Crónica

En las entrañas del Palacio Legislativo

Hace 205 años se instauró el primer Congreso de Venezuela, que tuvo que esperar 66 años para instalarse en el Capitolio Federal. Ahora, el edificio que alberga exclusivamente al Legislativo desde 1961, se mantiene en pie, a pesar de los problemas estructurales, la constante atención arquitectónica y las reiteradas restauraciones. Enmarcado en el cuadrante más histórico de Caracas, es testimonio de evolución estética y política

Texto y Fotografías: Fabiola Ferrero
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La Asamblea Nacional vibra. “Si te quedas muy atento, puedes sentirlo”, dice la directora de Estrategia de Patrimonio Cultural del Parlamento, Elizabeth di Valerio. Las líneas del Metro que pasan cerca del Palacio Legislativo hacen temblar la estructura que comenzó a construirse en 1872 y que hasta el momento ha tenido decenas de restauraciones, una de las más importantes la del año 2005.

Hace 205 años, antes de la existencia de este recinto, se instaló el primer parlamento de América Latina, el Supremo Congreso de Venezuela, con todo y sus 30 diputados inaugurales aquel 2 de marzo de 1811. Esa historia es pretérita de la construcción inaugurada en 1877 como sede de los tres poderes públicos fundamentales del país hasta 1961 cuando pasó a albergar solo al Legislativo. Pocos, quizá ninguno, de los que a diario se pasean por sus pasillos conocen los detalles históricos.

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También muy pocos visitantes podrían percibir los constantes temblores. Especialmente porque, al entrar, la calle entera que cruza el Palacio Federal Legislativo se distrae entre las imponentes columnas pintadas de blanco y otras altísimas pero naturales de las que hay que cuidarse. Los chaguaramos que completan las verticales de ese patio central son territorio no de diputados sino de guacamayas que se apoderaron de ellas desde hace un año y con su picoteo terminan por tumbar las palmas. Hasta ahora ninguna ha terminado en la cabeza de nadie, pero las advertencias no faltan. “Y menos mal, porque cuando se clavan en la tierra las tenemos que sacar entre varios”, comenta Oscar Delgado, uno de los trabajadores del lugar.

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Cuando alguna de esas ramas cae, el estruendo hace que todos paren lo que están haciendo por un segundo, pasen el susto, y sigan en lo suyo. El apacible patio, por un instante, pierde la tranquilidad que soporta, estoico, incluso cuando grupos enardecidos amenacen con darle tomatazos e insultos a quienes ingresen al recinto en pleno y encendido debate político y polarizado.

Los conocedores de la historia y los mitos del Capitolio Federal defienden que dos de las columnas son de madera, porque se perdieron las originales en el barco de procedencia. Pero para confirmarlo habría que tocarlas todas como si fueran una puerta para buscar contrastar los sonidos. Nadie lo hace con más de una decena, si acaso, de balaustres y todos suenan metálicos. “No sé dónde estarán esas famosas columnas”, dice Delgado.

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El recorrido de todo visitante continúa entre puertas de madera con ornamentos de oro, hasta llegar a los hemiciclos, antiguos espacios de discusión del Congreso y el Senado, ahora convertidos en salones de Sesiones y Protocolar, respectivamente. Adentro, la diversidad estilística grita la necesidad de Antonio Guzmán Blanco de hacer ver a Venezuela como un país a la altura del orden mundial de finales del siglo XIX, deseo afrancesado del “Ilustre Americano” que no solo tomó de inspiración un edificio del país galo, sino que le encomendó la tarea al arquitecto Luciano Urdaneta, hijo del general Rafael Urdaneta. Cada estancia se conforma por presidio, plantea y dos balcones, y aunque en televisión luce gigantesco no falta el primerizo que suelte un “ay, qué chiquitico es, no me lo esperaba”.

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El más que centenario lugar se mantiene limpio, como mejor se pueda. El retiro del polvo, principal enemigo, se hace apenas con un trapo seco. Hay que cuidar las molduras y las maderas. Si se quiere ir más allá, la Dirección de Patrimonio debe hacer no pocas peticiones, llenar papeles y organizar logística. Es el precio que se paga por ser Patrimonio Nacional decretado como tal en 1997. Y aunque el caballo del escudo en la “concha” —donde está el presidio del hemiciclo— galopa hacia la izquierda desde su cambio en 2006, el del vitral del techo sigue intacto, o sea, a la derecha, como un siglo atrás.

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Dentro del hemiciclo de sesiones también se da cuenta de una advertencia, la “obsolescencia de las instalaciones eléctricas” y el mal estado de los elementos estructurales que llevaron al presidente de la Asamblea Nacional en 2005, Nicolás Maduro, a comenzar las restauraciones que se dieron desde ese año y fueron continuadas por su sucesora en el máximo cargo del Legislativo, su ahora esposa y primera dama, Cilia Flores.

