Venezuela

Buscando la Navidad en Caracas

En Juguetelandia, una tienda cuyo nombre pudiera asociarse con Navidad, son las 5:00 pm del jueves 15 de diciembre y adentro solo hay una clienta. En el bulevar de Sabana Grande, niños descalzos fuman cigarrillos y policías se desplazan con escudos antimotines.

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Los cajeros automáticos del Banesco de Chacaíto están desiertos. Muy cerca, los cinco miembros de una familia, incluidas dos menores de edad en llanto, se gritan unos a otros con palabrotas, algunas de ellas mal adaptadas al género femenino como es usanza en el vocabulario oficial.

Se refieren a un vigilante de Farmatodo como “viejo pajúo”. Se dedican a hurtar productos de los estantes de la farmacia, lo ventilan a viva voz frente a los transeúntes que apuran el camino al Metro y denominan esa actividad con la palabra trabajo. “Yo se los dije: la China no se iba a dejar agarrar, pero la hermana sí. Ya yo tengo tres caídas ahí. Pero esa es una menor, a esa la van a soltar”, sermonea el único varón del grupo.

Yo también tengo un trabajo que no lo parece: he sido enviado exclusivamente a escuchar de qué hablan los caraqueños en puntos céntricos como Sabana Grande y Las Mercedes. A tratar de indagar si son felices cuando faltan pocos días para la Navidad de 2016. Soy un ángel del catolicismo: siempre es necesario aclarar que no todos somos rubios y papirruquis como mis supervisores del tercer coro, Gabi y Miqui. Por si este informe cae en manos humanas, una referencia acerca de mi ocupación podría ser una película de 1987 en blanco y negro, El cielo sobre Berlín.

En este país con una luz decembrina privilegiada jamás podría filmarse una película en blanco y negro, mucho menos una muda con tanta música a todo volumen, aunque he observado conductas esquizoides desde que llegué hace una semana. Por supuesto, me leí la carta del cardenal Pietro Parolin y he tratado de documentarme lo más posible, aunque sigue habiendo muchas complejidades que no comprendo.

Desde que llegué hace una semana, por estas calles dos han sido los grandes temas de conversación: primero el descuento de 30% cortesía de un tal Sundde, que al principio confundí con un tipo de helado pero que en realidad parece que se trata de un dilatado y desangelado Black Friday local; y luego, desde el domingo pasado, no he escuchado hablar casi de otra cosa que no sea el billete de cien.

– Una cola aquí, otra más allá –

El sábado 10 de diciembre había largas colas, a veces más bien tumultos, en las tiendas con la oferta del señor Sundde (el apellido me suena escandinavo, quizás esté relacionado con el mito nórdico de Papá Noel) y en los cajeros automáticos. Me acerqué a una de esas aglomeraciones en una tienda de zapatos de dama custodiada por un efectivo militar y le escuché un extraño comentario a una joven que usaba por primera vez la aplicación de calculadora de su teléfono celular para restar el 30%: “Yo le dije a mi amiga que trabaja en la otra zapatería: ¡marica, cuando te caigan me avisas!”.

Días después las colas interminables pasaron a las puertas de los bancos y a las panaderías que aceptan tarjetas de débito y que tienen pan. En el bulevar, los comerciantes informales (tan o más numerosos que los paseantes) han hecho chistes acerca de ambas situaciones. “¡A este pan lo agarró el Sundde!”, voceaba uno que revendía las canillas que había comprado en la panadería. “¡Sí te acepto los billetes de cien!”, exclamaba un vendedor de cigarrillos. A una muchacha con tostones de plátano a 700 bolívares le escuché un comentario todavía más confuso: “Me puedes pagar con billetes de cien, pero no todos. Solo uno o dos”. Al parecer todo se debe a algún tipo de reconversión monetaria de una aceleración inédita.

