer día, viernes, sólo transitaron hombres. Varias notas daban cuenta de una percepción común por parte de los expendedores de alimentos: los hombres no saben comprar, algunos jamás lo habían hecho, no conocen precios, aunque tengan una lista confeccionada por una esposa, madre o hija, se apartan de ella. También se dijo en Perú que los hombres se comportaron de forma ordenada, sin mayores incidentes, aunque en las primeras horas se les vio torpes, apurados, ansiosos.

La escritora peruana Gabriela Wiener escribía el 8 de abril en el Eldiario.es, que las salidas binarias en su país, que calificaba como «días de absoluta estupidez» y de «machismo pandémico», han revelado problemas meridionales que para nada escarmientan al coronavirus: «cuando les toca a los hombres, todo transcurre con normalidad, los supermercados lucen liberados y se ven muy pocos señores en las calles con sus bolsas, listas y carritos. Los días que les toca a las mujeres, en cambio, se viven tremendas aglomeraciones y larguísimas colas en las que ellas usan las mascarillas para nada, porque no se respeta ni la distancia física recomendada. Es decir, las mujeres han salido por miles en sus días y en consecuencia no se ha conseguido reducir el número de personas en la calle para alejar el contagio, al contrario, las compras son ahora peligrosamente masivas».

mujeres en perú
Foto: EFE

En Colombia ha ocurrido otro tanto.

El lunes 13 de abril la Alcaldía de Bogotá oficializaron restricciones de género que al escribir estas líneas siguen vigentes: los hombres salen los días impares y las mujeres, los pares. De la primera jornada del llamado Pico y Género, quedaron comentarios de asombro sobre machismo y discriminación, así como fuertes críticas a la alcaldesa sobre todo por los abusos policiales que la medida habría estado generado. Para más, esto ha coincidido con un Pico y Cédula que lo enreda todo. Los hombres no pudieron salir a descargar los camiones el día que circulaban mujeres.

hombres solos cuarentena
Foto: EFE

El Secretario de Gobierno de Bogotá, Luis Ernesto Gómez, asomaba en su cuenta de Twitter el segundo día del Pico y Género algunas cifras interesantes: de 10.000 personas por metro cuadrado en los supermercados pasaron a 3.000 personas. Señalaba que «las mujeres tardaron 15 minutos mercando y los hombres 45 en promedio». Y se lamentaba en otro tuit del 14 de abril: «los hombres no fuimos los más disciplinados en el cumplimiento de la medida. Hoy se impusieron 610 comparendos a hombres mientras que ayer sólo fueron 104 a mujeres. Casi 6 veces más indisciplinados».

Sara Castellanos, Concejal del Bogotá, señalaba en un tuit que Pico y Género tiene, entre otros problemas, el olvidar que en Colombia «por cada 100 mujeres hay 91 hombres. Y que 6 de cada 10 mujeres son cabeza de hogar».

No ahondaré en prejuicios propios y ajenos.

Tampoco en estereotipos ni roles de género. El tema da para rato y ya quisiera leer sobre esto más allá de las estratificaciones de mercadeo. Hay hogares sin hombres, hay casas sólo con hombres, hay personas no binarias, hay hombres y mujeres trans, hay homosexuales. Hay hombres que llevan las riendas de lo doméstico, hay amas de casa en el sentido más tradicional. Hay gente que vive sola, hay parejas que comparten las responsabilidades del hogar a partes iguales. Hay familias que piden todo por Internet y jamás se trasladan al mercado. Hay de todo esto junto y aún más.

No acudiré a estudios antropológicos, a aquello de que el hombre era cazador y la mujer recolectora mientras cuidaba fuego y niños. Menos a que los hombres son de Marte y las mujeres de Venus.

Cito, porque lo dice magníficamente, al economista colombiano Camilo Herrera Mora, en un análisis de 2017 publicado en su blog del diario El Tiempo: «Así, el hombre es más dado a comprar rápido y por impulso, mientras la mujer hace compras con más análisis y detenimiento. Pero recordemos que este proceso nos dejó otra herencia: el hombre es casi un autista y la mujer, es dispersa. Eso hace que como consumidores sean muy diferentes, porque la enorme atención que le pone en los detalles a la compra la mujer, se la pone el hombre al uso del producto, porque está preprogramado a estar concentrado en una sola cosa, mientras que la mujer mientras está viendo una película está pensando en muchas cosas más».

