Hace unos años leí un libro donde se analizaban los símbolos que llenan los cuentos de Hadas. Y el que más me desconcertó — me cautivó, también — fue el de la bruja de Hansel y Gretel. Según el escritor, la casa de caramelo en medio del bosque y su crueldad hacia los niños, simbolizaban esa noción de la mujer que no acepta nada, que se enfrenta al estereotipo. Por ese motivo, la bruja de los cuentos va siempre sola. En medio un bosque frondoso, muy distante de los pueblos, castillos, príncipes y princesas. Y se basta sola, ya sea para reír a mandíbula batiente o para lanzar conjuros peligrosos.
En el caso de la de “Hansel y Gretel”, la idea es aun más clara: no solo contradice la imagen popular de la mujer que ama a los niños, sino que, además, la convierte en un villano. En una mujer que no solo ataca, también castiga. El canibalismo, esa percepción simbólica de devorar lo que te lastima. Lo que te hiere. Y es entonces, cuando la bruja de “Hansel y Gretel” adquiere una dimensión trágica. Es maligna — nadie lo duda — y además, engañosa. Falible, solitaria. Dueña de ese mundo pequeño que habita a solas. Y se convierte por tanto en un monstruo, con su casa de dulces, con su fogón en espera de niños que cocinar. Una rebelde hórrida, una mujer que contradice todo lo que se espera de ella. Una amenaza en medio de un bosque lóbrego, aguardando a las tiernas víctimas que puedan tropezar con ella.
Pero también, hablamos del aimbolismo. Del caramelo que representa esa percepción de todo lo bueno y esa provocación, a la inocencia. ¿Y quién lo hace? Una bruja claro. La mujer literaria que al parecer no encaja en los estereotipos: no es princesa, tampoco reina. Mucho menos aldeana. O madre. ¿Quién es la bruja? La que vive en el bosque, la que atemoriza con su poder, la que tiene secretos. Que no acepta nada. Un personaje a la periferia. Un secreto temible en mitad de ninguna parte.
Recuerdo con mucha frecuencia eso cada vez que digo en voz alta que no me gustan los niños —ni creo que me gustarán— porque ocurren algunas cosas muy semejantes a las del cuento. En primer lugar, todos a mi alrededor me miran a la vez, con ojos asombrados. Hay un silencio pesado, un poco tenso. Y después, algunas risitas nerviosas —aunque esto último podría sustituirse por carraspeos—. A continuación, hay una especie de murmullo general y entonces ocurre lo que supongo es inevitable: intentan convencerme de lo equivocada que estoy.
—Porque no has tenido los tuyos — me comenta con una sonrisa amable un desconocido. Sacudo la cabeza.
—Ni los míos ni de los de nadie. No soy maternal.
—Eso no puede ser — insiste alguien más.
—¿Por qué?
—Porque no es natural.
A esta altura de la conversación, la mitad de las personas a mi alrededor ha perdido el interés en la discusión —y lo agradezco— pero siempre habrá alguien que se toma con mucha seriedad el sagrado deber de iluminarme sobre mi propio criterio. Seguramente será un feliz padre de alguno de los niños que corretean a nuestro alrededor. O un venerable adulto de canas que ya crio un par y se siente con todo el derecho de decirme como debo pensar y por qué no debo hacerlo como lo hago. Casi siempre lo intento tomar con paciencia. ¿Por qué no?
—Las mujeres tienen una natural inclinación por la crianza —me explica con enorme consideración el desconocido— recuerda: todas son madres en potencia. Y la naturaleza, en toda su sabiduría, las dota de la capacidad para amar a los niños. Es algo que forma parte de lo que es ser mujer.
No digo nada. Recuerdo, en una rápida sucesión de imágenes, lo muy incómoda que siempre me he sentido con los niños. Como cuando era adolescente, que me negaba casi en pánico a cuidar a mis primos, criaturas amorosas de cinco o seis años que solo me inspiraban amor, pero a las que no soportaba.
