Crónica

Suena Caracas, el festival del despilfarro

Una iniciativa siempre controversial, el festival Suena Caracas que organiza el alcalde Jorge Rodríguez trajo a más de 30 artistas internacionales con dólar preferencial en una fecha estratégica antes de elecciones. La ciudad del rebusque y del bachaqueo estuvo presente en la plaza Diego Ibarra, aunque por una semana, la gente venció al miedo de la noche

Fotografía: AVN
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A la izquierda, todo un símbolo: un Palacio de Justicia con efigies de Chávez y Maduro. Allí condenaron hace poco al líder opositor Leopoldo López a casi 14 años de prisión. A la derecha, las torres del Centro Simón Bolívar, íconos urbanos en otra época: no se sabe si en sus oficinas trabajan hasta tarde o simplemente dejan las luces encendidas por deporte. En el centro una tarima que no tiene nada que envidiar a la de ningún espectáculo internacional: las pantallas de altísima definición agigantan todos los detalles para los que le tienen pánico a la “olla” y publican tweets con un hashtag festivalero —en uno de ellos se cuelan las palabras pene y vagina. Un dron ultramoderno, que semeja un OVNI con luces de Navidad, capta la panorámica desde las alturas: la avenida Este seis y sus alrededores están repletas, aunque un viernes a las 9:00 de la noche el resto del centro de Caracas sea el de una ciudad fantasma, retraída por el miedo.

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La plaza Diego Ibarra, a pocos metros de la célebre baranda del Consejo Nacional electoral (CNE) y de la desaparecida casona en la que se produjo el primer golpe de Estado de la historia republicana de Venezuela —al civil José María Vargas, en 1835; el militar Ibarra fue uno de los golpistas—, es un espacio tan ideal para shows masivos que ni siquiera hay edificios de vecinos demasiado cerca. No hace muchos años atrás, allí funcionaba un mercado subterráneo de películas piratas de DVD: sirve de buque insignia de la recuperación del casco histórico por el chavismo y de sede principal del que, sin duda alguna, es el evento musical más importante en Venezuela desde los tiempos del Caracas Pop Festival que organizó la empresa Evenpro a principios de siglo. La segunda edición de Suena Caracas, la joya del alcalde capitalino Jorge Rodríguez, tuvo una partida oficial de gastos de 216 millones de bolívares —34 millones de dólares al más exclusivo de los cambios preferenciales— y concentró a más de 90 artistas nacionales e internacionales durante ocho días antes de las elecciones del 6-D, entre ellos los otrora peregrinos habituales Olga Tañón y Gilberto Santa Rosa, además de Vicentico, Binomio de Oro, Jorge Celedón, Diego el Cigala, las Chicas del Can, Ky-Mani Marley, Robi Draco Rosa, La Ley, Maluma o un gaitazo en el Poliedro.

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El primer Suena Caracas fue noticia por el discurso crítico de Desorden Público, que ya no está en el cartel. La entrada es libre en la Diego Ibarra y el parque Los Caobos. En otros escenarios, nunca pasa de 200 bolívares: menos que un paquete de arroz en el mercado negro en las zonas francas de Catia o Petare. Un auténtico regalo, como el insólito subsidio de la gasolina.

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Jueves a las 6:00 de la tarde. Una chica con anteojos canta un merengue —“La vida es bella, es una bendición”—, aunque a diferencia de su cuerpo de bailarinas en shorts cortos rojos, se mueve muy poco. Hay una explicación: la chica es invidente, y tiene apenas 14 años de edad. La barquisimetana Lucía Valentina emergió de uno de los concursos de talento de Sábado Sensacional y su repertorio incluye canciones dedicadas a Hugo Chávez. Es la telonera de una noche de tecnomerengue y ritmos urbanos que incluye al ex ministro de Deporte y candidato a diputado en campaña Antonio “Potro” Álvarez, Los Cadillacs, Roberto Antonio, Los Ilegales, el Sandy que sobrevivió a Papo y Fulanito. “Latinoamérica está unida solo por ti. Tu legado es inmortal. Amor con amor se paga. Chávez siempre vivirá, dice la letra de la balada de Lucía Valentina, que incluye samplers con el “Alma Llanera” en la voz del fallecido comandante, y ni siquiera en ese momento, las bailarinas de shorts cortos rojos detienen sus coreografías.

