Termina el #PrideMonth, pero la exclusión continúa
Entre marchas, conmemoraciones simbólicas y espacios de reflexión se despide otro año más el mes dedicado al Orgullo LGBTIQ+ en el mundo libre, y pese a las conquistas logradas, la exclusión sigue siendo común en varios países. Venezuela es uno de ellos y así lo demuestran estos tres testimonios
El #PrideMonth terminó, pero la exclusión sigue en Venezuela, uno de los pocos países sudamericanos que aún no legaliza el matrimonio igualitario ni el cambio de identidad; y donde el Estado mantiene leyes homofóbicas, como el artículo 565 del Código Orgánico de Justicia Militar que condena las relaciones sexuales en las Fuerzas Armadas. Contra todo esto y frente sus propios problemas, la población LGBTIQ+ lucha todos los días del año.
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Me llamo Liohan, pero todos me dicen Lio.
Por ahora ese no es mi nombre legal, es mi nombre autopercibido desde hace un año, cuando decidí transicionar hacia lo que soy: una mujer trans.
¿Por qué Lio? Porque es parte de mi dead name y todos me conocían así.
Luego quise alargarlo un poquito más porque sentía que sonaba muy vacío. Es como un sobrenombre y no parece un nombre completo. Yo quería que sonará más non-binary y por eso me puse Liohan. Aunque eso no pasa con mi segundo nombre que es completamente femenino: Josefina como mi bisabuela, a quien quise mucho junto con mi abuela y mi mamá. De ellas, por cierto, espero llevar el apellido pronto: me estoy divorciando del apellido paterno porque quiero asumir los suyos, los de las mujeres de la familia.
Crecí alejada de mi padre y eso me trajo varias turbulencias cuando estaba pequeña. Mi mamá no sabía cómo explicarme algunas cosas y yo quería entender cada vez más por qué no tenía un papá como mis amigues del colegio. Por eso decidió llevarme al psicólogo y gracias a esas terapias pude comprender varias cosas, entre ellas el no poder identificarme como hombre.
Esa es una situación difícil, sobre todo cuando eres adolescente y careces de nociones básicas sobre la salud mental. Me la pasaba cuestionándome a diario mi forma de ser. A veces me reprimía tanto que terminaba llorando. Pasé meses deprimida en mi casa. Vivía como en modo avión, en la sombra.
Pero la vida continúa y quise estudiar. Me inscribí en Audioplace, una academia donde forman a ingenieros de sonido. Yo quería eso: me gusta el mundo del espectáculo, pero desconfiaba de mis talentos. Por eso quería estar de negro, tras bambalinas, recogiendo cables u organizando eventos.
Eso cambió el año pasado. De pronto sentí que había llegado el momento de dar el paso y lo conversé con mis amigos. Muchos me apoyaron y decidí transicionar socialmente porque aún no he recibido tratamiento hormonal.
Recuerdo la primera vez que salí vestida como mujer. Fui al Parque del Este con una de mis mejores amigas. Cuando le estaba contando todo lo que me pasaba, apareció un hombre con una cámara. Me preguntó mis pronombres y le dije: “Hola, soy Lio, soy una mujer trans y hoy estoy saliendo del closet”.
A él le encantó y me hizo unas fotografías, fue un buen comienzo.
Después siguió todo lo demás, ya sabes: el trabajo, la casa, los amigos, la gente. Vivimos en un país retrógrado, aunque hay buenas voluntades. En Audioplace, por ejemplo, decidieron aceptarme el cambio, pero eso no pasa en mi trabajo actual. Soy asistente de una empresa en línea que tiene sede en Chipre. Me va bien pero el único sacrificio es ser llamada por mi dead name. El dueño es conservador y no le gusta eso. La muchacha de recursos humanos me dijo que casi la botan cuando se enteraron que era lesbiana.
A pesar de eso me siento una mujer privilegiada. Ganar más de 250 dólares al mes, desde la comodidad de mi casa, es impensable en Venezuela, sobre todo para una persona trans non-binary como yo. Debo ser el 0,1 por ciento.
Pero la verdad me gustaría hacer otra cosa: me fascina el modelaje y el show. Dejé Audioplace por eso, porque reconocí muchas cualidades y talentos que pensaba no tener. Aunque también hay otras exigencias porque tener genes masculinos es todo un tema. Que si no hables, que si ponte el tapabocas, que si aféitate, que si no te recojas el pelo. Uy, no, es tanta la exigencia que tienen las mujeres en ese mundo que a veces me provoca salir y buscar trabajo en una zapatería. Pero eso es más difícil todavía. La otra vez, mientras acompañaba a un amigo a llevar currículos a un centro comercial, le pregunté a la encargada si aceptaban a una mujer trans non-binary como yo en la empresa. Ella, con media sonrisa en el rostro, me dijo en baja voz:
“Nosotros no discriminamos, pero siempre y cuando tengas eso bajo perfil”.
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Yo empecé a transicionar a los 16 y mis padres se dieron cuenta un año después, a los 17. Estaban tan ocupados en lo suyo que tuve que decirles que mi identidad era la de una mujer. Y eso fue un lío en la casa. Mi papá me corrió y tuve que irme a vivir con mi hermana, que me dijo cosas horribles pero que ella juraba que estaban bien, cosas tipo: “Tranquilo, así quieras ser un perro, un gato o un extraterrestre te vamos a querer mucho”.
