Principalmente no debía ser yo el que relatara esta historia, ni mucho menos quien ensayara disertaciones inocuas sobre el sentido póstumo artístico en Venezuela. Hasta para mí resulta algo incómodo tener que plantarme con dicha bandera en ésta montaña desierta.
Una vez más se anuncia un homenaje-tributo-recital a nombre de nuestro querido Cayayo. Sin embargo, ésta vez se complementa la pompa fúnebre con el argentino padre del rock hispano, Gustavo Cerati, así como para cubrir con la misma sábana forense el menú del entretenimiento y variedades preparados por los organizadores del evento.
Hasta donde yo sé Cayayo y Cerati nunca se conocieron. No fueron amigos cercanos, ni se comunicaron nunca directamente. Quizás a través del entorno de amistades que, en algún momento – entre la giras de Soda Stereo en Venezuela o la ida de Dermis Tatú a Buenos Aires, durante la grabación de su único disco “La violó, la mató y la picó»- llegó a ser común. Pero más nada. De hecho la obra musical de ambos difiere estética y compositivamente en todos los aspectos posibles y sólo comparten ese vasto océano de algo que se llama “rock en español”.
Ni siquiera hay una corriente generacional que los vincule y hasta creo recordar que el mismísimo Cayayo me dijo que no le gustaba Soda Stereo. En fin.
Los que tuvimos el gusto de conocerlo sabemos que Cayayo no se caracterizaba por conformarse con casi nada. El sentido esencial de su personalidad estaba marcado por la genuina provocación contracultural. Era enemigo del mainstream y tenía serias reservas con la comercialización de la cultura y el “menudeo” de su talento. Aquel manifiesto de vida no era solo un avatar de su asombrosa impronta estética –era inevitable quitarle la mirada de encima-, sino el catalizador de la dinámica de todos su actos, de su obra y de su indomable espíritu.
De hecho, recuerdo que alguna vez llegó tumbando puertas a la redacción de Urbe porque la marca de refrescos “Hit” había publicado una página de fotos “sociales” en donde aparecía de cuerpo entero, entre la gente que había asistido a una fiesta.: “¡Yo no quiero nada con esos chupasangre!”, me dijo exaltado cuando yo llevaba la jefatura de ese semanario, el cual, por cierto, tampoco gozaba de su total aprobación.
Ya en otras oportunidades me he referido a la absurda interpretación que hacen los entes especializados sobre el movimiento de rock nacional. De cómo y por alguna extraña razón que desconocemos, se ha pretendido “gubernamentalizar” la música popular hecha por los jóvenes en Venezuela a través de una supuesta institucionalidad que legitima algo que –principalmente- es una expresión creativa de libertad plena: la música. Océano infinito del desencadenamiento de la sublime inspiración.
Llámelo ministerio del rock. Llámelo fiscalía de la música. Llámelo Fundación.
Una suerte de monarquía imperial sin sucesiones, en donde un grupo de “iluminados” decide quiénes son o no parte del movimiento; cómo y cuáles son las corrientes del momento e incluso quién suena en la radio y quién no.
No hace falta subrayar nuevamente que los grandes sucesos de la historia del rock-pop nacional no salieron de un biombo, sino de las calles de Venezuela. No fueron seleccionados por un comité pre-olímpico “calificado”, sino que se forjaron a punta de sudar y romper cuerdas: Los Amigos Invisibles, Caramelos de Cianuro, Desorden Público, Zapato 3, Sentimiento Muerto. Y ni hablar de Dermis Tatú, por supuesto.
A mi modo de ver, la Fundación Nuevas Bandas nunca ha ido a socorrer a ese – mal herido – rock de Venezuela, representado en sus únicos protagonistas: los músicos, compositores y creadores.
Esta especie de secta religiosa, más bien se ha dedicado a cultivar su propio protagonismo que, si bien ha forjado cierta cronología bibliográfica “rockera” autóctona, también ha destinado gran parte de su historia a ocupar espacio y exposición en los medios de comunicación idealmente destinado a músicos, productores y realizadores de esa pequeña industria cultural a través de una oficina de prensa que, más bien, paga y se da el vuelto.
