Ya sé que estaba equivocado.
Ya no me son particularmente nostálgicas las jornadas en las que hablar de Trump se mezcla con alguna anécdota de Vielma Mora y la frontera. Ya no es raro que comentar la locura del terrorista de Niza sea un tema que prosiga a una mención de algún cantante mexicano o brasileño, “que tiene una nueva verisón de Tonada de Luna llena”. Ya no llamo guetto al hecho contante y sonante de andar, mayoritariamente, rodeado de venezolanos.
La vida es así.
Hace pocos días tope con un texto de esos que no te esperas. «Ansiedad», se llama, y lo escribe un venezolano, Juan Pablo Gómez, que hace un blog desde Lisboa, y a quien no tengo el gusto de conocer.
Aquel texto es sobre lo no dicho. Es lo mismo que siento en las jornadas frecuentes de mi vida en las que, a pesar de los años, mi corazón, mi mente y mis anhelos se encuentran en mi país de origen. Ansiedad -no se lo pierdan,- es un texto hermosamente escrito, que narra una breve estancia de Juan Pablo, su escritor, y Catarina, una ejecutiva maravillosa, con quien transcurre su última sesión de asesoría en Español.
El texto es seductor y nebulosamente desgarrado. Y nos cuenta de Catarina, de Portugal, de una velada en la playa y de un cuatro y su cuatrista.
Pero, sobre todo, es sobre lo que no cuenta.
De esta sensación perdida, olvidada e invisible que los emigrantes llevamos siempre adentro, de la que nadie nos había contado, y a la que nos acostumbramos porque a pesar de los años no cambia.
Es una admiración por un mundo lejano, a veces ya inexistente, en el que el tiempo y la geografía son remotos en simultáneo. Es una sensación de vejez temprana. Un síndrome de melancholía yuxtapuesta. Estamos alegres y melancólicos. Cansados y melancólicos. Eufóricos y melancólicos. Satisfechos, preocupados, voluntariosos, vencidos y melancólicos. Amorosos y melancólicos.
El que fue capaz de arrancarse una raíz es capaz de lo indecible.
Así vamos. Trabajando, ejerciendo la paternidad, ganando y debiendo, aprendiendo y poniéndonos viejos, con el alma de emigrante que no nos abandona, como una célula que aparenta estar dormida, pero está bien despierta.
Al final de Ansiedad, la repentina protagonista de ese relato termina viviendo en Paraguachí. Mi hallazgo fue tremebundo.
Aquella linea me reveló un mínimo y a la vez enorme recuerdo de la infancia. A Paraguachí, un pueblo casi caserío que queda en las carreteras de Margarita, llegué una vez en unas vacaciones, cuando niño, y allí probé por primera vez una empanada de cazón. Y volvía a sus calles tanto como pude para repetirlas. Me maravillaba el carrito en que la freían. La calle desierta. Que supieran tan ricas en medio de tanto calor. Es un recuerdo inexplicablemente alegre. Un hito aleatorio de esos que se convierten en parte de tu identidad.
Es una de millones de imágenes y recuerdos que lo acompañan a uno en una tierra ajena y lejana, aunque nada alrededor parezca reparar en ello. Nos vamos acostumbrando a ser raros, los emigrantes.