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El hambre: mecanismo de dominación

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Distantes los días en que al grito de “pan, pan” se levantaban los pueblos y estallaban revoluciones. Como en tiempos aún más remotos, en los que se sitiaban castillos y ciudades por tierra o por mar para cortar el suministro de víveres hasta conseguir su rendición, el hambre se ha convertido en manos de las revoluciones en mecanismo de dominación. Las mayores hambrunas del siglo XX fueron hambrunas artificiales impulsadas por el poder político. Por ello el premio nobel de economía Amartya Sen señala el evidente vínculo entre tiranía y hambre, así como el que existe entre las libertades democráticas y la prosperidad.

Los gobiernos comunistas y socialistas, y, en general, la izquierda internacional, han sido los más destacados en el uso del hambre como instrumento de sometimiento y sumisión. La hambruna rusa de 1921-1922 fue producida por el gobierno bolchevique de Vladimir Lenin. Tras una severa sequía en que el ejército se apropiaba de la siembra de los campesinos para alimentar a sus tropas y partidarios, mientras se la negaba a los adversarios, los agricultores empezaron a cultivar justo lo necesario para sobrevivir, ya que el resto le era sustraído. En represalia, Lenin ordenó la confiscación de toda la comida de los campesinos, instruyó que se les incautase las semillas y alimentos que guardaban para su subsistencia. Cuando se desató el hambre generalizada, los organismos internacionales acudieron en ayuda humanitaria y los bolcheviques se aprovecharon de la asistencia vendiendo en el extranjero el grano que recibían para financiar su actividad represiva. Se calcula que hubo unos cinco millones de muertos por hambre.

El Holodomor (en ucraniano, “matar de hambre”) o la gran hambruna soviética de 1932-1933 fue producida fría racionalidad por Iósif Stalin. Al inicio de la revolución, los bolcheviques habían expropiado las tierras de los terratenientes y de la nobleza para repartirla entre los pequeños agricultores. Pocos años después, ya en 1929, el gobierno consideró que ese reparto había creado una nueva burguesía agraria y decretó la colectivización de la agricultura. Los campesinos ucranianos, llamados de manera genérica kuláks (granjeros ricos), se opusieron a la colectivización y acusados de acaparamiento ilegal y especulación con productos agrícolas, fueron atacados por el ejército rojo, asesinados y deportados a campos de concentración. También en otros lugares, como en el Cáucaso o el Kazakhastan, el gobierno incautó el ganado de los nómadas kazajos o las tierras fueron socializadas. El resultado fue de unos 7 millones de muertos durante el bienio 1932-33, y unos 14 millones en total en el período extendido hasta 1937.

La Gran Hambruna China de 1958-1961 fue consecuencia del Gran Salto Adelante, el conjunto de medidas económicas y políticas implantadas por Mao Tse Tung. Mao ordenó la colectivización agrícola, prohibió los cultivos privados y organizó la agricultura en comunas a la vez que forzó el desplazamiento de la mano de obra campesina hacia grandes proyectos industriales del Estado. Un gran sistema represivo sirvió para perseguir y eliminar a la disidencia acusada de contrarrevolucionaria. El Gran Salto Adelante concluyó en una de las más grandes tragedias de la humanidad: un cifra indefinida de entre 18 y 45 millones de muertos.

El hambre no es un problema climático, no es asunto de insoportables sequías, malas cosechas o falta de tierras e insumos. Es el resultado de malas decisiones y mala gestión. Peor aún, es, en una gran cantidad de casos, el producto de una política fríamente diseñada como mecanismo de dominación y sometimiento de la población. Ni Lenin, ni Stalin ni Mao perdieron poder como consecuencia de sus desastrosas políticas y los millones de muertos. Vieron, por el contrario, incrementado su poder. Tampoco el hambre debilitó a Robert Mugabe en Zimbabue ni la escasez y la pobreza acabaron con los Castro en Cuba. El hambre lleva las personas a niveles de supervivencia, el más bajo estadio en la jerarquía de necesidades humanas. Los seres humanos acosados por la pobreza, la carencia, obligados a luchar día a día por su subsistencia, no tiene energía psíquica para aplicar a otras motivaciones políticas y sociales. Todo su ser está concentrada en la mera supervivencia.

Venezuela se enfrenta, por primera vez en su historia contemporánea, al problema del hambre. Ninguno de los nacidos en el siglo XX logramos salir del asombro de ver la flacura que día a día se apropia de los cuerpos de nuestros conocidos, de sentir dolor al ver niños desesperados buscando restos en los pipotes de basura. La encuesta de El Estímulo encontró el hambre como la palabra más nombrada en el año 2016, como la principal preocupación de los venezolanos. Por eso ha sido tan difícil entender que, ante tan sensible herida, el Presidente de la República haya enrarecido y complicado tanto más la situación económica ordenando sacar de circulación el billete de 100 Bolívares. Hay una lógica ulterior en la zozobra.

El hambre, en el caso venezolano, tiene, por demás, consecuencias políticas especiales. Con una identidad colectiva cristalizada en torno al tema de la abundancia, el principio de escasez es prácticamente un tabú en nuestra manera de vivir. Y el pase de una psicología de abundancia a una psicología de escasez no es fácil. Produce desajustes importantes en la autopercepción e identidad personal. Estas no son palabras sin importancia. Una población confundida y con identidad escindida es una masa débil, con percepción difusa y baja autoestima. Y no hay nada que le guste más al poder que una sociedad debilitada con sentimientos de minusvalía.

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