O un poco después, sosteniendo en brazos a los bebés recién nacidos de amigos y conocidos, sintiendo una mezcla de asombro por su ternura y de impaciencia que nunca pude explicarme muy bien. Mi poca paciencia para los gritos, llantos y lloros, por otra parte, perfectamente normales. Mi miedo —sí, miedo, del real, del que se tiene a los animales de la selva— por los grupos de niños que ríen y chillan, que te hacen preguntas, que te abrazan, te babean y te sacuden. Mi indiferencia hacia las encantadoras historias de crianza y amor. Mi escasísimo interés por lo que se supone es esa profunda relación entre padres e hijos.
En realidad, no solamente no me gustan los niños, sino que jamás he contemplado la idea —o la posibilidad, vamos— de tener uno propio. De aspirar a lo que se considera la máxima celebración de lo femenino, o mucho menos, esa donación de infinita belleza que supone ser madre.
Y así ha sido siempre, pienso, en esos escasos pero significativos segundos en los que intento decidir si continúo con la discusión o simplemente acepto por buena la idea que quizás soy por completo anormal, que muy probablemente algo va mal por no profesar un amor instantáneo, irrevocable y del todo inexplicable por cualquier niño desconocido. Sería tan fácil. Sonreír y cambiar el tema. Sonreír y asumir que sí, que lo evidente, obvio y natural —lo que sea que ese trío de palabras juntas pueda significar— es que ame a los niños, que mi deseo prioritario sea concebir y que toda mi identidad esté unida a la actividad presente y futura de mi útero.
Caramba, sería una manera de tener una velada tranquila, de seguir conversando sobre política —buen tema para hacer olvidar a cualquiera todo debate previo— y llevarme a casa esa sensación inquietante y dolorosa de que soy “anormal” solo por ser como soy. Que la Madre Naturaleza, en su infinita bondad, se olvidó de mí al repartir esa profunda capacidad de amor que solo puede brindar la maternidad. Sería tan sencillo…
Pero, ¿quién ha dicho que a mí me gustan las cosas sencillas?
— No lo es. Ser mujer no es una condición endémica —respondo. Y lo hago en voz bien alta, para que todos los que se alejaron de la conversación me puedan escuchar con claridad. Y tampoco es algo que se pueda definir por la manera en cómo funciona cualquiera de mis órganos reproductores. Soy mujer y no me gustan los niños. Soy mujer y no soporto la idea de cuidar un niño. Pero soy mujer. ¿Eso que me hace?
Mi interlocutor parpadea. El silencio incómodo regresa, esta vez extendiéndose por toda la habitación, como un mal olor. De hecho, pareciera que lo fuera.
El grupo parece no solo afligido sino también un poco harto que esa discusión continúe, como si yo debería admitir mi error a la callada y continuar con la diversión. O en todo caso, irme con mi música a otra parte. ¿Por qué?, me digo en un arrebato de malcriadez. ¿Por qué debo aceptar que se cuestione mi modo de ver el mundo y no decir nada al respecto? ¿Por qué se supone que debo “admitir” que hay una pieza suelta en mi mente que me convierte en una especie de paria en esa visión de las mujeres que en mi país es tan tradicional?
Porque la verdad, todo parece una broma cósmica. Nací en un país donde se venera a la madre. No solo se venera, se exalta como una especie de reliquia sagrada que representa una serie de ideas de bondad donde no calzo y supongo que a esas alturas no calzaré.
Mi país, que tiene el índice de embarazo adolescente más alto de la región. Mi país, que también disfruta del raro honor de tener un elevadísimo número de hogares donde la mujer es cabeza de familia. Un matriarcado en medio de una sociedad machista. Un matriarcado a medias, sin la prerrogativa ni tampoco el peso. Un matriarcado donde la mujer se conforma con un papel histórico que le endilgan sin que nadie pueda explicar por qué, pero que se acepta con toda tranquilidad. Vamos, que además este es el país de las mujeres más fuertes, las valientes. De las madres abnegadas.
¿Dónde encajas tú en todo esto, mujer? ¿Con tu decisión de quedarte solterona, ¿Señora de los gatos, insufrible intelectual que solo aspira a seguir estudiando hasta que la vista borrosa te lo permita? ¿Dónde encajas tú que deseas parir libros y fotografías, cuya máxima aspiración es leer y escribir en este universo femenino de madres y misses, de la mítica mujer “echada pa’ lante” venezolana? ¿De la cuaima celosa, de la madre abnegadísima y sacrificada? ¿Qué pasa conmigo que soy egocéntrica hasta el cliché, que quiero enamorarme mil veces, tener sexo como la adulta que soy, que la palabra compromiso me produce cólicos y el matrimonio una inevitable alergia? ¿Qué pasa conmigo que no quiero tener hijos, que eres la que no considera su útero como una forma de expresión de la feminidad ni tampoco ninguna otra parte de su aparato reproductor?
