Venezuela

El chavismo hoy: la oposición de ayer

Al chavismo le tomará mucho tiempo llegar a un parámetro compartido y útil que les permita visualizar con claridad las causas de su derrota y el desarrollo de una estrategia sólida de poder.

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El comportamiento del chavismo y su alta dirigencia en esta hora guarda muchas similitudes con el que alguna vez evidenció la Oposición a finales del 2004, cuando ni siquiera existía la MUD, poco después de la derrota asestada por el propio Hugo Chávez en el Referéndum Revocatorio.

Entonces, como ahora, los derrotados fueron madrugados, y la realidad mandó un brusco dictamen destinado a vulnerar la íntima convicción de sus dirigentes y activistas.  En 2004, la oposición civil y política estaba convencida de que el país verdadero y mayoritario era el que protestaba por la televisión comercial. El gran «país nacional» que siempre hemos conocido.  En 2015, los chavistas parecían seguros de que la memoria emotiva de Hugo Chávez seguía viva, que todo pueblo consciente siempre hace sacrificios, y que el voto castigo era un dispositivo inexistente: el chavismo es el pueblo, y ningún pueblo se castiga a sí mismo.

Los derrotados no acusan recibo inmediato de lo que les sucede. No son capaces de interpretar de forma oportuna las señales de cambio que envían las masas. El ajuste puede tomarse su tiempo. El país se ha pasado muchos años creyendo que la verdad de los chavistas es la única verdad.   El resultado se concreta, y podemos verlos entonces, hablando todavía el idioma aprobado en el Comando de Campaña. Negados a interpretar variables que ni siquiera habían previsto en un ejercicio de simulación.

La realidad madruga a las hegemonías, con más frecuencia de lo que algunos piensan,  porque el invicto en la política, como en la vida, no existe. Los políticos que alardean de sus invictos en realidad son dictadores. Se sirven de las contradicciones que ofrece la realidad para abrirse paso con sus cuestionamientos, y al llegar al poder liquidan el debate público, esto es, liquidan la política.

En 2004, con un subestimado Hugo Chávez a punto llegar a su mejor momento, el chavismo hablaba, con cierta razón, de “los disociados del oposicionismo”.   Aludía a los sectores más intransigentes de las corrientes democráticas, que insistían en denunciar la existencia de un fraude, y que siguieron completamente convencidas de formar parte de un país mayoritario.  Tomó tiempo que termináramos de aceptar que existía una realidad más amplia, la de un país que no estaba votando y que no siempre retrataba la televisión. Los dominios de la pobreza extrema fueron atendidos con más eficacia y prontitud y convertidos por Chávez en el capital de su proceder como político.

El de la disociación, hoy, es el síndrome vigente de la jerarquía psuvista. Despechada, porque la población les ha dado la espalda, a pesar de que regalan taxis y  distribuyen canaimitas. Diosdado Cabello y Jorge Rodríguez pensaron que el movimiento que conducen podría soportar una realidad sin medicinas, sin comida, sin productos para la limpieza y sin repuestos, y que bastaría para acusar a los empresarios, callar a las televisoras y recordar un poco a Salvador Allende para atenuar la circunstancia.

Esta clase de apagones no tienen, a mi parecer, nada de particular. Forma parte de la secuencia de altas y bajas de quienes protagonizan el ejercicio del poder. El viento sopla a favor de algunas cosas y luego de otras. El 4 de Febrero de 1992, en un discurso que la historia no ha terminado de evaluar en su justa dimensión, Rafael Caldera se lo dijo a otro conspicuo elenco de dirigentes anestesiados en el laberinto de sus propias verdades, los diputados adecos y copeyanos de aquel entonces: “no es posible pedirle a un pueblo que se inmole por la libertad y la democracia, cuando ni la libertad, ni la democracia están haciendo nada para darles de comer”.

Lo afirmado por Caldera es tan cierto, que hoy se lo podemos recitar a los chavistas: “no es posible pedirle a un pueblo que cuide el legado revolucionario y sea leal con el Comandante si está haciendo colas comprar comida o si no tiene para darle a sus hijos de comer”.

También en el viejo Congreso Nacional hubo voces escandalizadas ante lo afirmado por Caldera.  Personas convencidas de que las mayorías estaban felices con la democracia sólo porque ésta se empañaba en decir que lo era. Lo mejor era no hablar de eso: el programa de ajuste de Carlos Andrés Pérez iba a sacarnos de un momento a otro del problema.  Pretendían que la gente saliera a marchar para defender las libertades públicas mientras devengaba sueldos de hambre, no podía comer, o lo hacía muy mal. Peor todavía: hubo personas que pensaron que el problema de Chávez, el mar de fondo que lo hizo aparecerse entre nosotros, se reducía a lo que había afirmado aquella mañana Rafael Caldera.

Al chavismo le tomará mucho tiempo llegar a un parámetro compartido y útil que les permita visualizar con claridad las causas de su derrota y el desarrollo de una estrategia sólida de poder. A la Oposición, que ya tiene un enorme trabajo adelantado, le tomó unos 15 años entenderlo.  El  chavomadurista es un mando fragmentado, con diagnósticos excluyentes, con muchos intereses creados.  Los chavistas tienen con el Plan de la Patria un vínculo casi shamánico. Solo Hugo Chávez habría tenido los arrestos y la autoridad para iniciar una deconstrucción conceptual, parcial o total, de sus contenidos, sin con eso lograba salvar su proyecto.  Maduro no puede hacer eso; no sabe cómo y no quiere hacerlo. Los llamados a “realizar una profunda reflexión” o a convocar asambleas populares para “ejercer la crítica y la autocrítica”, no son sino lo que lucen: ejercicios teatrales sin contenido para ofrecer una mediana idea de responsabilidad y liderazgo.

Las cosas se agravaron demasiado. Algo parece haberse roto. Los costos de una verdadera “autocrítica” chavista, que de verdad comporte correctivos, son muy altos: tendría que empezar el chavismo por reconocer su responsabilidad en la crisis fiscal y cambiaria del país; su paternidad sobre la inflación y la escasez; la corrupción generalizada de sus mandos, la indolencia ante el crecimiento del hampa. Quedarían en evidencia los escandalosos daños al patrimonio nacional. Si la autocrítica se hace completa, tendría el chavismo que terminar cuestionándose la Fe.

Por eso es que, cuando toca autocriticarse, los articulistas chavistas solo pueden llegar a la diminuta escala del “se han cometido errores”. Dirán, de nuevo, que “hay adecos con boinas rojas en la revolución,” o aludirán, sin nombres y sin casos, los prejuicios “ del morbo de la corrupción”.  No hay metódica ni discursiva que les pueda ahorrar la travesía en el desierto que se les aproxima. La gravedad de la crisis que se han negado a reconocer, y la recurrencia en sus procedimientos, permiten avizorar que, perdidos, erosionados, huyendo en el laberinto, divorciados de lo que piensa la población, los chavistas se pasarán un buen rato más.

Con enormes diferencias en lo tocante a la responsabilidad, así le sucedió a los dirigentes del Pacto de Punto Fijo en los años 90 y a las fuerzas civiles de la Oposición antichavista en 2004. Hoy, les ha llegado de nuevo su hora.

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