Opinión

De la precipitación y otros síndromes

Ramón Guillermo Aveledo recuerda que, en la política, como en la vida, lo que fácil llega fácil se va. No puede valorarse con desmesura tal o cual salto, tan afortunado para el aventurero que lo da como infortunado para el país

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Como cualquier venezolano, necesito que el país cambie en dirección del estado de derecho, la libertad y la prosperidad con equidad, con una justicia que nos genere confianza de que nuestros derechos serán garantizados y nuestros deberes efectivamente exigidos. También sé que la serie de cambios requeridos para avanzar hacia allá exigen un cambio político, el cual sin embargo no es suficiente por sí solo para esos progresos. Por otra parte, cada vez me convenzo más de que no es razonable esperar por un acto de magia que de un solo pase, levante el velo y nos descubra ante una nueva y promisora realidad (aquí, aplauso del público).

Esa visión es tan supersticiosa, como la noción revolucionaria, sea comunista o fascista, de que ningún problema puede solucionarse mientras no se resuelva “la causa de todos los problemas”. Es lo mismo cuando se repite, con más terquedad que razón que hasta el cambio, no servirán los cambios que se puedan hacer. Como si nuestros males de cada día tuviéramos que aguantarlos y nuestras aspiraciones posponerlas, hasta que venga “el cambio”. La lógica ilógica del todo o nada.

Ese problema que no es menor, se agrava por otros como las impaciencias. Sí, en plural, la impaciencia por ver resultados cuanto antes y la impaciencia por llegar a los cargos antes de estar capacitados para ejercerlos. Capacitación que incluye estudios académicos, claro, pero también conocimiento y comprensión de la realidad, valoración de los recursos humanos disponibles, experiencias prácticas propias y valoración respetuosa de las ajenas.

Ya nos invitaba la sabiduría de Briceño Iragorry a una reflexión autocrítica: “Pueblo de presuntuosos, hemos buscado el fácil camino de buscar por anticipado los sitios que reclaman la sistemática de un esfuerzo lento y mejor orientado. Presumir, no en su corriente acepción de vanagloriarse, sino en su soterrada significación de anticipo de la hora, ha sido la tragedia cuotidiana, menuda y persistente que ha vivido nuestra nación, a todo lo largo de su dolorosa y accidentada historia”.

En este razonamiento se me atraviesa otro asunto, irremediablemente vinculado. No es nuevo, pero me preocupa que vuelva a presentarse, a pesar de la experiencia acumulada que debería aleccionarnos.

Es un síndrome propio de la competición política, lógicamente acentuado como riesgo cuando los estándares han bajado y los baremos se flexibilizan. Si éste está allí ¿por qué no yo?

“La tentación de la silla” que nos decía Calvani en 1969, en ministros que podían sentirse “a un paso” de la Presidencia y desde la descentralización, abordada tardía pero decisivamente en 1988 y constitucionalizada en 1999, en gobernaciones y alcaldías.

Podríamos llamarlo, por facilidad más que por exclusividad, el “síndrome de Chacao”. Desde Irene Sáez, cuya muy distinguida gestión en un municipio entonces abundoso en recursos y singular figura la catapultaron al primer plano nacional, a cada sucesor suyo en el cargo, con alguna excepción, se le ha metido en la cabeza que de ahí a Miraflores, como en salto de garrocha.

En la lejana “Cuarta”, antes denostada y por cierto, cada vez como reivindicada por la nostalgia, ese síndrome se daba en Carmelitas, el despacho del Interior, con mucho poder y a dos cuadras de Palacio. Casi todo “premier” sintió que tenía al alcance de la mano el puesto inmediato superior, conste que nadie llegó a ese ministerio sin un largo recorrido. Y en esas dos cuadras se quedaron varadas personalidades importantes de indiscutible significación, peso y merecimientos, como Luis Augusto Dubuc, Gonzalo Barrios, Reinaldo Leandro Mora, Lorenzo Fernández, Octavio Lepage, Luis Piñerúa o Rafael Andrés Montes de Oca. El único en subir el escalón fue Carlos Andrés Pérez y le tomó diez años así como enormes esfuerzos.

En la política, como en la vida, lo que fácil llega fácil se va. No puede valorarse con desmesura tal o cual salto, tan afortunado para el aventurero que lo da como infortunado para el país. Nuestra admirada Yulimar Rojas es heroína deportiva no modelo de pista y campo para la política, a menos que nos fijemos en lo que no sale por televisión: su disciplina, entrenamiento riguroso, preparación concienzuda, de donde sí hay mucho que aprender.

Cuidado pues y cuídense que todos hacen falta.

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