En ese entonces de todo se limpió, se intervino, se recuperó. Fue la última gran restauración, aunque el edificio recibe constante atención y arreglos. Por eso, si se comenzara a raspar cualquiera de las paredes, iría apareciendo una capa tras otra de pintura hasta llegar al color original. Pero no solo ocurre con los muros. “Los ángeles de la fuente llegaron a tener la cara lisa de tanta capa de pintura. Y se formaban bolsas de agua que quedaban atrapadas”, relata Elizabeth di Valerio, en la oficina de Patrimonio Cultural.

En el resto de los salones ocurre lo mismo. Hasta las rejas se han hecho más gordas por los sucesivos mantos de color líquido, pero debajo sigue el mismo esqueleto erigido desde el siglo XIX. “Aunque se vea con esa magnificencia, es un edificio muy frágil”, dice la Directora de Estrategia patrimonial. Y es verdad. En el año 2001 se incendió el Salón Bicentenario. El año pasado se desplomó una cornisa del hemiciclo de sesiones. Y hoy se ven los estragos de la humedad en las paredes de madera, inocultables con pintura.

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El Palacio Federal Legislativo intenta esconder su vejez pero exhibe su historia. Parte de ella se ha quedado pegada en los que trabajan desde hace décadas allí y que al pasear recitan al que los acompañe: “Esto que ves aquí fue creado en el año tal”, “esto de acá es una marquesina original”, “eso de allá simboliza la libertad”. Lo cuentan como si conocieran el esmero especial de Guzmán Blanco en la creación de esta infraestructura en tiempos en que Venezuela la necesitaba para activar el sistema productivo. Así presentan el Salón Elíptico, bajo la imponente y emblemática cúpula donde reposa el Acta de Independencia; el del Tríptico donde despachaban los Presidentes de la República y ahora se reciben a las personalidades bajo los óleos de Tito Salas; el de los Símbolos, el Miranda, el Amarillo, el Azul y el Rojo, usados para reuniones, y demás espacios del edificio de dos plantas que alberga hasta 101 piezas históricas y de arte.

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Beatriz Cáceres, con 26 años trabajando en el Parlamento, conoce bien el recinto. Ella es la dueña y señora del “cafetín”, que no es tal. En un cuarto atiende una máquina de café y una de agua, desde alguna de las dos sillas que completan el mobiliario. Allí certifica que el actual presidente de la Asamblea Nacional, Henry Ramos Allup, como su antecesor Diosdado Cabello, gusta del café negro y con poca azúcar. Pero también sabe de leyes, y hasta guarda en su gaveta una Constitución y el Reglamento de Interior y de Debate del Legislativo. Ella, como otros tantos verdugos —por conocedores— del Legislativo, guarda secretos de las distintas directivas. Si alguno se le escapa, busca corregir de inmediato con un sutil “pero eso que quede entre nosotros”. El Palacio Federal es también sus secretos y sus confidentes.

La francofilia de Antonio Guzmán Blanco se palpa en las paredes, en las pinturas y en las columnas del Capitolio Federal. A la fuente ubicada al centro del patio se le dio una atención especial. Existe desde 1876 y al año siguiente se reubicó al sitio donde está ahora. Separa a los cuerpos norte del sur. Cada “alegoría” —los ángeles y ornamentos de la fuente— simboliza uno de los elementos: agua, tierra, aire y fuego.

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A la fuente todos la admiran pero pocos la tocan. El ingeniero Rafael Carrero es uno de los pocos que se atreven, incluso a entrar en ella, para limpiarla, aunque no sea por gusto. Así, fregó el plato principal que se llena con el agua impulsada y reciclada por una bomba controlada desde una cajita negra de apenas 15 centímetros con la inscripción “Siemens”. De allí salen los cables y las tuberías verdes que le procuran vida. Su mantenimiento es como el de una piscina: hipoclorito y alguicida cada 15 días, productos cada vez más difíciles de hallar, tanto como personal que pueda asumir su mantenimiento con el cuidado requerido para un ornamento centenario que ha visto a Caracas convertirse cada vez más en urbe, mientras siguió determinando el aire neoclásico del Palacio Federal.

Tantos años e intenso uso dejan huella. “El Palacio es como un viejito. Le duele algo, y cuando lo atiendes, le empieza a doler otra cosa”, dice di Valerio, que se refiere a la Fuente Monumental, como oficialmente fue bautizada, como “la niña de sus ojos”. Es la estructura circular, de metal, a que recibe a todo visitante. La que te coquetea cuando este le pasa cerca. Y la que lo despide cuando se va, abandonando el recinto más allá de las rejas, regordetas de pintura, en las que aún relucen las iniciales de aquel Ilustre Americano que alardeaba de su obra tatuándola para la posteridad: GB.

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