Salvador Franco, indígena pemón de 44 años, ha muerto en la cárcel de El Rodeo II donde permanecía como preso político. Según organizaciones no gubernamentales de derechos humanos, se le habría negado el traslado por motivos de salud que un tribunal había ordenado. Los familiares de venezolanos de la misma etnia, internos en el mismo establecimiento, piden ayuda para que sean liberados. Son trece detenidos con cargos de “terrorismo” por protestas en Bolívar, región donde la enfermedad de nuestro Estado de Derecho muestra síntomas escandalosos de gravedad. Los acusan de asaltar una instalación militar en 2019. Amnistía Internacional se ha hecho eco de un caso que puede ser una muestra, tan dolorosa como elocuente, de la situación de nuestros compatriotas pertenecientes a los pueblos indígenas.
La población indígena en Venezuela pasa del medio millón en una treintena de etnias. Ciertamente, es alrededor del 2 % del total de los que somos. Tal vez eso y su marginación histórica, limite la repercusión de una situación crecientemente injusta. Su contingente más numeroso es en Zulia (wayú, añú, motilones, yukpas), pero proporcionalmente significan un componente mayor en la población de Amazonas (banive, piaroa, piapoco, kurripaco), Bolívar (pemón, yanomami, yekuana) y Delta Amacuro (warao), por citar algunos de los grupos más significativos. También hay presencia importante en Apure, Barinas, Guárico, Monagas, Anzoátegui, Sucre, así como no son pocos los que están en las ciudades a dónde emigran buscando la supervivencia.
En su prolijo título de Derechos Humanos, la Constitución dedica un capítulo a los derechos de los pueblos indígenas, con sus artículos 119 al 126. También ha suscrito Venezuela desde 2001 el Convenio 169 de la OIT. Pero las legítimas esperanzas que esos avanzados reconocimientos explícitos generaran, han ido desvaneciéndose después. No pasan de la letra jurídica a las duras realidades de la vida. Una muestra reciente de ese retroceso es que tras privar por cinco años de representación al estado Amazonas en la Asamblea Nacional y a la circunscripción indígena del Sur, sin que su caso se moviera un milímetro judicialmente, una normativa inconstitucional privó a esas comunidades de elegir por voto directo y secreto a sus representantes.
En proporción, hay más pobreza extrema en los pueblos originarios y mayor índice de mortalidad. Es imposible no ver la exclusión, la persecución e incluso rastros indeseables de racismo. Súmense a todo eso las violentas consecuencias del Arco Minero.
Es verdad que todos los venezolanos sufrimos una crisis larga en el tiempo, ancha en su impacto social y profunda en sus daños de todo tipo, pero eso no puede ser excusa para ignorar que el cuadro es mucho peor para esos compatriotas en los extremos occidental, sur y oriental de esta República maltratada.
Los indígenas son tan venezolanos como nosotros. La conciencia de una gran comunidad nacional incluyente que no deja de lado a nadie, debe ser recobrada y fortalecida. Eso nos ayudará a ser una sociedad más democrática, cohesionada y de progreso. Una sociedad más humana.