Me detengo en una mínima ensenada, la de mi casa.

Tradicional, heterosexual, algo machista si se quiere y, eso sí, con mucha poesía, arquitectura y rock and roll.

El coronavirus ha cambiado mi punto de mira.

Lo mío es ahora preguntar y reclamar. Casi un meme.

Desde el comienzo de la cuarentena no he salido de casa. Salen ellos.

Me siento como el personaje de John Travolta en aquella primeriza película de 1976, El chico de la burbuja de plástico, confinado y sentenciado por su torpe sistema inmunológico.

john travolta
Foto: Cortesía

Mi punto de mira comienza y termina en la puerta. Torre de control, faro, garita.

Los despido hecha un saco de nervios, con miles de fastidiosas advertencias, bendiciones, amenazas: llámame si el carro enciende, llámame cuando llegues a mercado, llámame si tienes dudas, llámame si el aguacate está muy caro, llámame cuando vayas a pagar.

Cuando vuelven seguimos un estricto y estresante protocolo de desinfección.

Un mensaje de WhatsApp advierten que están llegando.

Apenas escucho el ascensor, me armo con guantes y mascarilla. He llenado un atomizador con alcohol y lo baño todo, a todos. Saco la compra, la rocío. Mando a descalzar, desnudar y bañar. Me lavo veinte veces las manos hasta que las mercancías parecen estar fuera de peligro. Lavo la ropa que viene del afuera amenazante, lavo la mía, repaso la mesa con jabón.

Toda medida parece exagerada y torpe a la vez. Hay miles de recomendaciones.

Se ha dicho que el virus no vive en la comida.

Nunca sabremos si llegó al pasillo, si lo hervimos, lo freímos, lo congelamos, lo enjabonamos, lo ahogamos. Viviremos con esa incerteza para siempre. Eso espero.

Mis reclamos han sufrido una metamorfosis desde la primera semana. Empezaron con gastaste mucho, esto no hacía falta, porqué galletas. Y han terminado con cierta resignación: al menos había comida y alcanzó el dinero, ya veremos la próxima semana, igual nada importa.

He ido sintiendo culpa y me digo: si no salgo no puedo juzgar, nada es fácil en ese acto antes tan trivial de verterse en el mundo.

Lo que hago es interrogar exhaustivamente.

Quiero saberlo todo. Cómo se ve la calle, hasta dónde llega la cola de la gasolina. Quiénes hacen compras, qué compran, cómo se visten, si la gente está respetando el distanciamiento social, si el mercado está surtido, los precios, qué tristezas y espantos dicen los ojos encima de las mascarillas.

Quiero saber si se encontraron con algún vecino en el ascensor, en el estacionamiento.

Las respuestas que obtengo son monosilábicas. Eso también está estudiado, es asunto de género. Él, ellos, hace esfuerzos por contarme detalles y confiesan angustia, poca concentración, no mirar la lista que hacemos juntos, temer la cercanía de otros, no mirar los carritos de otros, no dejar de asombrarse ante la rareza de estos días.

¿Este ya extenso texto terminará sin detalles sobre las compras que mi esposo o mi hijo han hecho bien y mal, sobre las vueltas que dieron buscando miel y chocolate? ¿Acabará sin conclusiones ni recomendaciones?

No estamos para conclusiones.

Nada está por terminar.

Quedan unos cuantos mercados por delante, la urgencia de abastecernos en un país sin gasolina, sin servicios, sin salud, con hambre, desnutrición y un etcétera de calamidades sin pecho político que se conmueva.

Yo seguiré en la puerta esperando a los hombres que anduvieron solos en horas solas.

Perfeccionaré mi comando desinfectante, paranoico, aterrado y aterrador, siempre amoroso, agradecido, protector.

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