En el transcurso de intentar un diálogo sin garantías de eficacia, el grupo que está en el gobierno tuvo que mostrarse tal cual es. Poco interesado en ninguna otra cosa que mantenerse a toda costa en el poder, pero sin conceder nada. Sin dejar de ser el legado fundamentalista de Chávez, y atado por el cuello a la piedra de molino del socialismo del siglo XXI. Siguen al frente, pero las condiciones que se plantean son absolutamente inviables. Es imposible que no los aplaste el colapso de sus políticas económicas y la mala relación planteada con los ciudadanos. No hay forma de proyectar un mínimo de gobernabilidad cuando no hay soluciones innovadoras sino la repetición de las mismas promesas desgastadas y las mismas amenazas que se lanzan contra todos aquellos que se atrevan a disentir. Amenazas que no quedan en el aire porque el gobierno las está transformando en tenebrosas realidades. Tiene razón la Conferencia Episcopal Venezolana cuando denuncia “la gran oscuridad que cubre nuestro país”.
Lo único que hemos ganado es esa certeza. De que esto no es sostenible sin que la represión se transforme en una masacre. La ganancia es un tanto brutal, pero es real. Sabemos ahora que está más dispuesto que nunca a usar la violencia y las vías de hecho para ganar un día tras otro, mientras esperan un milagro imposible, tal vez un aumento súbito del precio petrolero, o una entente con Rusia o China que les permita actuar como enclave de un régimen más poderoso al costo de ser unos intocables apestados de la comunidad latinoamericana.
Ellos están en venta a precio de saldo. Pero nosotros somos el objeto de esa transacción. Ahora tenemos la certeza de que el guión cubano incorpora esa frialdad con la que son capaces de transformar a una sociedad en un pueblo de esclavos que igual sirven para ser tranzados que para mandarlos a la guerra en cualquier parte del mundo. Hay cierta desesperación terminal en la cantaleta de los últimos días, en esa repetición obsesiva de que no los van a sacar del poder, y que están dispuestos a hacer cualquier cosa para retenerlo. Pero la realidad es refractaria a los deseos imposibles. El precio petrolero no va a aumentar tanto como para salvar la revolución, Rusia y China no tienen incentivos suficientes para hacer de Venezuela uno de sus enclaves – y financiar una oligarquía corrupta e ineficaz-. Y el gobierno no luce capaz de mantenerse sin que eso signifique una inmolación del país productivo.
El problema principal del régimen es cómo está calculando los costos para retener el poder. La economía no funciona porque está totalmente intervenida por una burocracia destruccionista que no tiene ni la más remota idea de cuáles son los requisitos de una economía sana y pujante. Siguen cerrando empresas, se siguen perdiendo empleos, se mantiene la fuga de talento, mientras que el gobierno luce incapaz de hacer la debida relación entre las medidas que toman y las consecuencias que se producen. Se aprecia una mezcla de indiferencia criminal la ineficacia que se produce al asumir con criterios dogmáticos y fundamentalistas las premisas del socialismo del siglo XXI.
En parte no les importan los costos porque ellos se creen predestinados. En parte están invalidados por sus propias carencias. Y en parte son un grupo de cómplices en el saqueo del país. No tienen marcha atrás porque no tienen un pasado a donde volver ni un futuro imaginable sin poder y sin prebendas. Ellos mismos saben que la guerra económica es una excusa. Un invento para distraer incautos, ganar tiempos y ser la premisa de cualquier proceso indebido que se intente contra los ciudadanos.
Tampoco funciona el orden social. La inseguridad es solamente uno de sus indicadores más elementales, pero no el único. Ciertamente los ciudadanos estamos sofocados por la violencia provocada por grupos que no son fácilmente deslindables del manto de impunidad que provee el gobierno. El crimen no encuentra suficiente contención y la sanción -si los agarran- se ha transformado en la posibilidad de transformarse en jefes mafiosos dentro de las cárceles, con potestad sobre un territorio que se irradia más allá de sus confines.
Aquí la impunidad significa dos cosas: El poder actuar criminalmente sin temor a que te alcance la mano de la justicia, porque esa mano no existe. Y si por alguna razón caes preso, entonces pasas a formar parte de un grupo privilegiado dentro del orden mafioso que opera en las cárceles. A esto hay que sumarle la cotidianidad de los sectores más modestos, envilecidos por tener que hacer una cola tras otra, la emergencia de los mercados negros, y el deterioro de escuelas, hospitales, servicio eléctrico, suministro de agua potable y redes de telecomunicaciones. Es más que obvio el deterioro acumulado, y también la desazón que provoca el sentir que todos caemos en un hueco sin fondo.