Las opciones de tentempiés incluyen jojotos, canelones de chocolate, torrejas delgadas como papel, dulces de coco, mango con sal y cotufas, casi todo en tamaño degustación. Aunque a todos estos emprendedores populares la cosa se les complicó en extremo sobre todo a partir del miércoles. “Los que me vienen a preguntar es porque quieren deshacerse de los billetes de cien. Fue un día perdido, y como yo, millones”, le oí el jueves a un vendedor de café amargado (el vendedor y el café).

– Guasón en vez de Santa Claus –

Señales externas de la Navidad: extremadamente pocas. Aunque eso sería lo de menos. En todo el bulevar de Sabana Grande, cerca de unos curiosos árboles cuyos troncos son más altos que las ramas, solo un nacimiento gigante cuya figura central, por cierto, es uno de mis colegas estilizados con alitas de pollo. Como un funesto presagio, un artista urbano ha dibujado en tiza sobre los adoquines al Guasón de Batman, no algún motivo pascual. Me he acercado a una de las colas de las panaderías y he escuchado toda clase de visiones apocalípticas y teorías de conspiraciones.

“Vengo haciendo recorrido desde la Selva de Chacaíto para conseguir pan”, relata una señora a otra. “La broma del descuento es pura mentira. ¿Cómo es eso que tienes para comprar zapatos y ropa, pero no para la comida? Yo prefiero que mi chamo se pare y tenga una arepita en el estómago antes que unos zapatos”, cuestiona una joven madre como si ambas cosas fueran extremadamente excluyentes. “Dos panes no son nada para una tropa. En mi casa somos ocho y ese pan es puro aire”, lamenta un padre de familia. “Aquí en la avenida Francisco Solano, la cosa más horrible que he visto: la gente hace cola para revisar las bolsas de los restaurantes. Hasta señoras bien vestidas”, se escandaliza una mujer de edad madura.

“Esto es una estrategia del gobierno para mantener a la gente ocupada. Tú ya no ves gente en la calle. La mitad de la población está en una cola, así como estamos nosotros aquí. En un banco, en una panadería o en un supermercado. Y mientras tanto nombraron los rectores”, especula un hombre con botas altas de caucho. Otra madre: “Mi hijo me dice: mamá, sueño con un plato de espagueti y un pedazo de pollo frito”.

El malestar parece unisex. Aprovecho para aclarar de una buena vez que nosotros sí tenemos sexo: conozco un amigo que es el ángel de paz de la cantante Belinda.

– La vendedora de cerillas –

En Las Mercedes, el sábado 10 bailaban disfraces de Santa Claus, Mickey y Minnie frente a una desolada venta de pinos navideños (desde 40.000 bolívares) al lado de una clínica veterinaria abandonada y vandalizada. Un señor hecho y derecho llamado Alfredo Romero, a quien me gustaría parecerme cuando me corten las alas, recogía donaciones para presos políticos. Curiosamente, en las tiendas de este sector (otrora próspero, me dicen en coro los tronos) todavía no ha venido el señor Sundde.

Me cuenta un amigo serafín que en el poco concurrido centro comercial Paseo llegó a haber uno de los arbolitos más grandes de la ciudad y un nacimiento con trencitos de juguete. De todo eso sólo quedaba una muchacha que vendía chicha y leía Los cuadernos de Maya de Isabel Allende. Algo sorprendente es que casi no ves juguetes en ninguna aparte, excepto algunas imitaciones de muñecas Frozen.

En las colas en las puertas de los bancos del miércoles 14 la atmósfera no era mucho mejor. “¡Ya pasaron muchos de la tercera edad! ¡Ahora pásennos a los de la otra edad!”, chillaba a un vigilante una muchacha que poco después rezonga: “Qué abusador ese maldito hijo de puta”.

Un joven de cachucha volteada se preguntaba en voz más baja: “Uno deposita con una desconfianza de que… ¿esa vaina después tendrá fondos?”. Un señor pronosticaba: “Esto va a ser como la cola del pan: se acabó y todo el mundo para su casa”. Una dama se justificaba ante otra que, molesta, le hacía algún tipo de reclamación territorial: “¡Yo marqué la cola temprano, pregúntele al chamo del kiosco!”.

