Crónica

Carabobo, de estado industrial a fábrica del hambre

Un diputado opositor recorre sectores empobrecidos de Carabobo buscando voluntades para el revocatorio, pero solo encuentra hambre y decepción. Otrora polo industrial del país, el estado ahora reúne deudas, esperanzas perdidas y rabia acumulada entre quienes suman las horas pensando en el siguiente bocado

Texto y fotografías: Anna Carolina Maier
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Frente a la plaza Bolívar del municipio Los Guayos, en Carabobo, un señor se desmaya. Guillermo Rodríguez, manos en un muro, recobra el conocimiento pero tiene la mirada perdida. De tez morena y muy demacrada, con la clavícula enmarcándole el cuello, mira confundido a su alrededor. Consultado por su identidad, apenas alcanza a responder su edad, 78 años. No escucha bien, no ha comido en horas.

La dueña de un local de ropa para damas vio la caída y se acercó a ayudar. Mientras intenta levantarlo, ordena a su hijo adolescente ir a comprar un jugo, algo para que el anciano se reponga. Luego acude por un tazón de sopa, el sobrante de su propio almuerzo para que el hombre pruebe alimento. Su caída no fue por tropiezo sino por hambre, en las calles del estado, que alguna vez fue polo industrial de Venezuela.

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A pocas cuadras del centro, el nombre Alí Primera identifica más que al cantor del pueblo: una invasión lleva su nombre. Es una de las tantas que hay en Los Guayos, donde, en el marco de la Gran Misión Barrio Nuevo Barrio Tricolor, se aseguró, en octubre de 2014, que con esa “política de transformación integral del hábitat” el Estado preveía atender en ese municipio a unos 98.000 habitantes.

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Y el hábitat se transformó. Ahora son muchos los que están reunidos en una larga fila que bordea casi toda la plaza central del municipio, la de comprar comida, la de sobrevivir. “Estamos en esta cola del presidente Maduro, pero ni él ni Primero Justicia están haciendo cola. Estamos molestos”, murmura Hernán Graterol, bajo una cachucha de los Tiburones de la Guaira, cuando ve llegar al diputado Juan Miguel Matheus, militante del partido amarillo, quien se acerca a responderle: “Usted tiene derecho a estar bravo, pero también tiene derecho a que las cosas cambien”.

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El parlamentario de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) intenta animar a los ciudadanos a que apoyen el referéndum revocatorio. Graterol le confiesa haber sido dirigente de lo que llamó el “colectivo Maisanta”, pero ahora, dice, está decepcionado de los políticos. “Para nosotros es imposible comunicar todo el drama humano que está acumulado en la mayor parte del país. Exigir el revocatorio no es una ambición de poder, es una necesidad”, asegura quien de jueves a domingo visita las comunidades más empobrecidas de Carabobo.

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Se estima que en ese estado está asentada 65% de la industria ensambladora, 72% de los autopartistas, 90% de las productoras de cauchos, 60% de la industria química, 55% de la industria de alimentos y 60% de la agroindustria. “De hecho, en épocas de crecimiento, de Carabobo sale cerca de 30% de la producción manufacturera nacional y 60% de las exportaciones no tradicionales, lo que sostiene 20% de la mano de obra fabril global, estimada entre 400.000 y 500.000 empleos, entre directos e indirectos”, reportó Jesús Hurtado para El Interés.

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Fedecámaras informó a finales de abril que en la entidad han cerrado más de 5.000 empresas en los últimos años. Solo en 2015 se perdieron 10.000 plazas de trabajo. Los organismos gremiales de la región insisten en que esto ha incidido en el deterioro del empleo y el empobrecimiento general del antes pujante estado.

Cifras duras que se hacen notar en la realidad. Pocas personas del sector Alí Primera tienen empleos estables. La mayoría se dedica a sobrevivir. Tampoco están en oficinas estadales que les ayuden a solucionar su problema. Tienen un horario laborable pero dedicado a hacer colas para comprar lo poco que llega a los abastos.

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Aunque uno de los representantes en Los Guayos de la Misión Barrio Tricolor, Renier Santeliz, expresó en 2015 que esa política se trata de «familias organizadas, que están participando como una grande con la única intención de transformar las realidades en los barrios», en esta localidad de Carabobo la palabra “familia” está fracturada. El quiebre se profundiza tanto por el hambre de quienes viven ahí, como por el vacío que dejan sus difuntos —la mayoría fallecidos a manos del hampa.

