Venezuela

El arrullo de las explosiones en tiempos de guerra

Ahora soy madre antes que periodista. La tarde de este sábado 29 de julio lo comprobé. Tomás y yo vivimos tres horas entre detonaciones, gritos y el terror de la incertidumbre. Manifestantes y uniformados se enfrentaban justo en la calle de mi casa y yo dentro, con puertas y ventanas cerradas, trataba de calmar mi desesperación mientras amamantaba a mi bebé de cuatro meses.

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FOTOGRAFÍA: IMAGEN DE REFERENCIA | ANDREA HERNÁNDEZ

Cada explosión de un disparo o mortero hacía temblar la cama. Tomás se sobresaltaba y se desprendía del seno. Abría los ojos extrañado y buscaba mi mirada. Yo le cantaba, lo acunaba fuerte entre mis brazos para que encontrara consuelo en mi pecho.
A las 4:30 de la tarde, un grupo de más de diez funcionarios del Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro (Conas) tomó la avenida Florencio Jiménez, al oeste de Barquisimeto.
“Están armados. Son colectivos”, gritaban vecinos confundidos desde los edificios cercanos. Uno de los hombres, con casco y chaleco negro, apuntaba con una pistola a los manifestantes. “Vente pues, bruja, jala bola de Maduro”, respondían los encapuchados al tiempo que lanzaban piedras para correrlos.
Dos tanquetas llegaron y se apostaron en una esquina. Funcionarios de la Guardia Nacional y Policía Nacional Bolivariana también se acercaron. Perdigones y pistolas contra piedras y cohetones. Un despliegue de uniformados contra diez manifestantes que decidieron mantener cerradas las calles con barricadas tras la prohibición del ministro de Interior y Justicia, Néstor Reverol, de protestar durante los días previos a las elecciones convocadas por el gobierno para la Asamblea Nacional Constituyente.
“Dios mío, están disparando a las casas. Hay bebés ¿A quién pedimos ayuda? ¿Qué podemos hacer?”, tuiteé desesperada. No para informar, sino para manifestar mi miedo. Fue el primer indicio de que ya las prioridades cambiaron. Una parte de mi se moría por salir a la calle, tomar fotos, grabar. La otra, con mayor peso, me mantenía dentro con Tomás.
Cuando logré que se durmiera, lo dejé en la cama y salí a asomarme por la ventana. Escuché un disparo ensordecedor. Uno de los PNB accionó su escopeta llena de perdigones que fueron a parar en el patio de la casa. Me devolví aterrada a ver a mi hijo. Estaba rendido. Se había acostumbrado al arrullo de las explosiones. Al “boom” que retumbaba en sus oídos desde hace una semanas, cuando se intensificaron las protestas por donde vivimos.
Los manifestantes encapuchados rompían botellas en la calle para impedir el paso de las motos. Las piedras resonaban en el techo y caían muy lejos de su objetivo, en el jardín. Las cacerolas, pitos, maldiciones y el llanto ahogado de unas mujeres que observaban todo desde las escaleras de los edificios ubicados detrás de la avenida, completaban el conjunto de sonidos escalofriantes.
Los “cuerpos de seguridad” querían allanar. Por mi mente pasó la película de los funcionarios prepotentes (que se saben premiados si maltratan y agreden) que llegaban a mi casa y se metían en los cuartos, revolvían todo y nos acusaban de lo que a ellos les diera la gana. No hacía falta pruebas… Pensé en mi hijo, que ya se había despertado y lloraba intranquilo para que lo cargara.
En el grupo de whatsapp de mi familia, mis tías y mi prima, que logró salir del país hace unos días, mandaban notas de voz llorando preguntando por la abuela y pidiendo que nos resguardaramos.
Fueron tres interminables horas. Cuando todo se calmó. Me atreví a salir al patio y a asomarme nuevamente a la ventana. Los muchachos volvían a colocar los postes y escombros que los uniformados quitaron. “Van a volver y aquí los esperamos… Seguirá la guerra”.
La guerra… Una guerra que cada día acaba con la vida de más jóvenes venezolanos y por la que mi bebé, inocente de todo, ya está pagando las consecuencias.]]>

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