Por ejemplo, a algunos les resulta intragable que el régimen sea socialista. No les basta con que ellos se autodefinan así, que usen el rojo comunista, que se babeen por la experiencia castro-comunista, que añoren el poderío de la extinta unión soviética, que deliren por el maoísmo y que usen esa jerga tan pueril donde lucha de clases se combina de mil y un maneras con las culpas del capitalismo.
No les basta ninguna certeza porque de lo que se trata es de resguardar el corazoncito socialista, la oportunidad de llegar ellos al poder para demostrar que son ellos y no los demás los que están llamados a hacer las transformaciones que el país necesita, y que el gobierno en sus manos se va a comportar como un animal feroz pero domesticado que va a lograr la justicia social y la redención de los venezolanos. Los que así se comportan son los perdonavidas del socialismo del siglo XXI.
Lo mismo ocurre con la práctica de la unidad. La hemos convertido en el sancta-sanctorum de la política venezolana. Y ciertamente hemos logrado que, cuando hay elecciones, se acuerden unas planchas únicas que representan la puja entre los partidos que tienen algún poder fáctico, o alguna capacidad de convocatoria.
Hemos conseguido la fórmula para evitar la dispersión electoral frente a un adversario monolítico. ¿Pero qué nos dice la realidad sobre la unidad política? Que no hay tal unidad, que no se reúnen, que no hay plan estratégico, que cunde la improvisación y la indisciplina, que entre ellos hay más suspicacias que confianza, que no han podido consolidar un pacto político para manejar una posible transición, que el dinero para la política no fluye apropiadamente para proyectos de envergadura porque se lo quedan los partidos para hacer propaganda, que los personalismos son una presencia inmutable, y que frente al régimen hay más de una posición, unas más dispuestas a negociar, y otras más frontales.
Entre esas dos posiciones hay sabotajes constantes, las encuestas son una mascarada que encubren posiciones adelantadas y vetos inaceptables, y para colmo, la unidad se ejerce como una ocupación secundaria, part-time, sin organización y sin estructura.
No hablemos de la legitimación de los liderazgos, porque hace tiempo que no se le pregunta a la base qué opinan de sus dirigentes. Pero a pesar del cúmulo de pruebas de lo dicho, algunos se niegan a revisar, impugnar o proponer un cambio.
Ellos mismos han prometido más de una vez un reacomodo que nunca llega, y que se hace al margen de las demandas de la opinión pública. Y cada vez que surge un reclamo, los perdonavidas salen a controlar los daños, y a resguardar una unidad que pierde una oportunidad tras otra. Los que así se comportan son los perdonavidas de la MUD.
El diálogo es otra circunstancia secuestrada por una extraña versión de los “illuminati” vernáculos. Sin importar con lo que ocurrió en la primera edición de la mesa de negociación y acuerdo del 2003, sin revisar a qué han conducido todos los diálogos planteados y practicados desde el 2014, y sin haber podido procesar todas las artimañas montadas en los últimos 120 días de reuniones mediadas, todavía hay un grupo de políticos e influencers que defienden estos diálogos como mecanismos idóneos para superar la crisis.
Hasta la náusea hemos tenido que tolerar que algunos personajes de opereta hayan salido a los escenarios de la opinión pública rasgándose las vestiduras e investidos de “lo políticamente correcto” para enunciar que esos diálogos son lo único que nos salva de una guerra civil. Mientras las élites lucen desconcertadas y víctimas de una falsa decencia política, los perdonavidas no logran atajar que los vacíos de cordura son aprovechados por quienes dirigen este experimento político y saben de la contraparte está enredada en falsas convicciones y un desorden tal que las inhabilita para cualquier desafío real que se plantee desde la calle.
Bien les haría que se leyeran el libro “Apaciguamiento” de Miguel A. Martínez M., para comprender la trama “que consiste en ceder progresivamente, sacrificando los propios principios y valores, ante las acciones de fuerza de un oponente que no respeta ningún límite, permitiéndole que tome lo que quiere, y que suele ser muchas veces, no la consecuencia de una política deliberada, sino el resultado de una inhabilidad –que nace de errores de cálculo, contradicciones, temores, vacilaciones y no pocas dosis de buena voluntad– para lidiar con este tipo de oponentes”. (Entrevista al autor, realizada por Rodrigo Blanco).