Lo sé, lo sé. Soy una persona chocante, irritante. Le debo caer mal a muchísima gente que asume que mi postura es artificial, un berrinche pues, de una treintañera malcriada que todavía no “asienta cabeza”.
Me lo han dicho muchas veces. Me lo han dicho tantas que durante una época me lo llegué a creer. Hubo un momento en mi vida donde me sentía una ilusa, donde me creí por completo la historia de que todo se trataba de una etapa, que todo consistía en una pequeñísima equivocación en mi punto de vista de mi vida. Que en algún momento —en un futuro borroso e incierto muy poco comprensible— yo terminaría sintiendo un afecto improbable y profundo por los niños. Que se me despertaría el instinto maternal, que me sentiría unida desde el útero hacia el infinito con toda criatura viva y bella, que bailaría con las manos sobre la cabeza para celebrar la vida y la la la…
No sucedió, claro está. Ni creo que a estas alturas suceda, con mis pocos y no te importan años cumplidos y más convencida que nunca de que no solo no estoy hecha para ser madre, sino que eso, a pesar de todo, está bien. Que no ser maternal ni querer ser madre no me convierte en un bicho raro, en una mujer incompleta. Mucho menos en una “odiadora de hombres”, en “una anomalía”. Que, de hecho, decidí de la manera más sincera posible, con toda franqueza, mi futuro y mi forma de ver el mundo. Y que todo eso se trata de una forma de libertad, de una perspectiva muy profunda sobre mis aspiraciones, sobre quién deseo ser y quién no. Sobre todo, de cómo deseo construir el mundo, cómo aspiro crear y mirar quien soy y como soy, más allá de mí misma.
Porque ser madre se trata de eso, ¿no? Se trata de cómo concibes y construyes tu futuro, de cómo asumes tu responsabilidad con esas decisiones y de cómo conjugas tu capacidad para amar con tu forma de construir ciertas ideas sobre tu individualidad. No se trata solo del hecho físico de parir, no se trata únicamente de concebir. Porque al menos yo no resumo la maternidad —ese hecho portentoso y asombroso que toda la sociedad celebra— en mi capacidad para embarazarme. ¿Qué ocurre después? ¿Qué pasa más allá de ese momento glorioso e inolvidable? ¿De las miradas soñadoras, de la sonrisa espléndida sobre el vientre redondo? ¿Qué pasa en las noches siguientes, cuando el bebé llora sin cesar? ¿Los años siguientes, con esa dedicación enorme y absoluta hacia la crianza, la educación, ese mundo elaborado a partir del amor maternal? A eso nos referimos cuando hablamos sobre la maternidad. ¿No es así? No solo a esa promesa de fertilidad del ovario, a ese ovulo fecundado, sino a lo realmente importante. Lo imperecedero. Lo trascendental.
Pues bien, es de lo que menos se habla. Porque la maternidad siempre es bonita, idealizada, un lujo de nuestra cultura occidental. Y la niñez una época primaveral, siempre bella y llena de esperanzas. Una imagen suspendida de un niño que ríe en los brazos de una madre amorosa.
¿Quién recuerda lo pre fabricada, artificial y sobre todo mercadeable de esa imagen? ¿Quién recuerda a las madres angustiadas, pesarosas, a las mal humoradas, a las abrumadas? Una vez, una amiga —madre de una bella niña— me dijo que ella era una “mala madre” de los pies a la cabeza. De las que se olvidan de las meriendas, de las que se duermen contando el cuento de la noche, de la que le pone un vestidito no tan lindo a su sonriente niña. Con una sonrisa cansada, me dijo que ser la madre que la sociedad espera es aun más duro de lo que nadie supone. Y eso, que ni siquiera es real.
—¿Pero amas a tu niña? —le pregunto, asombrada por aquel desborde de preocupación. Ella sonríe, el rostro se le ilumina. Se acabó la tristeza: “Con todo el corazón”.
