Venezuela

OPINIÓN | La crisis de la estatalidad venezolana

Dos parlamentos, dos Fiscales Generales, dos Tribunales Supremos y, ahora, dos Presidentes de la República. En la actualidad, el Estado venezolano está dividido en sus poderes públicos, con excepción del Poder Electoral. Ciertamente los dos órganos en el exilio, por esta razón, no han llevado a la ruptura de la unidad del Estado, incluso, la Asamblea Nacional (AN) como Poder Legislativo legítimo, había estado neutralizada por el resto de los poderes, hasta enero de 2019.

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Texto: Luis Salamanca / Fotografía: EFE

Pero con la irrupción de Juan Guaidó, asumiendo el cargo presidencial en virtud de lo establecido en la Constitución, esta división ha llegado a la ruptura de la unidad fundamental del Poder Público, indispensable para el cumplimiento de sus fines y para su funcionamiento. Donde mejor se observa la ruptura es en el plano internacional donde hay países que reconocen a Juan Guaidó y le reconocen los representantes diplomáticos, dejan de pagarle el petróleo a Maduro y colocan los recursos en una cuenta distinta a la oficial.

No es esa la imagen propiamente de lo que solemos considerar un Estado: un poder público unificado en torno a una sola autoridad. Es más la imagen de un Estado desmembrado. Desde un inicial paralelismo institucional comenzado por Chávez hemos llegado a tener dos mandatarios y dos parlamentos dentro de un mismo territorio, disputándose la soberanía. Es una crisis en pleno desarrollo y que aún puede llegar a más. Es algo más que un choque tradicional de poderes. Es una situación de entropía de alto nivel. Es algo más que una crisis de gobernabilidad. Es una crisis de estatalidad. ¿Se está desintegrando el Estado venezolano? ¿O se ha desintegrado ya? Imaginemos que esta división llega a la Fuerza Armada con estas mismas características.

¿Qué es la crisis de estatalidad?

La estatalidad es el grado de institucionalidad de un Estado para cumplir con sus fines de manera eficiente. Para ello, es fundamental la unidad del Poder Público que, en una democracia constitucional requiere, además, la independencia de los poderes que lo conforman a fin de que el Estado ejercite a cabalidad sus cometidos. La crisis de estatalidad rompe gradualmente el tejido estatal y puede llegar a niveles máximos como en el caso de una guerra civil.

Tal como la vemos hoy en Venezuela, la crisis de estatalidad es una profunda división en la cual el Estado se convierte en el teatro de operaciones de dos fuerzas, una legítima y otra ilegítima, que se disputan su control. Se va conformando la imagen de un Estado que no puede ejercer su poder sobre el territorio y sobre la población de manera legítima, auto-confrontado, envuelto en un conflicto internacionalizado. No encuentro otra manera de calificarlo sino como una crisis de estatalidad, de deshilachamiento del tejido estatal, que da al traste con su rol.

Si bien el término estatalidad no es usual en el habla corriente, ni tampoco en el habla especializada; incluso no aparece en el diccionario de la Real Academia de la Lengua; es posible usarlo, como ha pasado con otras palabras, por la necesidad de expresar situaciones que otros términos no expresan suficientemente. Aún no se ha implantado en las ciencias políticas. Ha sido usado por algunos autores sin profundizar en él. En la región, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) la ha incorporado a sus análisis sobre el Estado. El PNUD entiende por estatalidad la capacidad del Estado para cumplir con sus funciones y objetivos independientemente de su tamaño y forma de organizarse. Un Estado roto no puede cumplir sus fines porque no puede gobernar, apenas sólo puede mandar, pero se debilita su poder y puede llegar hasta no mandar.

La crisis de estatalidad no es una crisis de gobernabilidad

La crisis de estatalidad es algo más que una crisis de gobernabilidad. Esta se define como la poca o nula capacidad del gobierno y, en general, del Estado para cumplir con sus responsabilidades. La estatalidad tiene que ver con la operatividad normal de los poderes públicos y sus órganos. La crisis de estatalidad es una crisis de dirección del Estado: ¿quién gobierna? ¿Quién controla el territorio? ¿Quién ejerce la soberanía, cuyo titular es el pueblo? La situación puede empeorar si la lucha por el control del Estado escala a niveles superiores, como en coyunturas revolucionarias, cuando puede llegar a darse lo que Charles Tilly llamó una “doble soberanía,” punto en el cual hay dos fuerzas confrontadas sobre un territorio reclamando su control y la obediencia de la población.