Más teorías conspirativas: “Todo esto fue porque no había plata para los aguinaldos. Este ha sido el peor diciembre para todo el mundo”. Otra: “Esta vaina la aplicaron en Cuba en 1961 y se quedaron con la plata de todo el mundo”. El comentarista de color, cual partido de fútbol: “El portero no está creyendo en barriga, aquí se están metiendo en la cola preferencial hasta con almohadas”. Una embarazada preocupada: “Los pañales de tela que mi mamá usaba me los sacó todos y me dijo: yo sabía que algún día se iban a necesitar”.

Me detengo distraídamente al lado de dos agentes de la PNB con escudos antimotines en Sabana Grande y capto este diálogo indescifrable (desafortunadamente carezco de poderes para leer pensamientos, solo puedo hacerme el invisible): “Los supervisores se quedaron como con 2.000 dólares. Por eso cuando explotó el peo anoche yo me fui y los dejé solos. Eso les pasa a los que ganan y después no te llaman”.

Me le acerco a una pareja de novios de edad madura que habla en un banquito en el bulevar y la conversación es digna de Hans Christian Andersen. “Compré un aceite y no compré más nada. Saqué de la caja de ahorros y sigo debiendo. El mundo se acabó”, lamenta él, y ella le consuela: “Yo sé lo que se siente, yo sólo compré dos jabones y un paquetico de café. Pero lo importante es que tienes tu familia y tienes por quién luchar. A mí con tu presencia me basta”.

Cerca, una chica más joven le grita al novio: “Marico, ¿dónde hay mantequilla? Todo el mundo está viniendo con una mantequilla en la mano”. Hasta los anuncios pegados en los muros son igual de perturbadores: Alquilo anexo y vendo alambre de púa, dice uno. Tengo lavacabezas, se lee en otro.

– Todavía es de día –

He visto mucho mundo pero todavía me estremecen los menores en situación de abandono. Aquí los puedes conseguir en estos días especialmente en los alrededores del Gran Café, del Beco de Chacaíto (muy cerca de un harapo de bandera de Venezuela izada en la Plaza Brión) y también unos pocos más en la plaza Alfredo Sadel de Las Mercedes. Un precioso querube más veterano en estos lares me dijo que hasta se filmó una película en los años 80 sobre el tema, En Sabana Grande siempre es de día, pero que luego supuestamente todo se había solucionado cuando el presidente anterior prometió cambiarse el nombre si quedaba un niño que oliera pega para aliviar el hambre.

Hoy algunos caminan por los adoquines sin zapatos y los ves fumando o defecando en los respiraderos del Metro. Otro de ellos, que llora, anda incluso sin pantaloncillo corto y se cubre con una sábana sucia, mientras un muchacho un poco más grande se burla: “Menor, el short que tenías te lo cagaste”. Algunos se agolpan ante una tienda de discos de Blu-Ray para ver películas en una pantalla gigante de alta definición: “¡Van por las piedras!”, gritan cuando se produce el asalto final de los bandidos de The Magnificent Seven. En Chacaíto, una mujer de aspecto hombruno a la que llaman La Gorda se acerca a dos niños descalzos (apodados por ella Minimí y Cachorro) y les da cigarros. A uno de ellos le deposita una pequeña pastilla rosada en la lengua.

Como enviado del Vaticano trato de observar y no tomar partido, pero si mi supervisor (un arcángel al que le decimos el Chamo Gabriel) me pregunta en dónde he visto el espíritu de Navidad durante esta semana en Caracas, le responderé: en un lugar donde todos los días y a toda hora he visto colas más largas que en cualquier tienda con 30% de descuento cortesía del señor Sundde. Un lugar donde la gente está dispuesta a esperar horas para pagar con tarjeta de débito e invertir el equivalente a 10% del sueldo nominal mínimo (27.000 bolívares) en algo que no le durará más de unos minutos en la boca, pero que es uno de los pocos productos que, en medio de la mezquindad en los alrededores, les hace recordar que alguna vez fueron un floreciente país petrolero: una barquilla de chocolate con dos bolas de helado de la pastelería La Poma.

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