Otro aspecto caro a los perdonavidas venezolanos es el intervencionismo del estado. Quieren un gobierno que les garantice tarifas baratas y los proteja de los rigores de la competencia. Son los que por vocación medran de la propiedad ajena, y que en conjunto son el principal obstáculo para la libertad de mercado. Les encanta, por ejemplo, que las tarifas de telecomunicaciones sean insulsas, pero exigen buen servicio.
Son felices si logran arrendar un apartamento porque saben que el gobierno los va a proteger sin que tengan que pagar un canon razonable. Si tienen un empleo son reposeros porque esperan que las inspectorías laborales los protejan. Los mismos gozan un mundo cuando el gobierno expropia una fábrica de juguetes, una empresa de desinfectantes o todo el sector de línea blanca. Les importa poco el día después, en términos de desempleo y cierre de empresas.
Viven al día y alimentan a esos “héroes de cartón” que gustan de salir en cadena nacional ejerciendo un autoritarismo testicular, unos remedos de héroes de comiquita, cuyos excesos explican mucho de la tragedia económica que vivimos hoy.
Estos métodos están condenados al fracaso porque conducen a la creación de situaciones envilecidas de cualquier momento anterior, pero nadie lo dice, nadie está dispuesto a ponerle un límite, porque el populismo se nutre de la irresponsabilidad sistémica en la que unos y otros están disponibles para el saqueo de la propiedad ajena.
El populismo también tiene sus perdonavidas. Ofrecer incluso lo inaceptable es una moneda estable entre los venezolanos, que después fingen el haber sido engañados. Una somera revisión de cualquier oferta política, la del socialismo del siglo XXI, pero también la del progresismo que quiere sustituirlo, indican que ningún político se pregunta si conviene a la salud del país, cómo se va a pagar, si es sostenible en el tiempo.
Planes electorales son la mejor demostración del desprecio que se tiene por la gente y la pobreza discursiva de nuestros políticos. Todos juegan al rentismo, todos ofrecen distribuir lo que antes nadie ha producido, todos ofrecen redención y riqueza sin preocuparse quién lo va a pagar, y a cuenta de qué. Y todos lo hacen con cinismo, como afrenta al adversario, elevando el desafío, y haciendo de la seriedad un estorbo que no están dispuestos a conservar. Kaiser y Alvarez (2015) dicen que la mentalidad populista es liberticida.
Necesitan un estado grande para ordeñarlo irresponsablemente. Requieren un sector privado intervenido para saquearlo. Necesitan masas y no ciudadanos, para manipularlos y transformarlos en huestes de seguidores que aplauden fácil cualquier despropósito, y votan con la inconciencia propia de las turbas. Nuestra política venezolana está llena de usufructuarios y defensores del populismo, aduciendo que “este pueblo no entiende de otra cosa”.
Los dictadores y tiranos se aprovechan de la confusión ideológica y estratégica que suele cundir en el bando que debiera confrontarlos. Von Misses advertía contra la supervivencia del espíritu que eleva al poder autocrático a los bribones de la política. Es lo que queremos designar en este artículo como los perdonavidas del socialismo del siglo XXI.
Este espíritu -dice Mises- “inspira los libros y periódicos, habla por boca de profesores y políticos, se manifiesta en los programas de los partidos, las obras teatrales y las novelas. Mientras tal espíritu prevalezca no podremos esperar que existan la paz duradera y la democracia, que salvaguarde la libertad y que mejore progresivamente el estado económico de los pueblos”.
El partido de los perdonavidas es la suma de todas las confusiones. La última de ellas es la que coloca todos los huevos en la canasta de las elecciones regionales. Unas elecciones que se dan en el marco de una tiranía, con los poderes públicos intervenidos, una Asamblea Nacional humillada y un TSJ que dicta la pauta del más ominoso centralismo totalitario. Pero allí están los perdonavidas haciendo su trabajo. Acusando a los que se oponen de querer fomentar el abstencionismo, proponiendo las elecciones como única salida, atreviéndose a una nueva ronda de diálogos, esta vez para negociar un calendario electoral.
Repitiendo de nuevo la elipse perversa de mentiras, medias verdades y argumentos fraudulentos por los que seguimos aquí, viviendo esta opresión sin que se aprecie por ningún lado una salida. Los perdonavidas del socialismo del siglo XXI ofrecen laberintos insolubles, una y otra vez, para que todos los demás perdamos vida, libertad, propiedad y tiempo. ¿Es tan difícil concebir que unas elecciones, en este contexto de tiranía, nos deja en la misma condición?