Tal escenario se asoma en el horizonte sino se detiene esta dinámica institucionalmente destructiva. La única forma de detenerla es volviendo al cauce constitucional, devolviendo la palabra al pueblo democráticamente. Permitirle que diga la última palabra para resolver la crisis, es decir, devolverle su soberanía para que, mediante el sufragio democrático ponga orden en el Estado.

El Estado según el derecho constitucional

El derecho constitucional define al Estado como la articulación de tres condiciones existenciales: el pueblo, el poder político (también llamado gobierno) y el territorio. Se necesitan las tres conjuntamente para que haya Estado. El Estado es, así, un poder que se ejerce sobre la totalidad de un territorio y sobre su población, por medio de un gobierno. Se puede ejercer democrática, autoritaria o totalitariamente. Pero, en cualquier caso, se requiere de una unidad esencial exigida por la necesidad de que el poder público sea ejercido con una orientación única. En democracia esa voluntad unitaria se forma de la diversidad política del pueblo, pero no es una unidad partidista sino institucional, es una unidad producto de la diversidad política e ideológica ciudadana. Ello supone que en democracia el poder público puede estar dividido y distribuido entre distintos intereses partidistas y ello no rompe la unidad esencial del Estado.

Así fue desde 1958 hasta 1998. Incluso los dirigentes democráticos compartieron el poder entre los partidos más votados, como una manera de aumentar la representatividad del sistema político. Por ejemplo, el Congreso Nacional estaba dirigido por los partidos con mayor representación parlamentaria. La Constitución de 1999 también lo dispuso de esa manera, aunque la práctica de los gobiernos de Chávez y Maduro contradijo ese principio, socavando el Estado democrático-constitucional hasta llevarlo a la crisis de estatalidad actual. En efecto, la Constitución de 1999 establece:

“Artículo 136. El Poder Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral.

Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado.”

Es muy clara la norma. El Poder Público es uno solo independientemente de cual factor político lo detente. El expresa la voluntad del pueblo soberano recogida democráticamente en votaciones libres, justas y limpias. Si esa voluntad es que un Poder Público esté en manos de una tendencia política distinta a la que rige otro Poder, pues, los dirigentes de esas tendencias tendrán que ponerse de acuerdo en torno a los fines del Estado tal como están determinados en la Constitución.

La actuación unificada del Estado democrático es necesaria a fin de reclamar para sí el carácter de poder y de autoridad sobre esa población y sobre ese territorio, y frente a otros Estados. Es decir, para ejercer la soberanía en nombre del pueblo que es su titular. No puede haber dos poderes que reclamen lo mismo sobre los gobernados y sobre el mismo territorio. Si ello es así, se pone en entredicho la existencia misma del Estado, su poder, su soberanía.

En este momento, los tres elementos existenciales del Estado venezolano están sufriendo dinámicas devastadoras. El pueblo sufre una catástrofe social y la confiscación de su poder soberano por parte del detentador del cargo presidencial quien no ha permitido que se exprese libre y democráticamente desde 2016. Por lo tanto, el elemento pueblo está enfrentado al elemento gobierno. El territorio sufre distintas situaciones de pérdida de soberanía territorial del Estado, por abandono, por dejadez, por alianzas espurias y por incapacidad. Hay áreas de la geografía nacional que el Estado no controla.

Para remate, el poder político está fracturado en dos: una autoridad legítima, el Poder Legislativo; el otro, el Poder Ejecutivo, tomado por una persona sin título para ello. El Legislativo y el Ejecutivo son los poderes fundamentales de una democracia constitucional y, en general, de cualquier sistema político. Su confrontación en la forma que ocurre en Venezuela es muy grave, por las consecuencias que puedan derivarse de ella.