Y así va el mundo. Con las mujeres que no quieren ser madres invisibilizadas y anónimas y las que sí, sometidas al ideal de la madre imaginaria. En medio de ambas cosas, hay una especie de espacio que no nombran, que no se comprende bien. El lugar donde no encaja nadie. ¿Qué ocurre cuando no formas parte de esa percepción de lo que se supone debes ser? Ni doncella en busca del matrimonio, ni madre afectuosa e impecable.
¿Dónde quedan los pedazos rotos de esa imagen idílica? A mí no me lo pregunten: créanme, no lo sé.
No lo sé, porque yo no existo. Vaya que frase dura, ¿verdad?
No existo porque no formo parte de ninguna estadística. El mundo está concebido en una fórmula simple: si eres mujer joven, esperas casarte. Si eres adulta, ya deberías estar casada y ser madre. ¿Qué pasa con quienes no formamos parte de ese mecanismo tan eficiente? Pues nada, no pasa nada. Porque nadie nos recuerda.
No hay un lugar para la mujer que toma decisiones, para la mujer que decide que su cuerpo es suyo y por tanto, puede hacer con él lo que mejor le plazca. Que la maternidad no forma parte de sus planes, ni tampoco de sus objetivos. Que no siente ternura ni quiere sentirla por ese santo deber de las entrañas que en todas partes parece asumirse como definitivo. No existes, para una sociedad que te mira con desaprobación, que te castiga con cierto ostracismo por el atrevimiento de disentir. Porque se trata de eso, ¿no? Una audacia completa, la de no desear lo que se supone deberías querer. Lo de aspirar a algo tan lejano a lo que la sociedad asume y desea, que no formas parte de nada. Ni del plan general ni de las pequeñas concepciones. Que no estás, no eres. No eres comprensible, asimilable. Transitas al borde de lo que la sociedad es y sobre todo, asume como verdadero y real.
Mi interlocutor no me responde claro. Murmura alguna cosa “ya tú sabrás, nadie te obliga” y a mi alrededor me piden que me calme. Pero no lo hago. Porque no se trata de que haré lo que quiero —que nadie lo duda— sino del hecho de cómo la sociedad encaja esa decisión. A nadie le gusta una mujer “rebelde” o al menos, esa percepción sobre la rebeldía que se enfrenta y contradice el saber cultural. De la mujer se espera una idea, una forma de vivir. Y contradecirlo siempre parece empujarte al borde de algo más, hacia un planteamiento tan árido que resulta doloroso atravesarlo. La censura está en todas partes: en los estigmas, en las imágenes prefabricadas de cómo es esa mujer que decidió recorrer la vía menos transitada.
La “señora de los gatos”, tan insufrible ella, cubierta de pelos felinos y un poco enajenada. O la “solterona”, que se sienta a solas en las fiestas familiares, a la que nadie entiende muy bien pero que tampoco dudan en juzgar. “No quiso casarse”, murmuran, como si se tratara de un suplicio. “Imagínate, no quiso tener hijos”, insiste alguien más. Y esa percepción sobre las “equivocaciones” subsiste, señala. Porque para la mujer —o al menos como la concibe nuestra cultura— el éxito proviene justamente de esa necesidad de encajar en ese plano general de las cosas. No importa si celebras el éxito profesional, no importa si llevas como un estandarte la satisfacción personal. El estigma existe para señalarte, para recordarte que no formas parte de esa idea universal sobre lo que pudiste ser y no serás. O no al menos de la manera como insiste —y obliga— la versión más popular de la vida.
Así que, por supuesto, seguiré siendo bruja antes que princesa, cosa que por otro lado nunca fui. Y también contradictoria, la solterona más joven del mundo, la abanderada de esa idea antinatural de no tener hijos y no aspirar a tenerlos tampoco. Más allá de eso, me digo con frecuencia, hay toda una región borrosa, interminable, inquietante sobre la mujer y como se asume lo femenino. Una percepción que se construye a diario y que, sin duda, siempre parece a punto de transformarse en algo nuevo, en un concepto recién nacido sobre quienes podemos ser. Una nueva frontera que atravesar. Una nueva idea sobre quiénes somos, qué crear.