Vivir en el pasado
La política se ha quedado desfasada, no ha sabido ni sabe dar respuestas a los novedosos cambios que están ocurriendo en la sociedad.
La política se ha quedado desfasada, no ha sabido ni sabe dar respuestas a los novedosos cambios que están ocurriendo en la sociedad.
Una agencia de viajes ofrece sus paquetes turísticos a Cuba como una invitación a atravesar el túnel del tiempo. Reproduce la impresión de distintos turistas al llegar al aeropuerto internacional José Martí, de la Habana. La descripción se repite en numerosos páginas web y blogs de internet. Es el Disney World de los hermanos Castro, una capsula congelada en el tiempo, una sociedad que se detuvo en 1959, un país de supervivientes atrapados en la máquina del tiempo.
La agencia de viajes pronto incluirá a Venezuela, si desciende la alarmante tasa de criminalidad. El paralelismo es bochornoso y nos produce resistencia y rechazo, sobre todo porque los venezolanos crecimos percibiéndonos a nosotros mismos bajo la imagen de la modernidad. Tengo grabada en la memoria una foto nocturna de Caracas cruzada por alucinantes autopistas que sirvió de portada de la revista Life en un reportaje sobre La Vibrante Venezuela, en 1966.
La desazón se produce al tomar, por ejemplo, la Autopista Regional del Centro, la principal arteria vial del país, una autopista construida para 25.000 vehículos entre los años de 1950 y principios de 1960, con diseño y estudios concluidos en 1948. Seguimos yendo a nuestro principal aeropuerto internacional a través de la misma autopista construida en 1950. Ese es el país que los habitantes del segundo decenio del siglo XXI vivimos, la Venezuela del pasado.
Los espacios construidos expresan y dan forma a la psicología colectiva. Pero lo relevante de nuestro anacronismo no es que la infraestructura y el espacio físico en el que nos desenvolvemos no hayan evolucionado para adaptarse al siglo que transcurre, que el aporte de varias generaciones de venezolanos haya sido prácticamente marginal y sigamos siendo usuarios pasivos de lo que construyó Marcos Pérez Jiménez o Raúl Leoni, sino que la cultura actual, las ideas que circulan en los medios de comunicación, en los debates y las conversaciones de hoy nada tienen que ver con las formas de vida y maneras de relacionarse de las generaciones contemporáneas.
Los mecanismos de poder con que el gobierno pretende doblegar el capitalismo, las leyes para controlar el comercio o la producción, reproducen esquemas del siglo XIX que nada tiene que ver con la economía colaborativa y el neo capitalismo que pulula en el mundo, nada de lo que se discute en el discurso público refleja las miles de plataformas electrónicas de comercio y servicios que desafían a las empresas tradicionales, la Misión Vivienda no entiende el crowdfunding inmobiliario ni la pujante industria de Co-Living y el servicio de apartamentos servidos, como ninguno de los entes regulatorios comprende verdaderamente lo que significan Airb&B, Uber o MyAirSeat.
Mientras sindicatos y organizaciones empresariales buscan precarias soluciones en el mundo del trabajo del siglo XX, en países inmunes al comunismo y a las políticas colectivistas aparecen millones de iniciativas privadas de Coworking adaptadas a las sensibilidades diferentes y formas distintas de trabajar e interrelacionarse de los jóvenes de la generación de los Millennials. Todo está cambiando pero los venezolanos, inmersos en nuestra tragedia de supervivencia, ni siquiera nos hemos dado cuenta.
Hay por demás una aguda brecha entre el discurso y los intereses políticos y la sociedad. La política se ha quedado desfasada, no ha sabido ni sabe dar respuestas a los novedosos cambios que están ocurriendo en la sociedad. Ni siquiera el liderazgo de la oposición vibra en las ondas mentales de los nacidos en las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI. La política también vive en el pasado.