Primera parada

El barrio Alí Primera es el primer lugar a donde llega Matheus el sábado 14 de mayo, bajo un sol inclemente. Intenta evitar falsas ilusiones. Le repite a las personas que quiere saber cómo están viviendo pero insiste en que no puede ofrecer aquello que no puede dar. “Soy serio”, remata ante la incesante demanda de soluciones ejecutivas e inmediatas.

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Para ir de la Plaza Bolívar a la invasión, hay que atravesar un par de cuadras. Entre una y otra cambia el paisaje. “El gobierno construye unas con bloques y las pinta como fachada. Todas hacia la periferia. Dentro no es igual”, asegura el parlamentario. El bloque, el cemento y la pintura dan paso a grandes cajas para “vivir” hechas de cinc, cartón, aluminio, plástico y, en el mejor de los casos, algo de concreto. Las construcciones se transfiguran en un collage de materiales de desecho, unidos por una única necesidad: la de tener algo en la vida. “La invasión tiene más de 11 años”, relata Matheus, quien añade que el Estado les promete productos de construcción a los vecinos pero luego no responde. Entonces, la comunidad sigue a la espera y aún tiene esperanzas.

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Arnaldo Centeno tiene 26 años, y recibe al diputado frente a su hogar afirmando: “Maduro o sale o lo sacamos. La delincuencia y el hambre se tienen que acabar”. Es la primera reacción a la pregunta más formulada por quien encabeza el recorrido. La interrogante “¿cómo se sienten?” suele ser contestada con un “bien”, al principio, para luego expandirse la respuesta a “tengo dos días sin comer”.

Una señora de unos 50 años, vestida con shorts desgastados y sin zapatos, da una réplica aún más desesperanzada, tanto o más resignada. “Estoy bien. Hoy y ayer la cola fue normal”. Cada quien carga su cruz buscando sentir menos el peso del madero, así sea viendo normalidad allí donde no la debe haber. No obstante, durante las seis horas de caminata, tal postura solo se escucha dos veces.

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Una pequeña de 6 años le pide al político acercarse para decirle un secreto: “Gracias por este Barrio Tricolor, y saludos a mi presidente Maduro”. La pequeña, que con timidez se asomó por una puerta hecha de lata, llevaba los pies descalzos, las manos sucias y la honesta confusión en los ojos.

Los adultos están más claros. “Maduro no sale de Miraflores. No pasa por aquí”, se escucha entre los vecinos, pero cuando el diputado se acerca para hablarles, las quijadas bajan, las miradas se esconden y las palabras se enmudecen. Los ojos de Matheus no encuentran otros para conectar. “Tienen desconfianza o se quiebran”, comenta el opositor.

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Algunos consideran que el fallecido Hugo Chávez no estaría contento con lo que está pasando. Otros, que el difunto también tiene responsabilidad. Entre unos y otros hay quienes acuestan a sus hijos temprano para que el sueño le gane espacio a las ganas de cenar. Pero todavía hay quien espera al primer mandatario. “Si aquí viene Maduro, le digo que se vaya”, dice una muchacha con un bebé en brazos a la puerta de su casa de piso de tierra, paredes de cinc y olor a orina. Adentro, el televisor llena el espacio sonoro con un canal de música. El reguetón retumba en un pequeño cuarto donde duermen dos adultos y tres niños. Los colchones de los pequeños son de fieltro amarillo y el de la pareja está roto.

Cerca está Marilú Jiménez, apenas asomada. La timidez reluce, excepto en sus labios pintados de rojo. Coloradas, las comisuras se estiran, los dientes brillan, la sonrisa se dibuja. Tiene una cita. Pero el maquillaje no esconde la tristeza de sus ojos, una de las huellas del asesinato de su hijo ocurrido “hace como un año, y eso quedó así”. Al esposo de Yamilé, su vecina, también lo mataron hace un año, cuando el joven contaba sus 29. Ahora ella vive con sus tres hijos, sola, acompañada por retratos del ausente, impresos en papel, que comparten espacio en las paredes con la humedad que deja el agua cuando llega la lluvia, que se cuela dentro de la pequeña casa de dos habitaciones.

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Los caminos de tierra tienen pequeños charcos. Es un camino empantanado. Los hongos crecen como hierba mala. Los niños pisan sin cuidado el moho que crece en el barro. A muchos les ha dado sarna, zika, chikungunya, “de todo”, dicen los padres.

El agua estancada es común en varios de los lugares que intentan ser “hogares dignos” para el gobierno bolivariano. Caminar sin caer en el fango es difícil. A Yasmín Molina las inundaciones no le quitan el sueño, pero no conseguir Fenobarbital —un medicamento para evitar las convulsiones de las que sufre su hija—, sí. Cuando el diputado Juan Miguel Matheus se sienta a su lado, ella se tapa el rostro y comienza a llorar. Por fin alguien está dispuesto a oír sus desgracias.