De su boca nunca salió la palabra mujer y eso me enfureció.
Me encerraron en un cuarto y me quitaron el celular. En ese momento supe que mi vida no podía seguir ahí en ese pueblo. Tenía que buscar la forma de venirme a Caracas donde creía que iba a tener más libertad que en Maturín.
Y eso pasó: hice los trámites para ingresar a la Universidad Central de Venezuela y fui seleccionada para la Facultad de Farmacia. Todo estaba dado para que viajara en febrero de este año, pero las cosas se apresuraron un poco: otra crisis familiar me empujo a dejarlos. Al principio lo iba a hacer yo sola en un autobús, pero mi papá decidió traerme a la fuerza y dejarme en la residencia donde vivo ahora. Él la paga y eso me hace su dependiente.
De manera que Caracas se convirtió en un sueño frustrado de alguna forma. Él siempre llama, pero no me gusta hablarle. La verdad es que si no me respetan quisiera romper con todos ellos. Nunca me pidió disculpas por lo que hizo. Yo solo quiero tranquilidad y un trabajo que me permita vivir bien.
Ahora, con 20 años, solo he tenido una entrevista de trabajo, que conseguí gracias a un amigo, pero aún no me llaman. Es una agencia de marketing, donde me iba a encargar de las redes sociales de varias empresas, de los mensajes que llegan a sus cuentas. Fuera de eso no he encontrado nada. Envío y envío diariamente currículos a varios sitios, pero nadie me contesta.
No sé si tenga que ver con mi identidad, porque el currículo aparece con mi nombre autopercibido: Ada Boada, una mujer trans, que nació en oriente.
Me encanta ilustrar. Esa es mi segunda opción si no consigo nada de aquí a un tiempo. Tengo la presión de conseguir trabajo para convencer a mi papá de que estoy haciendo algo. Las clases en la universidad están suspendidas y yo no quiero regresar a Maturín. No quiero volver a vivir lo mismo. No otra vez. Sueño con poder tener la libertad que tienen algunos en mi familia. Vivir bien, sin tener que deberle nada a nadie. Decir lo que quiera sin que me afecte. Cortar con ellos si no me respetan como soy yo.
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El primero de enero de 2020 salí del closet por segunda vez. Es decir, le dije a mis padres que era un hombre trans, porque antes les había dicho que me gustaban las mujeres. Aunque fue complicado, ellos pudieron entender.
Primero les había dicho que era bisexual, luego lesbiana y después trans. Recuerdo que mi mamá se puso a llorar, me dijo: “Me quedé sin nietos”. Mi papá también se molestó, decía que eso no era natural, que no estaba bien, que era algo de mi edad, una etapa de descubrimiento y todas esas cosas.
Entonces, el tema dejó de hablarse en la casa y cuando se colaba, se hacían los locos para evitar conflictos. Yo también evité comentarles sobre mi novie.
Afortunadamente, poco a poco fueron comprendiendo quién era, sobre todo mi mamá. Vieron que seguía siendo el mismo y que no era ninguna etapa hormonal. Por eso, cuando por fin dije que era trans no hubo tanto drama.
Y eso fue el resultado de meses de preguntas y cuestionamientos. Quería estar seguro de quien era para salir del closet sin titubeos. Todo empezó porque vi un post en Facebook que hablaba de la vida de las personas trans.
Hasta ese momento, la única percepción que tenía yo sobre las mujeres trans era que se trataba de hombres disfrazados de mujeres que se prostituían. Y esa es una asociación muy común en la mayoría de la gente.
Después de investigar y leer pude comprender muchos conceptos y conocer varias experiencias. Entonces me pregunté si yo me identificaba como hombre, porque desde que estaba pequeño me gustaba vestirme muy masculino. Pasé meses pensando en eso: ¿qué tal si para tener un rol masculino empiezo a vestirme de forma masculina? ¿Qué tal si cambio los pronombres con los que las personas se refieran a mí? ¿Qué tal si cambio mi propio nombre? Eran muchas ideas en las que pensaba en aquellos días.
Mi novie me apoyó en eso. Y aunque es una persona no binaria, a veces no entendía mucho porque es un tema nuevo para nosotros. Respetaba mi nuevo nombre y me acompañó siempre. Tenemos una relación de cuatro años y conozco lo que vivió: desde los ocho años no se identificaba como hombre ni como mujer. No entendía la clasificación binaria de la sociedad.
He sufrido discriminación, especialmente por la discordancia entre mi imagen y lo que dice mi cédula, pero soy privilegiado de alguna manera: tengo un empleo en Amnistía Internacional y soy tiktoker. Con eso gano algo de dinero, aunque no son trabajos estables. No es algo con lo que realmente pueda vivir. Espero que esta realidad pueda cambiar pronto, ya estoy recibiendo tratamiento hormonal y mis padres me apoyan con todo el trámite que eso implica. Me hicieron exámenes y hablaron con mi psicólogo.
El otro día me di cuenta de que mi papá había aceptado mi identidad porque lo acompañé a su trabajo y, frente a sus amigos, me presentó como su hijo.
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