Íconos

Oscar Niemeyer, el hombre que construyó Río

“Me atrae la curva libre y sensual. En la curva encuentro las montañas de mi país. El curso sinuoso de sus ríos, las olas del mar, el cuerpo de la mujer preferida. El Universo está hecho de curvas, el Universo curvo de Einstein”. Oscar Niemeyer

Fotografía: Ana Mosquera
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“¡Quítese eso de la cabeza, una negra no debe utilizar sombrero!” Los gritos de la abuela, regañando a la coqueta sirvienta, quedaron cincelados en la memoria del nieto. Poco imaginaría aquella dama, acostumbrada a las formas de la clase media alta de principios del siglo XX, que aquel insignificante acontecimiento encendería en el joven Oscar un sentimiento que, eventualmente, le llevaría a inscribirse en el partido comunista, a vivir en el exilio por varios años, y a entablar amistades con polémicas personalidades de la izquierda latinoamericana. Casi un siglo más tarde, ese muchacho, contando con 104 años y reconocido como uno de los arquitectos más influyentes del mundo, moriría aferrado a los ideales desatados por aquella injusticia.

Oscar Ribeiro de Almeida Niemeyer Soares (1907-2012) suprimió de su nombre el apellido de su abuelo materno, el magistrado Ribeiro de Almeida, para quedar simplemente como Oscar Niemeyer. Por la personalidad revanchista del arquitecto, muchos pensarían que el cambio de nombre se debía a un acto de rebeldía que lo deslastrase de aquel reconocido apellido que identificaba la calle de la casa de Laranjeiras —Río de Janeiro— donde creció, pero simplemente lo hizo porque sonaba diferente. Un nombre artístico.

Oscar fue un joven bohemio, involucrado en distintas facetas de la escena nocturna brasilera de la década del veinte, escuchando música y persiguiendo mujeres por los cafés de Río de Janeiro, siempre rodeado de sus amigos majaderos. En una entrevista, con ese estilo desvergonzado que le permitía contar con total naturalidad sus aventuras en el intrincado mundo de la burdelería carioca, Niemeyer cuenta cómo un tío abogado, indignado por las inocentes técnicas de cortejo de su sobrino, decidió llevarlo al burdel de Lapa para que probase mujer. Luego de una breve pausa, Niemeyer concluye su historia: “Y me dio gonorrea…”.

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Como estudiante de la Escuela Nacional de Bellas Artes, llamó la atención del decano Lucio Costa, quien, años más tarde, no perdería la oportunidad de incorporar al talentoso muchacho a un importante proyecto para el Ministerio de Educación y Salud Pública. Y como son de casuales los grandes encuentros de la historia, para aquel proyecto, Costa había insistido en contratar —como consultor— al ya célebre arquitecto suizo, Le Corbusier. Niemeyer entonces tuvo la oportunidad de trabajar bajo el ala de ese monstruo de la arquitectura de quien tomó referencias —que en su obra posterior no se esconden—, como por ejemplo, la utilización de grandes estructuras adornadas y el uso de vitrales para iluminación y decorado. “La arquitectura es invención,” le dijo en una oportunidad Le Corbusier. Niemeyer repetiría esta frase incansablemente hasta sus últimos días. Se dice, casi a manera de leyenda, que luego de la partida del maestro, el joven tomó los diseños de Le Corbusier y los mejoró. Entró como dibujante y terminó haciéndose cargo de la obra.

Obsesionado por dibujar la curvatura de la mujer, decía que la naturaleza estaba colmada de formas que no debían ser ignoradas. En sus diseños trataba de adaptarse al terreno que se le presentaba, no forzaba una línea recta donde la naturaleza había dispuesto una curva. Este principio claramente lo aplicó a la Iglesia de Pampulha (1943), que le valió reconocimiento internacional y el desprecio de un particular obispo, que se negó a consagrar el templo por considerarlo un objeto demoníaco.

Hasta 1960 Río de Janeiro fue la capital de Brasil. La Constitución brasilera, de acuerdo a un estatuto de 1891, planteaba que la capital debía encontrarse ubicada en una ciudad céntrica del país, con el fin de llevar el desarrollo de las ciudades de la costa a los poblados del interior. En 1956, el presidente Juscelino Kubitschek se había planteado darle curso al mandato constitucional, fundando una ciudad moderna, futurista, que concentraría el poder central: Brasilia, “Cincuenta años de progreso en cinco”. El presidente Kubitschek había conocido a Niemeyer años antes cuando era el alcalde de Belo Horizonte —Iglesia de Pampulha— y le pidió, personalmente, que se involucrara en el proyecto. Y así fue que, siempre rodeado de sus amigos, a quienes, muy al estilo de Sinatra, llevaba siempre de acompañantes y que, en muchas ocasiones, también incluía en sus proyectos, Niemeyer fungió como arquitecto en jefe, y tuvo a su cargo el diseño de los más importantes edificios de gobierno: Palacio Presidencial, Congreso, Ministerio de Justicia y la famosa Catedral de Brasilia. El concurso para el urbanismo lo ganó Lucio Costa, y para el diseño de los jardines que complementarían los edificios del arquitecto carioca, se contrató a Roberto Burle Marx, un conocido paisajista quien, entre otras obras de renombre, diseñó el Parque del Este en Caracas en 1961.

