Semblanza

El Carlos Andrés Pérez que nadie conoció

El primer piso de la quinta Sotaymar tenía un balconcito, que correspondía a la habitación de Sonia, la hija mayor. Una mañana la muchacha se asomó a la balaustrada y lo que vio en la calle la dejó impactada

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Era el año 1973 y la vida de la familia se había visto transformada completamente por la campaña electoral, que en esa ocasión supuso un viraje radical con respecto a la manera como venían haciéndose las campañas en Venezuela. Acción Democrática y Copei, los partidos principales de entonces, habían contratado por primera vez asesoría extranjera. Carlos Andrés Pérez, abanderado adeco, importó para su equipo a los estrategas políticos Joe Napolitan y Clifton White, así como al productor Bob Squier y al mítico encuestador George Gaither. La puja duró nueve meses. Y en ese tiempo Pérez no paró. Recorrió el país saltando charcos a grandes zancadas. Jamaqueó a quien se le pusiera por delante, prodigó sonoras carcajadas que arrojaba al viento echando la cabeza hacia atrás. Madrugaba, trasnochaba y cumplía las agendas siempre a tiempo. Memorizaba nombres. Electrizaba a las masas. En verdad, proyectaba la imagen de un líder triunfador, imparable y lleno de vigor, que el compositor Chelique Sarabia condensó y multiplicó en su jingle “Ese hombre sí camina”.

A sus 51 años, Carlos Andrés Pérez, nacido el 27 de octubre de 1922 y fallecido el 25 de diciembre de 2010, se empeñó en mirar a cada venezolano a los ojos. Se trataba de hollar con sus propios pies todo el territorio y demostrar que podía instaurar una “democracia con energía”, como prometió entonces en la ciclópea ambición de conducirse como un demócrata en un país donde persistía la nostalgia por “la gorra”; esto es, por la dictadura. Uno de los ardides propagandísticos consistió, de hecho, en calcomanías negras que recortaban el perfil de un zapato de un hombre. Hubo amigos, como Simón Díaz, que trazaron en su casa un camino con esas pegatinas. Los adecos se fajaron como ellos saben hacerlo y sembraron autopistas completas con la performance del rastro del andariego. Y, por supuesto, alguien marcó un camino de huellas que salía de la residencia de la familia Pérez Rodríguez, en un recodo de Prados del Este, y se perdía en ruta a la ciudad… en ruta a Miraflores.

Pero esa mañana de mediados de 1973 el pespunte de holladuras negras se mezcló con otras, rojas, que alguien había imprimido en el asfalto a medianoche. Parecía que una criatura cruel había estado merodeando con pisadas de sangre. Sonia y sus hermanas, que muy rápidamente fueron convocadas al balcón desde donde se dominaba la ominosa puesta en escena, contemplaron el estropicio con dolor, pero sin hacer escándalo. No está en su naturaleza. Y, aunque todavía les faltaba mucho que padecer, ya estaban acostumbradas a los agravios, que, sin embargo, experimentaban —aún lo hacen— con gran dolor. “Era como si el hombre que camina dejara un reguero de sangre”, recuerda Carolina, la hija menor, quien archiva imágenes con la voracidad propia de quien se ha quedado ciega.

El 2 de diciembre de 1973 tuvieron lugar las elecciones. Pérez tomaría posesión del cargo el 12 de marzo de 1974, al recibirlo de Rafael Caldera. Era la segunda vez, desde el restablecimiento de la democracia en 1958, que el mando era traspasado a un presidente adscrito a un partido político distinto al del saliente.

La familia Pérez Rodríguez se mudó a La Casona, que había sido remozada por la primera dama Alicia Pietri de Caldera, y se encontraba en excelentes condiciones. La nueva primera dama, Blanca Rodríguez de Pérez, se instaló en la residencia oficial, pero no todos los seis hijos de la pareja lo hicieron. De hecho, la única que tuvo una vida de hija de presidente fue Carolina, nacida en Caracas en 1963 —y, por cierto, bautizada en Miraflores, donde por entonces vivían sus padrinos, Rómulo Betancourt y su esposa, Carmen Valverde.