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También una niña de 12 años, estudiante de quinto grado de primaria, lo recibe más adelante. Michelle le sonríe mientras le cuenta que ella es la encargada de cuidar a sus hermanos pequeños y a sus primos. “Mi mamá está comprando comida pa’ que nosotros comamos. Nosotros todos los días dormimos apretados porque la cama se mojó y está partida”, resume las consecuencias de una inundación reciente. En su nevera, solo dos cacerolas enfrían agua sucia. La beberán.

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Segunda parada

La pobreza en el estado con la mayor densidad industrial del país sigue viéndose acorralada por las amenazas del Gobierno. “Si Carabobo se recupera, se recupera todo el país”, dijo Andrés Pérez, presidente de la Cámara de Industriales del estado Carabobo (CIEC), en una entrevista a El Interés, pero ese escenario parece muy lejano.

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En San Joaquín no solo hay panelitas, sino desesperación. La planta cervecera de Empresas Polar de esa localidad, que produce el 80% de las frías “del oso”, suma más de 20 días paralizada. Sus trabajadores hacen guardias. Tienen un plan de contingencia por si llega la Guardia Nacional a tomar la fábrica. “Mantendremos cerradas las puertas”, defiende a la compañía uno de los sindicalistas.

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A comienzos de mayo, 70% de la fuerza laboral de esa fábrica, que incluye a 1.147 obreros de nómina diaria y 380 trabajadores de nómina mensual, habían entrado en la modalidad de suspensión laboral temporal.

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La paralización de la planta no se queda intramuros. Muy cerca está el caserío La Colina, donde las estructuras entregadas por el gobierno están en pie, pero no hay comida ni empleos. Allí vive Emiliano, un hombre de 62 años cuya aparente fortaleza no aguanta la crisis: se pone a llorar, se quiebra, le duele que sus nietos no puedan comer. “Tengo dos días sin comer. Ahora vamos a moler este maíz pa’ hacer unas arepas pa’ los niños. ¿Usted cree que es justo? Los niños lo que comen es mango, pero ya ni mangos quedan en los árboles”.

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En La Colina entregaron las casas hace un año, antes de las elecciones parlamentarias, y desde ahí no se supo más del gobierno, comentan sus residentes.

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Tercera parada

El equipo del partido opositor llega a Mariara. Una camioneta del CICPC, que ve las banderas que lo identifican, celebra con la corneta su presencia. Pero otra invasión de esa localidad del municipio Diego Ibarra, vecino a San Joaquín, no bulle tal alegría. “Mi hija y mi nieta se fueron esta mañana a hacer colas para traer algo. Salieron a las 3 de la mañana, son las 4 de la tarde y no han vuelto. Yo ayer era la número 304 de la cola y logré conseguir un litro de aceite y uno de pasta, y le confieso con vergüenza que estamos comiendo una vez al día”, declara una señora de 54 años.

La falta de luz es otra de las penurias. José Pérez, de manera “artesanal”, usando desde cables hasta ganchos de ropa, logró el alumbrado del caserío, pero los apagones que son constantes en Carabobo, también ensombrece a estos vecinos. La vida de Pérez, el hombre que le puso la luz a la comunidad, está teñida por la tristeza de la muerte de su esposa. Se identifica como “chavista de nacimiento”, pero considera que la Revolución Bolivariana ha devenido tragedia. Es miembro del Consejo Comunal y cuenta: “Son ocho años en este lugar y uno está decepcionado”. Tampoco hay agua. La bomba del tanque que le pusieron al pozo cercano se dañó y no hay dinero para repararlo.

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El diputado continúa caminando, ahora a ritmo de salsa. Suena Rubén Blades. Unos jóvenes están sentados en una mesa. Toman una guarapita mientras conversan de política. Matheus les pregunta: “¿Saben que la canciller Delcy Rodríguez ha dicho que aquí hay comida para alimentar a tres países?”. “¿Dónde hay comida?”, saltan varios a responder. Uno toma la palabra: “Yo la oí. Ellos son los que tienen todo. A nosotros nos tienen en carencia, nos matamos en colas, amanecemos en cola. Dígame dónde firmo y pongo 20 firmas si pudiera”. Creen en el futuro. Concluyen que habrá que trabajar mucho para que todo cambie. Ya no esperan nada de quien alguna vez les prometió: “¡Si quieren Patria, vengan conmigo!”. “¿Por qué nos hiciste esto Chávez?”, reza un suspiro.

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