Opinión

Encuentro vespertino con la muñeca satánica

Se supone que ver muchas películas te concede una especie de inmunización. Igual tenía una amiga crítica de cine que, para escribir del género de terror, tenía que verlo muy temprano y acompañada por una amiga. He aprendido a no meterme con los sustos ni las creencias de nadie.

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Para cumplir con los tiempos de entrega de esta columna, me metí a ver Annabelle en una función de viernes a la 1:10 de la tarde en el centro comercial caraqueño Líder, lo que tampoco tiene nada de extraordinario, pues la mitad de la sala estaba llena. Soy de los que puede almorzar cotufas. Se supone que, cuando se acaban las luces, se genera un pacto en el que desaparecen la hora real del reloj y los problemas de afuera. Típico que alguien tomó una foto (sin apagar el flash) al primerísimo primer plano de la muñeca satánica.

Nadie debe ir a buscar una obra maestra en el cine de terror. Al igual que ocurre con las telenovelas rosa, el placer consiste en disfrutar las convenciones del género: presupuestos baratos, actores desconocidos, decorados chaborros. Nada hay en Annabelle que usted no haya visto ya: un joven matrimonio católico, un marido muy ocupado, un ama de casa descontinuada como la de Lorenzo y Pepita, una máquina de coser Singer que puya un dedo, una bebecita en peligro, noticias de una remota secta satánica (con un nombre de mercadotecnia tan exitosa como la cuña de Open English en la superficie lunar: “los Discípulos del Carnero”), un sacerdote de los que no eran sospechosos automáticos de pederastia, una émula de Ofrah Winfrey demasiado bondadosa para ser 100 por ciento confiable, el uso del juguete tierno-grotesco como elemento efectivo para zarandear los temores infantiles que nunca enterramos del todo. Contrastes de silencio y estruendo, fealdades caza-bobos que se asoman por centésimas de segundo, juegos con lo que ocurre fuera del campo abarcado por la cámara, violines que chillan. La primera referencia es Chucky, pero no es exactamente Chucky, porque Annabelle es una muñeca más bien estática, un leitmotiv totalmente predecible que no deja de desprender una cierta dignidad propia. Ofrece la otra mejilla, posa con su sonrisa congelada como la del Lalo de Carlos Donoso, y eso le basta. Sabes que la mandarán a la basura, pero nunca dejará de fascinar a la mamá que reza el rosario en familia. Por cierto que yo fui uno de esos niños que jugaba con muñecas: mi consentida que me enamoraba con coquetos pestañeos de nylon se llamaba Pichita y tenía pijama rojo de lunares blancos. A lo mejor se me aparece esta madrugada con lágrimas de Merthiolate.

¿Quién no deseó quemar el plástico de su juguete más querido?

El único auténtico especialista en terror que debería escribir esta reseña es mi pana @elpulgarin. De películas como Annabelle, a mí me cautiva la economía de recursos, la relativa sencillez con la que puedes darle un palo a la piñata de la taquilla si honras ciertos códigos. Es canónica, concebida como para resistir al paso del tiempo. Sería propio de intelectual de pacotilla llamarla una película mala, porque el género nunca se ha tratado de eso. Estamos tan intoxicados de información, nos hemos vuelto tan cínicos y tan devoradores de imágenes, que me pregunto si Annabelle tendrá el impacto de algunas de sus pares del pasado. Pero siempre seguiremos creyendo en diablos con cachos (los preferimos a encarar nuestros propios demonios) y en profecías apocalípticas: no hace muchos años, 2012 fue una de las cintas más vistas en Venezuela. Cuando el empleado de Cines Unidos salió corriendo al final de la película para abrir la puerta trasera de la sala, todos pegamos un brinco. Por cierto, dos quinceañeras que salieron de la función ahí mismito tuvieron orgasmos con el nuevo póster de 50 sombras de Grey.

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