La fotografía que muestra al presidente Pérez, con la clásica expresión de quien finge castigar pero en realidad apurruña, estirando el brazo para apretar el hombro de una joven que entrecierra los ojos de regocijo, fue tomada en La Casona, en ese primer gobierno. Frente a él, sentada en un sofá y luchando para no derramar el trago que comparte con el objeto de su adoración, está Sonia. La primogénita nació en Caracas en junio del 49, cuando su padre estaba preso en la cárcel modelo. De hecho, no vino a conocerla sino un mes después, al salir de esa prisión —serían varias. Sonia vino al mundo exactamente un año después del matrimonio de sus padres, realizado el 10 de junio de 1948, en Rubio, estado Táchira. Habían sido novios desde que Blanca tenía 15 años. Ella iba a misa y él la esperaba a la salida, en la esquina de la plaza, y la acompañaba hasta la casa. Eran primos hermanos. La mama de Carlos Andrés —se llamaba Julia Rodríguez— era hermana del papa Blanca, el señor Manuel Rodríguez. Como los padres de Blanca murieron muy temprano, la pareja endogámica encontró mayor resistencia. Se casaron cuando él tenía 25 y ella, 21.

El siguiente vástago, Thaís, nació en Caracas en el 51. Sus padrinos serían Leonardo Ruiz Pineda y su esposa Aura Elena Merchán. Los próximos dos, Marta y Carlos Manuel, nacieron en el 53 y 56, respectivamente, en San José de Costa Rica, durante un exilio que duraría diez años. Los padrinos de la primera fueron Raúl Leoni y doña Menca; y los de Carlos, Guido Grooscor y su esposa Diana. La penúltima, Marielo —María de los Ángeles—, nació en 1959 en San Cristóbal, de regreso a Venezuela, cosa que ocurrió en enero de ese año. Sus padrinos fueron Renato Laporta y Olga Rodríguez de Laporta.

Por vericuetos de la historia, Sonia tuvo una década completa para disfrutar de la compañía de su padre. En ese decenio en Centroamérica, donde la familia se extendió a toda la comunidad de exilados, el tiempo pasaba suavemente y Carlos Andrés Pérez se dedicó a compartir lecturas con su hija y a pasear con los más pequeños. No tendría réplica. De esos años es la instantánea de un Carlos Andrés joven y espigado, que se apoya en la verja de un zoológico para compartir la contemplación de unos animales con dos niñas chiquitas: Sonia y Thaís. La estela que dejó el tirano al huir en la “vaca sagrada” rasgó la dulcedumbre costarricense y ya nada volvería a ser igual.

En cuanto retornaron al país, Pérez se sumó al apoyo a Betancourt. En 1960 fue nombrado director general del Ministerio de Relaciones Interiores. Un año después fue promovido titular de ese despacho. Es por eso que los primeros tres hijos tuvieron una infancia mecida por la morosidad tica. Marielo tendría que ser alumbrada en San Cristóbal por los sobresaltos de regreso —no tenían casa—; y Carolina es la hija de un ministro. No cualquiera. El encargado de enfrentar y reducir las guerrillas lanzadas al derrocamiento del gobierno de elección popular. A eso se debe que Carolina sea prácticamente la única hija que aparece en fotografías oficiales con su padre. Ella es el diablillo flaquito que vemos en esa fotografía con militares, así como en la que muestra a Pérez con el saco a cuadros que fue su marca en los primeros 70.

“En la época de candidato era yo quien le llevaba el vaso de agua y, a veces, en la pasión de los discursos gesticulaba sin calcular las distancia y me daba con tal fuerza que yo salía disparada. Viajé mucho con él en avionetas, en carros… Me impresionaba mucho ver cómo las mujeres se le colgaban del cuello a mi papá. Siempre tenía el cuello y los brazos arañados. Eso le encantaba, claro está”, recuerda Carolina y continúa: “incluso a los abogados que contratamos para que nos asistieran en el proceso de reclamar sus restos para ser enterrados en Venezuela les costó entender que mi papá era un hombre muy familiar”.

“Era público y notorio que tenía una amante; incluso nosotros le decíamos que por qué no se divorciaba. Y él nos decía que cómo se nos ocurría, que él le iba a hacer daño a Blanca, que los andinos no se divorcian”.

