Opinión

Oda a la guayabera (A propósito de la PAZ y Colombia)

Por tratarse de una prenda de vestir tropical, nada tiene de asombroso descubrir que el origen de la guayabera es incierto y que, para narrar su historia, se puede recurrir a una serie de leyendas. Muchas de las costumbres y tradiciones de los pueblos caribeños parecen haber surgido así, como por obra de magia. En todo caso, de concederle una nacionalidad específica a la guayabera, pese a su uso a lo largo y ancho de Latinoamérica, Google le cede el honor a Cuba.

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Por Marianna Guglielmelli

Allí, en aquel país de mar y vidas revueltas, esta pieza del guardarropa masculino, como concepto, se desarrolla a plenitud. De lo cotidiano salta a lo solemne; se convierte en un símbolo de identidad nacional; se disemina por el Caribe; se reinventa (y desvirtúa) como insignia de burocracia gobiernera y, finalmente, allí en la foto queda para la posteridad: la guayabera la viste la gente de paz. Sirvámonos, pues, de una camisa como instrumento para definir el momento histórico.

Si una imagen vale más que mil palabras, qué de cosas no nos dice el archivo fotográfico de los largos diálogos de paz sostenidos entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC. Todos vestidos de blanco impoluto, sin una gota de sangre sobre el lino suave de las finas guayaberas llevadas con estilo e uniformidad a través de los años en cada reunión y – quizás – sesión de meditación. Mientras La Habana se abría nuevamente al mundo (de manera condicionada), Colombia vislumbraba un camino a la paz (también condicionada). Entre exigencias, concesiones e intercesiones del gurú Sri Sri Ravi Shankar, nacía la pregunta: ¿A favor de quién se inclina la balanza?

Meterse en camisa de once varas no es lo mismo que ponerse la guayabera, no si se es político y latino. Mucho menos lo es para quien intercambia la chaqueta verde oliva por la oportunidad de ser diputado, no cuando una agenda de negociación deja las garantías de lado y traza a la perfección una nueva y moderna estrategia. La guerra se libra en distintos terrenos y cuando la selva no basta, es hora de civilizarse. No hay nada más digno entre isleños y costeños que un caballero de guayabera.

Dicen que las apariencias son engañosas. ¿Será que Timochenko, con imagen remozada, logró cambiar la percepción pública? Cuando, en su juventud, estudiaba la táctica de la guerrilla en Cuba – y es que en esta narrativa siempre se vuelve a la isla, la raíz, el hilo conductor – es de presumir que haya aprendido, para sobrevivir, a dividirse en dos.

El Timochenko de uniforme de campaña, el del pasado, el sanguinario, es uno; el Timochenko de guayabera pulcra y hecha a la medida es un hombre que ha vuelto a nacer, dispuesto a rectificar, a dejar las atrocidades del ayer en el olvido. Es él – el bueno, el reformado, la segunda encarnación, el clon – quien protagonizó el estrechón de manos que le dio la vuelta al mundo y no el otro, el anterior, el malo. Es éste – libre de todo pecado – el merecedor, de una amnistía plena. Pero, ¿dónde habrá quedado el primero, el original, el legítimo, el auténtico, el criminal, y qué hemos de hacer con él?

Horas antes de la ceremonia de la firma del llamado “acuerdo final de paz”, (ese que recibió un baño de agua fría con el rechazo de los colombianos en plesbicito) circularon las imágenes del obsequio creado por el Ministerio de Educación colombiano para mandatarios extranjeros, terroristas reformados y alcahuetas en general: proyectiles de fusil fundidos en bolígrafos cargados de tinta e ironía, desenfundados irresponsablemente en pro de una paz inmediata y contra el porvenir de la democracia. En el instante preciso, las cámaras se encargaron de retratar las sonrisas congeladas de los hombres de blanco, aquellos que pretenden reescribir la historia en clave de realismo mágico con un balígrafo.

¿A quién engañan? Porque, o se acepta lo irreal y extraño como cotidiano y común, o que alguien sensato se encargue de señalar lo obvio: el emperador está desnudo.

Lamentablemente, luego del plebiscito por los acuerdos de paz con las FARC, Colombia oscila entre estos dos extremos. El “no” ganó, pero la victoria no fue rotunda. Para muchos, hay que escoger entre tener paz o hacer justicia, entre dejarse conmover por el Timochenko urbano y su banda de “arrepentidos” u honrar la memoria de las víctimas inocentes de la guerrilla.

En resumidas cuentas, una nación entera repentinamente se encuentra entre la espada y la pared, todo porque un buen día en La Habana, unos cuantos hombres se sentaron a hablar, manifestando la posibilidad de tenderle una rama de olivo seca a un pueblo harto de guerra y sufrimiento. Estos hombres nunca entendieron nada de responsabilidad, de integridad, ni de humanidad. Pero que bonitos se veían todos, sentados tras una larga mesa o parados en fila, luciendo sus impecables guayaberas, respirando paz y bienestar.

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