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Las liceístas se quitan el corsé de la franela beige mientras Los Cadillacs, un dúo de abiertos simpatizantes del oficialismo, deslizan un “Él no te hace el amor como yo, como yo, como yo” entre efectos de bolas de fuego. A la izquierda de la plaza Diego Ibarra están los stands de alimentos. Los precios son relativamente solidarios, entendidos en el contexto de la policefálica inflación de 2015, y la mayoría de los puestos de comida tienen carteles de “Hay punto de venta”, el gran alivio para los venezolanos que deben cargar con carretillas de devaluados billetes verdes y marrones: ración de tequeños (Bs 420), hallacas (Bs 350), refrescos y té frío (Bs 150), sándwich de pernil (Bs 500), choripán (Bs 300), parrilla (Bs 500). Está prohibido el ingreso de bebidas alcohólicas, pero de manera clandestina circula guarapita de colores: mil bolívares la botella con etiqueta de aguardiente Coplero, aparte los vasos de plástico con hielo. El Suena Caracas es una oportunidad para el rebusque: los vendedores informales ofrecen agua presuntamente mineral, cigarrillos, pinchos de carne, algodón de azúcar. Incidente de las 9:00 de la noche, frente al Palacio de Justicia: efectivos de la Guardia Nacional llegan a algún tipo de acuerdo y dejan acceso libre a hombres que cargan carretillas de refrescos y otras bebidas. Unos metros más adelante, la Policía Nacional los detiene y los devuelve: esa actividad lucrativa no está permitida.

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Viernes en la noche, la gala salsera. Un tipo único de concierto, en el que las masas corpóreas se mueven en círculo, con espacios libres para que las parejas bailen. En la salsa, como ocurre con el deporte del beisbol, el pasado gravita de manera permanente y la política del momento luce como una caravana pasajera al lado de las pirámides de Egipto. El grupo Sexteto Juventud —que lo tiene todo menos la juventud— silencia los micrófonos y, con una disciplina admirable, el público recita en coro sin un solo error los versos de “La cárcel” de Ismael Rivera: “Que malo es estar en la cárcel / Y qué soledad que soledad se siente / cuando se desea la bonita libertad”. Más adelante sucede lo mismo con Joseph Amado, un imitador criollo de Héctor Lavoe, y “Juanito Alimaña”. Una madre da pecho a un bebé que, se barrunta, memorizará también las letras amamantadas. Eso sí, cuando Magia Caribeña interpreta el “Tributo a la salsa colombiana”, un espontáneo improvisa en la Diego Ibarra y consigue un éxito instantáneo que se riega como pólvora entre los desconocidos cómplices: cambia el coro de “Cali pachanguero” por “Cali bachaquero”.

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Ni siquiera en noche de concierto, la Diego Ibarra escapa a la otra Caracas. En la periferia de la plaza, en las zonas más relajadas lejos de la olla, los espectadores descansan con las bolsas de compras de productos regulados del día a su lado: pañales desechables y para adultos, toallitas sanitarias, fórmulas lácteas en polvo. Aunque sea un viernes ya casi a las 8:00 pm, en la fecha de cierre del festival, alguien comenta que a esa hora todavía hay cola en un supermercado Unicasa de La Candelaria, pues viene de allá.

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El final

Suena Caracas es un tipo de iniciativa que despierta sentimientos encontrados. ¿Deberían gastarse millones de dólares en traer a artistas extranjeros de manera oportunista, mientras el abastecimiento de alimentos y medicamentos en Venezuela está en situación crítica incluso antes de unas elecciones? Probablemente, sí: hay maneras mucho peores —e individualistas— de malbaratar el dinero. Y aunque en las cuadras vecinas del casco histórico el único sitio con vida luego de las 9:00 de la noche es el Chocolates Con Cariño, un coqueto local gourmet para la bohemia revolucionaria a pocos metros de la casa natal del Libertador, en la Diego Ibarra hay fiesta por una noche. La gente está en la calle, se miran las caras, sale del caparazón. Es otra ciudad. ¿Espíritu navideño? Siempre es una definición controversial, pero podría afirmarse que sí, que es lo más parecido a eso en la claustrofóbica capital venezolana de noviembre de 2015. Que suene Caracas a reggae, a salsa, incluso a Potro Álvarez y Paul Gillman, mejor que a plomo.

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