El año 2020 ha resultado, sin duda alguna, uno de los más extraños para la humanidad. Si bien ya hemos pasado por guerras, crisis económicas, sociales, devastaciones naturales, e incluso pandemias, lo habíamos experimentado en general in situ.
Pocas han sido las situaciones que nos han hecho vivir de manera similar en cualquier parte del globo terráqueo. Sin importar nuestro origen, nacionalidad, identidad o creencia, todos tuvimos que adoptar esta nueva “forma de vida” en la que las aulas de clases, las actividades laborales, las reuniones sociales, los momentos de recreación y las tertulias reflexivas se redujeron a los estrictos límites de nuestros hogares.
El imperio de la virtualidad
Afortunadamente (podríamos pensar en un principio), contamos con la tecnología, internet, las plataformas digitales para no paralizarnos del todo y atenuar dicha situación. No es extraño, en estos días, encontrarnos trabajando, estudiando, incluso asistir a cumpleaños de manera virtual; algo que ya veníamos haciendo desde hace mucho, pero no de manera exclusiva.
Hasta acá, todo va bien. Todo es aceptable y manejable en términos de una “nueva vida” y de la condición sine qua non de adaptabilidad que engalana al hombre. Sin embargo, se ha develado también el lado oscuro, hostil, inflexible, ignorante y descarnado de los nuevos inquisidores, jueces y verdugos del cybermundo…
Si partimos de la premisa, tantas veces escuchada: «en las crisis afloran lo mejor y lo peor del individuo», tenemos múltiples ejemplos de solidaridad, los cuales, lamentablemente, no consiguen tanta resonancia como las disputas, los desacuerdos y novelas violentas que puede desatar un acusación en las redes sociales…
Hoy día, sentirse ofendido automáticamente te da la razón. Es carta blanca, aval y motivo suficiente para exponer al escarnio público, dilapidar, subestimar y desolar a tu oponente; no hay dialogo, no hay razones, no hay argumentos, solo eso: destrucción.
Un nuevo «santo oficio»
Recordemos que, al menos en la Edad Media, la inquisición contaba con varios participantes: los que señalaban, los que hacían la detención, los jueces y, finalmente, los verdugos. Lo cual, al menos, daba una pequeña probabilidad de revisión frente a semejante acusación y la oportunidad de librarse antes de ser llevado a la hoguera. No ocurre así con la neoinquisición vigente en nuestros días. Hoy, un solo personaje es el encargado, desde su moral y su criterio (el cual por su proceder denota la falta del mismo) de exponer, enjuiciar y llevar a cabo el homicidio en redes sociales del hereje en cuestión.
Este personaje, “el neoinquisidor”, cuenta también con una serie de focas (con el perdón de la fauna marina) que en búsqueda de aceptación, de protagonismo y, sobre todo, de no pasar ellos a formar parte de la fila de los enjuiciados, esgrimen con la misma irresponsabilidad -o peor aún, pues no se toman siquiera la molestia de leer o saber que generó la disputa- insultos, improperios, gestos de apoyo a ese líder que consideran un genio, un gran intelectual y, en algunos casos, hasta un maestro.
Comparten en sus muros y posts la polémica, queriendo generar aún más escandalo. Buscan que todo el mundo sepa quién es ese bárbaro que no comparte sus ideales, ni su posición, ni sus razones válidas para existir. Entonces, como no es mi semejante, automáticamente no quiero que exista. Pero no solo lo anulo o dejo de seguir, sino que procuro que sea aniquilado por hordas, hambrientas de sangre y espectáculo.
Por el bien de «la humanidad»
Paradójicamente, en sus publicaciones, estos jueces de valores se autodesignan defensores de los derechos humanos. Se postulan como artistas de la libertad de expresión y progresistas en cuanto al libre pensamiento. Publican fotos, recuerdos y escritos de todo lo que ellos han hecho por la inclusión, la autonomía y la premisa muy de moda: “todos somos iguales”…, lo que no aclaran es que debemos ser iguales a ellos.
Esto puede generar múltiples consecuencias, todas lamentables. Desde un mal rato, insultos de desconocidos, despidos laborales, perdida de amistades, señalamientos en grupo y, en algunos casos, sobre todo en adolescentes, hasta el suicidio.
Parece mentira que en el siglo XXI, que se ofrecía como la promesa de una era de libertad en todas sus manifestaciones, como la llegada -por fin- del hombre racional, el despojamiento de un único juicio bajo la premisa del entendimiento, la diversidad de opinión y la autonomía de pensamiento hayan sido opacadas por un comportamiento retrogrado, soez, vil, que no refleja más que la miseria interna que llevan estos neoinquisidores, cuya única manera de sentirse un poco mejor con su procesión de malestares es arrastrando a quien es verdaderamente libre…