¿Dónde están las promesas a los ganadores de los “Festivales de Nuevas Bandas” de los últimos 20 años?, ¿Dónde están las grabaciones internacionales y los contratos millonarios? ¿Dónde quedó, por ejemplo, el talento de bandas como “El Pacto” de Barquisimeto, solo por nombrar alguna al azar?
Porque en tanto tiempo nunca se dignificó – a través de esa «prestigiosa» institución- el sueldo de músicos y técnicos que luchan por sacar adelante sus vidas haciendo lo que les gusta. ¿No sería acaso –esa- la misión primordial de una fundación de grupos de rock? Como sucede en varios países de la región, en donde un “músico de bar” no cobra menos de cierta tarifa legalizada. Para poder vivir. Para poder seguir desarrollándose como cualquier otro artista universal.
Volviendo al tema del evento. Aparte del conocido Octavio Suñé, músico, compositor de trayectoria y líder de la agrupación La Nave durante la década de los noventa, ¿Quién decidió “el cartel” para esa presentación?
Cayayo no falleció en el siglo XIX, ni tampoco en los años sesenta y sus más cercanos amigos y colaboradores están por ahí dando tumbos, trabajando en el medio, haciendo música, sacando adelante sus vidas y sobre todo, recordando a su querido amigo desaparecido ya hace 16 años.
¿Dónde está “Cangrejo”, “El Chacal”, Iván “Larra”?, ¿Por qué no tocan en ese escenario Sebastián, Pablo o Alberto?, ¿Por qué Luis Poleo no pone las proyecciones? ¿Por qué Andres Manner no toma las fotos del poster de la invitación? No sé.
Si bien es cierto que en la última etapa de su vida, Cayayo trabajó mano a mano con la Fundación Nuevas Bandas a través de la productora Los Insólitos y principalmente en torno a un gran cliente de bebidas gaseosas, también puedo decir aquí con total lucidez que recuerdo como, por ejemplo, los mismos involucrados en la organización de este evento que hoy nos concierne, quienes elaboran solemnes discursos en su nombre, se mofaban de “Cáyo” porque no tenía un teléfono celular o por su desconcertante apariencia: “si eres ´quemao´…el monstruo de Mamera y tal…”. Así lo presencié en alguna oficina de dependencia culturosa.
Como dije al principio, lo expuesto aquí no forma parte de ninguna denuncia ni declaración dirigida y honestamente, no temo ser señalado, ni tachado por lo que digo. No sería la primera vez.
Pero yendo más allá y siendo amigo cercano de su hermana Miriam y su cuñado Neil, cabe la pena preguntarse: ¿A dónde van a parar las ganancias devengadas por este evento? ¿Los herederos legítimos de ese genio creador reciben algo de la taquilla? Nada.
Lo que básicamente pretendo recordar aquí es lo que realmente importa de todo este asunto que es –innegablemente- la memoria de Cayayo y lo que viene a ser su principal legado, que no era otra cosa que una conducta. Una postura de guerra frente a la sociedad moderna.
La rebeldía no se consigue usando “converse” y franelas de Nirvana con koala, sino en lo profundo de nuestros anhelos y sentimientos, los cuales casi siempre se alcanzan sobre las alturas de la abstracción musical de quienes componen, hacen y arreglan la música. No de sus comentaristas oficiales autoproclamados. Ni de reproductores de oficio con cara bonita.
Sacar provecho del talento ajeno es una tarea fácil. Lo difícil es rasgar el alma de los seres humanos.
Ya lo decía el polémico homenajeado en cuestión:
“…Encubadores de ideas, no vengan con que me van a chupar. Cada quien que vuelva a su hoyo como si fuese hogar.”
*La opinión de los articulistas y editores no forma parte necesariamente de la visión editorial de UB y el estimulo.