Al igual que Burle Marx, quien durante la década de los cincuenta desarrolló importantes proyectos en Venezuela, en 1955 Niemeyer se encontró viajando con frecuencia al vecino país, cuando le encomendaron el diseño de lo que, según lo habría proyectado el urbanista Inocente Palacios, se convertiría en el Museo de Arte Moderno de Caracas. El museo, de acuerdo al proyecto de Palacios, sería la pieza principal de un centro cultural sin precedentes en Latinoamérica.

Niemeyer no defraudó. Diseñó una impresionante obra. Una pirámide invertida que coronaba una loma de la urbanización Bello Monte, contigua al centro cultural, y que tendría vista sobre la Ciudad Universitaria de Carlos Raúl Villanueva. El arquitecto brasilero y Villanueva tuvieron la oportunidad de trabajar juntos e intercambiar visiones. A pesar de sus estilos diametralmente opuestos, pues las obras del venezolano partían de la funcionalidad y las de Niemeyer, quien era cultor de la sorpresa, buscaban sorprender y adornar, el brasilero admiraba profundamente a Villanueva. Admiración esta, que aún después de la muerte del arquitecto venezolano, Niemeyer manifestaba abiertamente.

Las circunstancias políticas y económicas, derivadas de la caída de Pérez Jiménez en enero de 1958, obligaron a Inocente Palacios a suspender la construcción del centro cultural y, en consecuencia, el proyecto del museo quedó condenado a una gaveta.

El estilo de Oscar Niemeyer, según opinaba él mismo, se encontraba marcado por la lucha social. Creía que un artista, un creador, especialmente un arquitecto, debía involucrarse en las luchas políticas de sus tiempos. “La arquitectura debe evolucionar junto a la técnica y al conflicto social”, decía.

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Pero esa pasión revolucionaria le trajo múltiples problemas en el desarrollo de su carrera. Con la llegada de la dictadura militar del General Castello Branco en 1964, Niemeyer, confeso amigo de la protesta, renunció a su puesto en la Universidad de Brasilia y, tras haber perdido una parte importante de sus clientes por su militancia comunista, se autoexilió en Francia. Niemeyer supo capitalizar estos problemas y convertirlos en oportunidades. De hecho, fue en estos años de exilio que Niemeyer logra el reconocimiento internacional que lo haría merecedor del prestigioso Premio Pritzker en 1988. En París, diseñó la sede del partido comunista, la que como muchas de sus obras, demuestra el amor por el concreto armado y su fijación por amasarlo hasta llevarlo a los límites de lo posible. Y en Milán, por otra parte, proyectó las oficinas de la editorial Mondadori, que hasta la fecha, permanece como una de sus obras más icónicas.

Antes del reconocimiento y los proyectos exóticos, cuando todavía trabajaba sin salario en obras a las que Lucio Costa lo invitaba como dibujante, en 1928, contando solamente 21 años, Oscar Niemeyer se casó con Annita Baldo —con quien tuvo una hija, Anna Maria. Un par de años luego de la muerte de Annita en 2004 y tras 76 años de matrimonio, Niemeyer decide casarse por segunda vez, en este caso, con su secretaria de toda la vida, Vera Lucía Cabreira.

Fidel Castro acuñó una frase, que ha sido repetida hasta el cliché, en lo que se refiere a la ideología de Niemeyer: “Sólo quedan dos comunistas en el mundo, Oscar y yo.” Su estrecha amistad con el longevo mandatario cubano y sus convicciones ideológicas, inevitablemente, lo ataron a Hugo Chávez, el carismático pupilo de Fidel.

En 2007, a sus 99 años, inspirado por una larga, probablemente larguísima, conversación con el Presidente Venezolano, el camarada Niemeyer le regaló un proyecto en homenaje a Bolívar que reflejaba los sentimientos de Chávez hacía los Estados Unidos, y muy especialmente, hacia su presidente George W. Bush.
Al viejo arquitecto le tomó menos de un día proyectar aquella obra. En efecto, según dicen, Niemeyer tenía la capacidad artística para visualizar un proyecto en una hora. La estructura consistía en un gigantesco obelisco de concreto armado, de 150 metros de longitud, inclinado, que apuntaría directamente a Washingthon D.C. El amenazante diseño se asemejaba a los misiles que era común ver en desfiles de la antigua Unión Soviética o en la actual Corea del Norte. Niemeyer explicó en una entrevista: “Es una advertencia para Bush”, sentenció. La obra, a pesar de haberla ofrecido a un régimen con el cual simpatizaba, probablemente nunca se lleve a cabo.

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El arquitecto brasilero murió el 5 de diciembre de 2012, a tan sólo diez días de su cumpleaños 105. El presidente Chávez expresó sus condolencias en una sentida carta enviada desde La Habana.

El Museo de Arte Contemporáneo de Niteroi (1996) cerca de Río de Janeiro, una de las obras más representativas del arquitecto, evoca, en cierta forma, aquella obra olvidada que Inocente Palacios encargó a Niemeyer en Caracas. La similitud que más resalta, es aquella romántica percepción de un museo que corona una montaña. Pareciera que fue desnudando las duras líneas de la pirámide del viejo proyecto para, en el nuevo, descubrir la sensualidad de la curva.

Hay mucho de Brasil en las obras de Niemeyer. La mujer carioca. El Bossa Nova. Las montañas de Río. Esas que, según Le Corbusier, Oscar llevaba en los ojos.

Ana-Mosquera

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