Origen de la crisis de estatalidad

Esta peligrosa dinámica surgió y se extendió en la medida que el chavismo perdía apoyo popular y la oposición alcanzaba posiciones dentro del Poder Público. Esta crisis de falta de unidad del Estado no empezó, pues, en enero de 2019. Si bien alcanzó su mayor expresión el 23 de enero de 2019, viene gestándose desde antes de 2015, cuando comenzó la práctica de poner autoridades paralelas a los Gobernadores de estado, controlados por la oposición, los llamados “protectores”, una figura sin existencia constitucional; igualmente se manifestó en la creación de la Autoridad del Distrito Capital, como gobierno paralelo al Alcalde Metropolitano. Esta situación ha ido de menos a más, escalando gradualmente.

A partir del 7-12-2015 se fue a mayores, cuando comenzó a configurarse una operación de desconocimiento de la AN elegida por el pueblo en elecciones democráticas. Al perder el 6-12-2015 la Asamblea Nacional, el régimen de Maduro impulsó una nueva operación de paralelismo institucional. Era, nada más y nada menos que sacar del Estado a los legítimos representantes del pueblo; en otras palabras, el desconocimiento de la democracia representativa.

Los años siguientes, los venezolanos han carecido de representantes y de Poder Legislativo considerado como el ente público más importante en una democracia por su carácter pluralmente representativo y por su función. Este fue sometido a una operación de obstrucción que terminó en la usurpación de sus funciones. El régimen autoritario comenzó a resistirse al cambio político democrático, en lugar de llegar a un acuerdo con los nuevos ocupantes del Poder Legislativo para reajustar los fines del Estado, como corresponde en una democracia constitucional.

El régimen se inventó una figura de imposible existencia: el “desacato” de un Poder Público. La operación siguió con la usurpación de sus funciones por el Poder Ejecutivo y, finalmente, se consolidó con la creación de un poder legislativo paralelo bajo la forma de una Asamblea Nacional Constituyente, indebidamente convocada.

La Asamblea Nacional en manos opositoras, nombró en 2015 a un grupo de Magistrados del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que fueron perseguidos por el régimen y obligados a huir al exterior, donde fungen como un “Tribunal legítimo” y para muchos países y organizaciones internacionales son el TSJ válido. Sin embargo, al carecer de la fuerza legítima del Estado para hacer valer sus decisiones, éstas han quedado en un limbo. No obstante, algunos países y organizaciones internacionales lo han reconocido.

A partir de 2016, el Estado venezolano comenzó a funcionar sin Poder Legislativo y sus competencias fueron asumidas por el Presidente de la República, por el TSJ y por la ANC. Esto anuló a la AN pero el régimen no se atrevió a disolverla. El país y el mundo vieron con estupor como Maduro se convirtió en legislador, decidía el Estado de excepción por su cuenta, aprobaba el presupuesto, entre otras materias, usando como mampara al TSJ y a la ANC.

No obstante, la AN quedó en pie y operativa de cara al mundo democrático occidental, que la considera como único poder legítimo. Permanecer abierta se ha revelado como un hecho fundamental pues la AN es el único escenario constitucional en el cual puede dirimirse cualquier crisis transicional que pudiera ocurrir en el país. Quienes pensaban en 2016 que la AN estaba disuelta, hoy ven cómo ésta recupera su iniciativa constitucional y política. Los chavistas deben estar pensando que fue un error estratégico no haberla disuelto.

La crisis de estatalidad escala con la ANC “plenipotenciaria”

La crisis de estatalidad llegó a niveles inconcebibles con la “elección” en 2017de una Asamblea Nacional Constituyente sin cumplir con el requisito previo de convocatoria por el pueblo en un referendo. La ruptura de la unidad del Estado no se detuvo con la creación inconstitucional de la ANC. Ella fue declarada “plenipotenciaria” sin ningún fundamento constitucional. Todos los poderes públicos, excepto la AN, se le “subordinaron”, lo que en la práctica significaba la subordinación a Maduro quien, de esta manera, asumía un poder absoluto sin ser monarca.

