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¿Quién es Laila Haidari, la mujer a la que quieren matar por hacer el bien?

Fundó un centro de rehabilitación para drogadictos y un restaurante frecuentado por jóvenes hazaras, minoría chiita que suele ser blanco de ataques. Sabe que su vida correrá peligro cuando terminen de irse las tropas estadounidenses de Afganistán, pero no piensa abandonar sus logros sin luchar

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Laila Haidari
Adek Berry / AFP |Anne CHAON / AFP

Los amigos de Laila Haidari le aconsejan que haga maletas y huya de Afganistán antes del posible regreso de los talibanes. Sentada en una terraza, fumando un cigarrillo, ella lo tiene claro: no se va.

Pero, ¿quién es esa mujer a la que los talibanes quieren desaparecer por hacer el bien?

Con sus falsos aires de Madame Butterfly, moño negro y cejas marcadas, vestido amarillo y uñas postizas pintadas de turquesa, Laila Haidari es y quiere seguir siendo la mujer de todos los desafíos.

Fundó un centro de rehabilitación para drogadictos y un restaurante frecuentado por jóvenes hazaras, minoría chiita que suele ser blanco de ataques. No viste velo, conduce su coche a gran velocidad por las calles de Kabul, fuma y canta con sus amigos músicos.

Eso es todo lo que odian los insurgentes islamistas que se hallan a las puertas de las grandes ciudades y quizás del poder. O eso esperan, después que las fuerzas estadounidenses hayan concluido su retirada.

«Abrí el centro de desintoxicación hace 11 años. El restaurante un año después. No voy a perderlo todo sin pelear», advierte en el jardín de su local, el Taj Begum, en el oeste de Kabul.

Fundó un centro de rehabilitación para drogadictos y un restaurante frecuentado por jóvenes hazaras, minoría chiita que suele ser blanco de ataques. No viste velo, conduce su coche a gran velocidad por las calles de Kabul, fuma y canta con sus amigos músicos.
Laila fuma, no usa velo y canta en público. Los talibanes odian todo eso. Foto AFP

«Laila Haidari, la madre de los drogadictos. Esa es mi identidad. ¿Cómo puedo abandonarlo todo? Me quedaré y resistiré».

Se crió en Irán, donde su familia se refugió. Con 12 años la casaron con un mulá que se quedó con sus tres hijos después de que se divorciaran al cabo de una década.

Todo comenzó para ayudar a su hermano

Laila regresó a Afganistán a los 30 años y descubrió que su hermano, Hakim, era adicto a la heroína.

Lo fue a buscar bajo el puente Pul-e-Sokhta que atraviesa las pútridas aguas del río Kabul, un lugar tomado por los drogadictos que se pinchan y pasan las horas hasta el amanecer, esperando la muerte.

«Cuando empecé, se creía que había unos 5.000 (drogadictos) en el país. Los más jóvenes tenían 15, 18 años. Hoy el número no para de aumentar. Y vemos a los de 10, 12 años caer» en las drogas.

Cuando gobernaban el país, hasta 2001, los talibanes prohibieron el cultivo de la adormidera o amapola, de donde se obtiene el opio y la heroína. Actualmente estos mismos cultivos los financian. Afganistán proporciona 90% de la producción mundial de heroína. Y los insurgentes también producen cristales de metanfetamina, extraídos de una flor que crece en la naturaleza.

Según los expertos en la lucha contra los narcóticos, el 11% de la población afgana (34 millones) consume estupefacientes. Entre 4 y 6% son «adictos» a las drogas duras.

La llaman Nana

Para sacarlos de este infierno, Laila Haidari decidió recoger a estos «muertos vivientes», «como en una película de Hollywood», dice, para encerrarlos en su Mother center, el centro de desintoxicación al que sus primeros ocupantes pusieron ese nombre. Se quedan un promedio de 16 días, el tiempo de pasar el síndrome de abstinencia.

Después aplica el programa de los Narcóticos Anónimos, redes de ayuda entre dependientes: una vez «limpios», sus residentes se unen a grupos como estos para apoyarse mutuamente.

Con frecuencia estas personas, marginadas y sin lazos familiares, una vez curadas acuden al Taj Begum para una nueva vida.

Con la tercera ola de covid en el país, Laila cerró temporalmente el centro, que ahora acoge a un anciano y un niño.

Pero el restaurante sigue abierto y Sayed Hosein, de 33 años, un exdrogadicto del puente, serpentea entre las mesas con bandejas en la mano. «Empecé a consumir droga cuando estaba en Irán, llegué aquí con 20 años sin familia», cuenta.

Laila, a la que llama «Nana» («mi madre» en persa) lo sacó de allí «gratuitamente», insiste.

«Nana» ajusta un cuello, riñe a los demasiado ruidosos, vigila al jardinero (otro exdrogadicto), coge la pala y de paso se coloca un geranio en el moño.

«Nana» está en todas partes, se ocupa de todo.

«Para los talibanes, los drogadictos son criminales a quienes juzgan y envían a la cárcel. No los ven como a enfermos», comenta la mujer.

«Mi estilo de vida me ha valido muchas amenazas, incluso la forma en la que los transeúntes reaccionan cuando me ven conducir. Me dicen prostituta. Pero la principal, ahora son los talibanes».

«¿Cómo iban a aceptar a alguien como yo que fuma y charla con hombres?», describe.

Y aún así la retirada de las fuerzas estadounidenses no la asusta. «En Afganistán, las mujeres siempre deben luchar por sus derechos. Empieza con la familia, para poder salir, ponerse el vestido que quiere…»

«Nunca creí que la paz volvería», confiesa. «Los talibanes mataban a la gente hace 20 años. Hoy atacan los distritos. Cuando lleguen aquí, tendremos que luchar».

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