«Quería la comida perfecta.
Para ser completamente franco, también quería ser algo así como el coronel Walter E. Kurtz, Lord Jim, Lawrence de Arabia, Kim Philby, el Cónsul, Fowler, Tony Po, B. Traven, Christopher Walken… Quería encontrar -no, quería ser- uno de esos héroes libertinos y villanos sacados de Graham Greene, Joseph Conrad; Francis Coppola y Michael Cimino. Quería recorrer el mundo con un traje sucio de bambula, metiéndome en jaleos.
Quería aventuras. Quería subir río Nung arriba hasta el corazón de la sombría Camboya. Quería cruzar el desierto a lomos de camello, sólo arena y dunas en todas direcciones; comer un cordero entero con los dedos. Quería sacudirme la nieve de las botas en un night-club de la mafia rusa. Quería jugar con armas automáticas en Phnom Penh, recuperar el pasado en un pueblo de pescadores de ostras en Francia, poner el pie en una pulquería de mala muerte, alumbrada con luces de neón en el México rural. Quería burlar los retenes en plena noche con un puñado de paquetes estropeados de Marlboro, pasando como una exhalación delante de la milicia enfurecida. Quería sentir miedo, entusiasmo, asombro. Quería sobresaltos. La clase de estremecimientos y escalofríos melodramáticos que anhelaba desde la infancia, la clase de aventuras que encontraba de niño en las páginas de mis libros de historietas de Tintín. Quería ver el mundo… y quería que el mundo fuera como en las películas”.
(Anthony Bourdain, Viajes de un chef)