La precandidata presidencial Delsa Solorzarno sacó un esqueleto del clóset de los prejuicios y la ignorancia del país. En una entrevista, mencionó la necesidad de luchar contra la pobreza menstrual. El término hace referencia a las dificultades al acceso de insumos sanitarios y de otra índole, durante la menstruación. Lo que abarca desde la compra de toallas sanitarias, tampones, la posibilidad de usar agua potable para la higiene debida, hasta analgésicos para los calambres o cualquier otro síntoma asociado al proceso físico. Se trata, claro está, de un problema grave. Pero también, de uno en esencia femenino, por lo que en Venezuela, cuna de machos, el uso del concepto causó sorpresa.
Peor aún, se convirtió en motivo de burla. De hecho, el primer comentario que leí sobre el tema en Twitter, fue uno — de una mujer, nada menos — pidiendo detalles y añadiendo los consabidos emojis de carcajadas. “¿Alguien me explica qué es esto?”, escribió, sobre un artículo que recogía las declaraciones de Solorzano acerca del asunto.
Leí la provocación — porque eso era — más preocupada que enfurecida. Se trataba de una mujer que desconocía, invalidaba y menospreciaba una situación que, sin duda, podía comprender. La burla, además, dejaba claro que la posibilidad de no atender la menstruación era un tema que le resultaba ajeno, sin importancia. El habitual “si no me sucede a mí, no es real”. ¿En qué se ha convertido Venezuela? Pensé. Un pensamiento ingenuo. La cosa es que siempre lo ha sido: un caldo de cultivo ideal para el extremismo.
Claro está, no fue la única que utilizó las palabras de la líder política para profundizar en prejuicios y señalamientos. Desde burlas directas a las mujeres “débiles y mimadas” — de opinadores del sexo masculino — hasta proclamas de que esta “generación de cristal” no soporta gran cosa, otra vez de mujeres. Había de todo para escoger en el carnaval de la misoginia, ignorancia, desconocimiento sobre el cuerpo femenino y directamente, falta de respeto que llenó la plataforma. Lo sé, Twitter no es el mundo real. Sin embargo, sí es una sombra de la opinión del mundo 1.0 acerca de dolencias, salud reproductiva y todo tipo de desigualdades en un país que se ha hecho cada vez más conservador a medida que intenta alejarse de “la progresía”.
Lo más preocupante, pienso, mientras recolecto tweet a tweet de insultos, no es la posición política del vendaval de resentimiento que leo. Es la creencia irrespetuosa y peligrosa de que cualquier acercamiento a un sistema médico o a estructura sanitaria más bondadosa en la Venezuela del 2023, equivale a enfrentarse con un trauma histórico. Otra vez el viejo truco: el gobierno se apropió de cada una de las grandes luchas y las convirtió en bandera política. De modo que hay un buen número de venezolanos que están convencidos de que cualquier reivindicación, reclamo, acceso de ayuda y sostén a grupos vulnerables, “cede” derechos y se convierte en una “forma de control” de la “comunidad y la familia”. Entre otras tantas excusas para aferrarse al prejuicio, la discriminación y el desconocimiento. Una ola cada vez más inquietante de opiniones que invalidan circunstancias que en otros países son fuente de preocupación gubernamental y se debaten bajo el cristal de mejorar las condiciones esenciales de salubridad.
Pero ¡vamos! Estamos en la Venezuela traumada por veinte años de vaivenes de poder, tan retrógrada como para que un grupo defensor de valores se haya atrevido a levantar “su voz enfurecida” contra la educación sexual. Estamos en la Venezuela en la que las mujeres siguen siendo blanco de una misoginia rampante, en la que la comunidad LGTBQ+ debe enfrentarse a una campaña incesante de odio porque “no importa lo que hagan con su cuerpo, pero que eso no toque leyes mayores porque es personal”. Como si fuera admisible el hecho de ciudadanos de segunda categoría, un grupo sin derechos. A la vez, que el feminismo sea relegado a un berrinche colectivo. Estamos en la Venezuela en la que una encuesta hecha en 2022 por La Red de Mujeres Constructoras de Paz, auspiciada por el Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela, determinó que 40% de las venezolanas no tienen acceso a productos para la gestión de la menstruación.
Así estamos y este es el país en que nos tocó vivir a todos los que nos aterrorizamos por el retroceso de los derechos en el terruño natal en este eco de una situación que resuena desde otras naciones infectadas por el populismo y los planteamientos extremos.
El privilegio de evitar un suplicio
Entre el año 2016 y 2017, en medio de una de las peores crisis económicas que Venezuela ha atravesado, la escasez nos tocó a todos. Y en particular a las mujeres nos afectó en un tema para el que, en ese momento, no había un nombre. O al menos, uno que yo conociera. Poco a poco, todos los productos de cuidado femenino íntimo desaparecieron de las estanterías de farmacias y supermercados.
Por supuesto, con docenas de otros artículos más. Lo preocupante del caso de la incapacidad para conseguir toallas sanitarias, tampones y analgésicos, es que la salud vaginal y ginecológica es un delicado equilibrio. Uno que no tardó en romperse y ocasionar todo tipo de consecuencias en una considerable parte de la población.