Desde adentro del régimen se produjo el alzamiento de la Fiscal General de la República, en abril de 2017. Las razones de esta insurgencia aún están por determinarse. Era una funcionaria con más de 7 años en el cargo y había sido renovada en el mismo. Era una rebelión de uno de los poderes controlado por una funcionaria chavista frente al Ejecutivo, un choque de poderes; pero, sobre todo, evidenciaba el resquebrajamiento de la estructura de poder dejada por el extinto mandatario. La Fiscal alzada fue destituida por la ANC que procedió a designar un Fiscal sustituto, sin tener competencia para ello. Al huir del país, se configuró una situación de paralelismo institucional: hoy hay dos Fiscales Generales. Y, aunque la Fiscal emigrada no tiene como actuar con eficacia al interior del país, por obvias razones, y no entorpece la labor del Fiscal designado por la ANC, sin embargo, ha recibido reconocimiento de algunos países y organizaciones internacionales.

La guinda de la crisis de estatalidad: los dos Presidentes

La crisis de estatalidad continuó en 2018. Nicolás Maduro convocó y “formateó” unas elecciones a la carta el 20 de mayo de 2018 (20M), para no perderlas. Ilegalizó o proscribió al partido Mesa de la Unidad Democrática (MUD), el más importante electoralmente del país desde 2015, inhabilitó a un potencial candidato presidencial, teniendo detenido a otro y a los demás exiliados; convocó los comicios mediante la ANC, sin competencia para ello, y aplicó en una escala mayor el tradicional ventajismo institucional, interviniendo groseramente el proceso electoral. En fin, sin partidos ni condiciones legales, justas y democráticas para participar, la oposición mayoritaria terminó absteniéndose, lo cual era, por otra parte, el objetivo del régimen. El 10 de enero de 2019 Maduro asumió un cargo para el cual no tenía título.

Previamente había asumido su cargo de Presidente legítimo de la Asamblea Nacional (AN), el diputado Juan Guaidó, un joven político colocado en dicho cargo por la conjunción de una serie de factores azarosos. El 11 de enero de 2019, el Presidente de la AN desafió a Maduro, declarando no sólo la usurpación del Poder Ejecutivo sino su disposición a resolver ese problema. En ese momento Juan Guaidó no se declaró Presidente de Venezuela, sino que pidió el apoyo del pueblo, de la FAN y del mundo para superar la usurpación.

El 23 de enero, conmemorando los 61 años de la caída de Marcos Pérez Jiménez, Guaidó juró como Presidente interino, generando un nuevo proceso político mucho más complejo. Recibió el apoyo de la comunidad internacional que no ha estado indiferente al proceso venezolano. Guaidó espera y busca una reacción al interior de los poderes controlados nominalmente por Maduro, ofreciendo amnistía para aquellos funcionarios que colaboren en la restauración de la democracia. La ruptura de la estatalidad alcanzó sus topes con estas dos figuras reclamando el máximo cargo de la República. Estamos, ahora mismo, en medio de la crisis de los “dos Presidentes”.

El reconocimiento internacional a Guaidó como Presidente interino legítimo no es simbólico. Ya está trayendo consecuencias prácticas inmediatas para el ejercicio del Poder Público en Venezuela. Entre esos apoyos mundiales está el de los Estados Unidos de Norteamérica que, al día de hoy, ha reconocido a Guaidó como Presidente de la República, poniendo en sus manos los fondos por concepto de petróleo, lo que lleva la crisis de estatalidad a niveles superiores, poniendo a Maduro en una encrucijada: o cede, o responde con mayor autoritarismo.

El Estado está atravesado por una corriente disruptiva peligrosa que puede llevar a una ruptura mayor si llega a envolver al factor militar. Si se llega a ese punto la situación se puede ir fuera de control. La intervención internacional puede hacerse necesaria para impedir graves violaciones de derechos humanos. La crisis de estatalidad está en riesgo de desbordarse. Sólo el pueblo puede detener esta escalada del conflicto, pero hay que permitirle expresarse mediante el sufragio democrático, en elecciones consideradas legítimas por todos, tal como lo afirmó el padre Arturo Sosa recientemente.

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