En la mesa, con su familia, Pérez criticaba a cierto alto dirigente adeco que tenía una amante a todas luces, y Carolina se ponía a toser de manera exagerada para evidenciar las contradicciones. Y se iba de la mesa. El padre no se daba por enterado de los aspavientos. Él nunca reconoció nada. “De hecho, cuando nosotros nos reuníamos con él en Miami, lo hacíamos en casa de amigos de la familia o en restaurantes. Hablábamos de cada uno de los hijos y de los nietos, de las finanzas familiares, de lo triste que él estaba, de que quería volver, pero jamás mencionó a Cecilia ni abrió la posibilidad de conocer a las muchachas, a quienes tampoco aludió nunca. La primera vez que vimos a Cecilia fue en febrero 2004, después de que a mi papá le diera un ACV —el 25 de octubre de 2003. Se quedó pasmada cuando nos vio. Al rato empezó a intervenir y mi papá le dijo que, por favor, lo dejara a solas con sus hijos”, cuenta Carolina.

Los relatos de las hijas se entretienen en la evocación del gentío que solía haber en las sucesivas casas donde vivieron cuando regresaron a Caracas. Ya porque caían los parientes del Táchira —hasta remotos grados de consanguinidad—, o porque se trataba del alud de visitantes que estaba siempre ahí como un enjambre.

“A toda hora llegaba gente con lapas, quesos, gallinas, muchos dulces; y los maracuchos, con huevos chimbos y huevas de lisa. Siempre había gente, del partido o de los que venían de todo el país a hacer alguna solicitud, no teníamos privacidad. Llegaban de domingo a domingo, a cualquier hora. Venían a pedir audiencia, a plantear problemas, o porque andaban por la capital y pasaban a saludarlo. La gente humilde siempre llegaba con algo. A todos se les ofrecía almuerzo. Mi tía decía que donde comen tres, comen cuatro. Y terminaban comiendo 20. Nunca me acostumbré a eso. Siempre me molestó llegar a la casa y encontrar un gentío. La verdad, no he sido buena hija de político”, constata Sonia.

Pérez, en cambio sí fue buen padre de rebeldes. En aquel balcón donde ella se asomó para ver las huellas disfrazadas de sangre no había un afiche del candidato que vivía allí. Había uno, pero con la cara de José Vicente Rangel, abanderado del MAS a la misma contienda.

Carolina tiene una memoria prodigiosa. La ha cultivado al recitarles a los médicos su historia clínica. Se quedó ciega en el 97 a consecuencia de un derrame en el nervio óptico. Había tenido un cáncer de tiroides muy complicado en el 95 y la radiación afectó el nervio. La han operado cinco veces de ese cáncer. Todas las intervenciones han tenido lugar en los Estados Unidos. Específicamente, en un hospital público en Washington, donde la tratan gratis porque ella entró, a los 16 años, a un protocolo de investigación para una de esas operaciones. Fue en uno de esos viajes, en 2007, cuando el gobierno le negó el pasaporte, que finalmente logró con mucha brega y mediante el expediente de apelar a la opinión pública. “Excepto en la ocasión en que estaba detenido, mi papá siempre estuvo a mi lado en las operaciones. Y me decía: no se me achicopale”, dice Carolina.

No se ha achicopalado jamás. No, al menos, delante de extraños. Desde 1999, al comienzo de este gobierno y hasta 2005, había carros que ralentizaban la marcha frente a la casa de la familia de Pérez, en Oripoto, y gritaban: “Carlos Andrés asesino”. “Desgraciado”. Y alguno por allí: “Viva el gocho”.

“Ah, no eran más que gritones, pero nunca hubo una agresión. Con la excepción de la del 9 de mayo de 2006, cuando nos allanaron la casa la DIM, la Disip y fiscales militares. Eso fue después del episodio de ‘Los paracachitos’. La orden de allanamiento decía que venían a buscar uniformes y armamento. Como mi mamá, que estaba sola, se tardaba en abrir, uno de ellos se montó en la cerca con intención de saltarla. Mi mamá lo detuvo: ‘si usted va a entrar, se quita la capucha’ —porque venían encapuchados. Eran más de 20 hombres con armas largas. Y nos hicieron un favor: solo se llevaron dos computadoras viejas que teníamos arrumbadas. Lo hicieron a propósito: cargaron con eso para llegar con algo, porque teníamos computadoras nuevas y no las tocaron. Afuera se condujeron con rudeza pero al entrar se comportaron muy correctamente. Mi mamá les dio agua y café. Y yo les decía: ‘disculpen, pero no tenemos cachitos’. Y ellos se reían. Pedían disculpas para mirar debajo de las camas. ‘Disculpe, doña Blanca’, le decían. Y mi mamá respondía: ‘Qué va, no se preocupe. Yo estoy acostumbrada a esto, me lo hacían a cada rato cuando Pérez Jiménez’”, narra los entretelones de charada Sonia.

