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Otra secuela que no hacía falta: Buscando a Dory

La secuela de Buscando a Nemo demuestra que Pixar está un paso adelante en la utilización de la tecnología para mostrarnos mundos hiperrealistas, a los que los comunes mortales no tenemos acceso. La vida marina, por ejemplo. Sin embargo, después de terminar de ver la aventura de la desmemoriada pececita, nada importante queda en nuestra memoria.

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Es difícil entender por qué en Buscando a Dory no existe un villano que genere la angustia necesaria para entrar en el juego que propone la película. Sabemos que la pececita conseguirá su cometido, en ese sentido el problema no es el fin sino el desarrollo dela historia. Podríamos argumentar que el ambiente caótico de una reserva natural puede funcionar como el enemigo a vencer, pero ni siquiera el guión de Andre Stanton y sus colaboradores está diseñado de manera que los retos sean realmente dignos de la aventura.

Piensen, por ejemplo, cómo el dentista y su diabólica sobrina, Darla, se convertían en un nudo gordiano para las aspiraciones de Nemo y toda la pandilla del «tang gang»: Gill, Globo, Burbujas, Peach, Gluglu, Jacques y Deb. Es paradójico que en una pequeña pecera se trabajase mejor la tensión que en el mar abierto y en una reserva natural, como sucede en la segunda entrega.

El problema básico de la secuela radica en que se duda del potencial del personaje principal. En consecuencia, se le rodea de unos secundarios que pueden llegar a ser simpáticos, pero que de ninguna manera complementa el viaje que nos pintan desde el principio. Destaca Hank, un pulpo que nos recuerda a aquellos viejos malhumorados de buen corazón. Walter Matthau (Daniel El Travieso) encajaría perfectamente en este personaje. Después nos presentan a un par de leones marinos, responsables de las pocas carcajadas que los niños sueltan en la sala de cine; un tiburón ballena sin nada de gracia, y que ya conocimos en la primera entrega y una ballena beluga, que intenta sacarnos algunas sonrisas con sus dudas de vidente (realmente usa la ecolocalización). Como si faltaran invitados, Nemo y Merlin también son incluidos innecesariamente en la trama. Huele a que fue una exigencia de los productores para asegurarse la presencia de millones de fanáticos.

Presentados los nuevos y viejos personajes, Buscando a Dory se convierte en una serie de gags que el espectador ya ha visto en diferentes películas de Pixar. Lamentablemente, no se profundiza en temas que le habrían dado ese toque trascendental que han convertido en clásicos a otras cintas animadas, como el abandono  (Toy Story) o las emociones (Intensamente). Por ejemplo, tirando ideas, había un filón sobre las consecuencias de crecer huérfano o el bullying infantil cuando eres diferente por una enfermedad desconocida. Incluso, se pierde una gran oportunidad para disertar sobre la zona de confort (en la que vive Hank) y la de riesgo (que representa Dory).

A cambio, esta secuela ofrece de nuevo espectaculares imágenes. Durante muchos tramos babeamos ante los gráficos que Pixar es capaz de regalarnos. Otro punto a favor de la cinta es que no aburre. Si bien nunca ofrece una escena para el recuerdo, la acción está administrada de manera que el tiempo pasa rápidamente para el espectador, algo que se agradece porque los más pequeños -y puedo dar fe de ellos pues asistí con mi hijo- nunca dejan de tener la vista al frente.

Lo mejor de Buscando a Dory es el hermoso corto que la antecede: «Piper», de Alan Barillaro, un animador que había mostrado su talento en una docena de cintas, como Wall-E o Monsters University. Es su debut como director.

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