No hablo de estadísticas, que las hay. Lo supe de primera mano. La escasez de toallas anatómicamente correctas y con las características necesarias para evitar cualquier inconveniente menstrual, me obligó a usar todo tipo de sustitutos. No solo en marca, que no sería en realidad lo preocupante, sino en calidad. Plástico en lugar de algodón, tan poco absorbentes como para provocar incomodidad y después, infecciones urinarias y vaginales. Mi ginecólogo — un privilegio al que tampoco tiene acceso un enorme porcentaje de mujeres en el país — no tuvo otro remedio que incluirme en la lista de pacientes en busca de insumos “de calidad”. Eso para evitar que sufriera algún cuadro uterino peor, una dolencia pélvica de cuidado. Opciones aterradoras en medio de una crisis de medicinas, atención, acceso a cualquier atención profesional.
Mi médico fue paciente. Me explicó qué ocurría en una de las diez consultas a las que tuve que asistir en medio de calambres menstruales tan dolorosos como para hacerme vomitar. Todo se debía a la mala calidad de la toalla sanitaria, de los tampones que tampoco ayudaban demasiado. Al ser productos genéricos, sin pruebas de calidad, no estaban destinados a evitar el aumento de la temperatura en mis partes íntimas, lo que provocó una reacción en cadena.
“Se puede poner peor”, me aclaró. Recuerdo el miedo que sentí, lo indefensa. No importaban mis precauciones, higiene, la obsesiva preocupación por cuidar de mi cuerpo en un país en el que enfermar es un lujo. Había dejado pasar un detalle que jamás tomé en cuenta y por el que ahora, sufría sin saber cómo evitarlo.
Finalmente, todo lo resolvió el dinero. Me vi obligada a comprar unas costosísimas toallas y a llevar un tratamiento farmacéutico de meses. Y no dejé de recordar, ni un momento, en lo afortunada que era de poder hacerlo. Porque probablemente, la mayoría de las mujeres de mi país, sufrirían no solo de infecciones, sino de todo tipo de trastornos asociados a ese, en apariencia, ínfimo detalle, que puede cambiarlo todo.
Mejor en secreto
Incómodo, ¿verdad? Sé que mientras lees esto, te parece que sabes mucho más de lo que querrías cuando comenzaste este artículo. Y tienes razón. No sabes nada o muy poco de lo que las mujeres sufren a diario. De todo lo que requiere — y el esfuerzo que lleva — que cada parte de nuestro preciado organismo esté en perfecto funcionamiento. No, no es fragilidad, tampoco debilidad. Se trata de que hay que hay que hacer entender que la salud sexual de la mujer no es una circunstancia “menor”.
En Venezuela, machista, retrógrada, que celebra lo que llama “conservadurismo” para ocultar su profundo desconocimiento sobre lo que ocurre más allá de las fronteras, los problemas de salud femeninos no son un tema prioritario, aunque un gran número de mujeres no puedan asistir a una consulta anual con el ginecólogo, acceder a mamografías. Aunque haya mujeres que se retuercen de dolor menstrual, de síntomas que van desde ardor y dolor constante, hasta infertilidad. Pero eso no importa, no interesa. Es un chiste, una incomodidad a la que nadie presta atención.
Porque aun en la segunda década del siglo XXI, hablar sobre la menstruación está mal visto. Mucho más, de la salud vaginal. No solo por el prejuicio ancestral — esas “cosas de mujeres” que a nadie importan — sino, además, por esa noción que se trata de procesos biológicos que más vale mantener en secreto, impropio de ser debatido en voz alta, de admitirse como algo concreto.
Hace unos años vi el documental “La luna en ti”, de la eslovaca Diana Fabiánová. El metraje lleva un sugerente subtítulo: “Un secreto demasiado bien guardado”, lo cual es verdad. La cinta analiza desde varias perspectivas ese misterio incómodo que suele ser la menstruación. Una mirada profunda a ese condicionamiento sobre el cuerpo, la menstruación y la salud vaginal.
La directora profundiza en tópicos que casi nunca se tocan. Uno de ellos, la insistencia de madres en todo el mundo en que la menstruación debe esconderse como algo vergonzoso.“Ningún hombre debe saber nunca cuándo estás menstruando”, llega a decir una de las entrevistadas a su hija menor de edad. Pero también esa insensibilidad mundial que obliga a esconder lo obvio. El documental, además, se enfrenta a esa idea dicotómica del cuerpo de la mujer: por un lado, objeto sexual y por el otro, una visión durísima y cruda que lo castra emocional y físicamente por un tipo de violencia oculta detrás de burlas e indiferencia. “Una mujer deseable no menstrua”, comenta un entrevistado a la cámara de Fabiánová: “O si lo hace, no nos importa”.
Pienso en la frase mientras vuelvo a la discusión en Twitter. Ahora las burlas tachan a las mujeres que comentan del tema de “holgazanas, simplonas”, incapaces de aguantar “lo que las abuelas sí pudieron”. De nuevo, tengo la sensación escalofriante de que el cuerpo de la mujer sigue estando en medio de una disputa histórica. Una violenta, cruel y en la que, casi siempre, perdemos todas y a la que se suma un ingrediente político extremo que enrarece todo asunto. Pero es momento de hablar claro.