Tampoco se achicopalaron el 4 de febrero, cuando doña Blanca, Carolina, la tía Ana Isabel Rodríguez, que tenía 80 años en ese momento; y los nietos, Carlos Andrés, de tres y Jacinto Andrés, de cuatro, soportaron un asedio de cinco horas de plomo en los alrededores de La Casona. “Cinco minutos después de que mi papá se fuera, una vez alertado por Ochoa Antich, empezaron a temblar los vidrios y a sentirse tiros de metralleta, morteros que no estallaron. Tía Blanca metió a los niños en un vestier en el dormitorio presidencial. Era un batallón de 240 hombres. Estuvieron disparando hasta las 7 de la mañana. A las 4 y media hubo un cese al fuego para recoger los heridos. Mi mamá salió a la puerta con el brazo en cabestrillo —porque se había caído en navidad y se había fracturado el húmero. Habló con los soldados e hizo entrar a los heridos. Los guardias nuestros se metieron en la antesala de la alcoba presidencial. Mi mamá mandó a ingresar también los heridos de ellos, porque nosotros teníamos un médico que estaba de vista, el doctor Moro. Nos pusimos a cortar las sábanas para hacer vendas. Esa noche no había primeros auxilios. Lo único que teníamos era becerol y brandy. Mi mamá y la administradora de La Casona vendaban a los heridos con instrucciones del doctor”, dice Carolina.

“Entre los nuestros y los de ellos eran como 12 heridos. Había un soldado muy joven, que estaba temblando. Mi mamá buscó una toalla y lo arropó”, vuelve Carolina.

—Hijo, todo está bien. Deja de temblar. No va a pasar— le dijo la primera dama.

-Usted es Blanquita.

-Sí, hijo

-Señora, por favor, que mi mamá no sepa que yo vine aquí a hacer… esto. Ella nos levantó gracias a una máquina de coser que usted le dio. Yo vine aquí engañado, nos dijeron que veníamos a hacer tiro al blanco.

“A las 3 de la mañana vino el comandante del Batallón de Custodia, Bacalao y dice que había que rendirse. Mi mamá le dijo: ‘si a usted le faltan pantalones, a mí no’. Y agregó: ‘yo tengo armas. Carlos Andrés toda la vida ha guardado armas por cualquier cosa. Si es por falta de armas, no se preocupe’. Carratú llamó y dijo que lo mejor era sacar a la familia. Mi mamá se negó aduciendo que la gente estaba defendiendo la Casona porque nosotros estábamos adentro. Todo había pasado y ellos seguían atacándonos. La acción estaba comandada por el capitán Hernández Behrens. A las 6 de la mañana, cuando se rindieron, los hicieron entrar al área donde duermen y tienen las oficinas los edecanes, en La Casona. Bacalao no había desarmado a Hernández Behrens. Por fin lo desarmaron y lo metieron en un cuarto. Yo entré a verlo. Y él me dijo: ‘señorita, por ahora ganaron ustedes’. Me pregunto qué me diría si nos volviéramos a encontrar”, recuerda Carolina.

“Puedo asegurar que con mi papá no pudieron”, añade Carolina al comentario de Sonia en el sentido de que jamás vio llorar a su padre. “A mi papá lo vi tres veces muy perturbado. La primera vez fue con lo del Sierra Nevada, fue terrible el juicio. Lo dejaron solo. Nadie le quería hablar. Nadie lo quería ver. Mi papá estaba caído. El teléfono no sonaba. Si llegaron cuatro tarjetas de navidad fue mucho, cuando en las buenas épocas llegaban por centenares, lo mismo que las cestas de regalos. La segunda, con la muerte de muestra hermana Thaís, en 1994”.

“Y la tercera vez fue ese mismo año”, tercia Sonia y sigue: “cuando salió de la Presidencia. Eso lo transformó. La gran manifestación de ese cambio es que antes del 94 mi papá no hablaba mal de nadie, a lo más que llegaba era a calificar a alguien de pobre de espíritu. Después de eso, se volvió un hombre triste y desilusionado y más severo al expresarse de la gente. Estoy hablando de un hombre que jamás decía malas palabras. Lo único que decía cuando estaba muy bravo o sorprendido era carajo. Y aún en los peores momentos jamás albergó rencores. Tenía enemigos políticos, pero ninguno personal”.

“Se hubiera podido ir. Se quedó porque a mi papá le importaba mucho la historia”, asevera Sonia.

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