Los ciudadanos tienen menos derechos, menos garantías y se sienten cada vez más pobres. El orden social se ha transformado en caos social, y como nunca antes, el ciudadano se siente desvalido, indefenso y abandonado a su tragedia, que es la de todos los que aquí todavía viven. Nada funciona más allá de la propaganda y las concentraciones obligadas. El país no es el que se presenta en cadenas, ni se parece a los mítines televisados de Diosdado. El país es un cascarón vacío, en fuga contante, que a veces tiene que pagar el precio de ser masa obligada porque la extorsión funciona, el empleo siempre está en juego, la bolsa de comida está condicionada, y las promesas requieren de un periodo de adoctrinamiento para la sumisión que se paga con aplausos, silencio y mascarada. La Conferencia Episcopal lo dice con valentía:
“Estamos viviendo situaciones dramáticas: la grave escasez de medicinas y alimentos, ¡Nunca antes habíamos visto tantos hermanos nuestros hurgar en la basura en búsqueda de comida!, el deterioro extremo de la salud pública, la alta desnutrición en los niños, la ideologización en la educación, el altísimo índice de inflación con la consecuente pérdida del poder adquisitivo, la corrupción generalizada e impune, propiciada particularmente por el control de cambio, el odio y la violencia política, los elevados índices de delincuencia e inseguridad, el pésimo funcionamiento de los servicios públicos, dibujan un oscuro panorama que se agrava cada día que pasa, porque no se ponen correctivos a los males y porque la causa que los genera avanza como una tenaza que se va cerrando, con sus secuelas opresivas y destructoras”. Lo que está a la vista no necesita anteojos.
Entonces, ¿cómo es posible que el gobierno se sienta ganador? Es sencillo, aplasta la realidad con toda la violencia que tiene disponible. Persigue cualquier iniciativa disidente. Es capaz de mantener e incrementar la nómina de presos políticos. Se sirve del apaciguamiento y el miedo. Usa intensamente vocerías comprometidas tanto como las que se mantienen en la cuerda floja, para implantar su matriz de opinión. Usa también la propaganda y la ideología para mantener una base social de adeptos. Es experto en operaciones psicológicas que le dan un matiz de realidad a las mentiras que inventa. Se sirve de chivos expiatorios y de falsos procesos. Y anula el vigor de la alternativa democrática jugando en dos bandas. La del maquiavelismo político, y la de la corrección política.
La primera corresponde al uso de la perversión, la represión, el chantaje, y la fuerza pura y dura. La segunda es la máscara de buena conducta, la visita al Papa, el beso a los niñitos, la religiosidad discursiva, la disposición al diálogo y el supuesto compromiso con la paz. En la primera juegan al realismo político mientras que en la segunda aparentan ser un gobierno normal, excesivamente democrático, disponible para el ejercicio del pluralismo y la tolerancia, amante de los valores familiares, atento a los problemas de la gente, compasivo con la tragedia ajena, y con un plan para construir la máxima felicidad. Su balance de ganancias y pérdidas se alimenta de los incautos locales y de los irreductibles simpatizantes de la izquierda foránea, que aprecian las revoluciones a la distancia y que apuestan frenéticamente a la bondad innata del buen salvaje trastocado en el hombre nuevo, comprometido con la revolución. El régimen gana porque es más perverso, más cruel y, cuenta con más recursos que su alternativa. Lo que no es una excusa para sus contendores sino un llamado de atención.
El llamado de atención es precisamente para que hagan un ejercicio de realismo y de sensatez política. Mantener el foco en la realidad significa al menos cinco esfuerzos simultáneos. El primer esfuerzo es determinar con lucidez quién es el adversario, cuáles son sus cualidades, qué es capaz de hacer y de no hacer, y cómo juega su tablero político. De más está decir que tenemos al frente una dictadura radical, cívico militar, de ideología castro-marxista, en formato de coalición inestable entre grupos que se han repartido la renta nacional y espacios de poder, penetrada por el narcotráfico, capaz de usar la violencia a discreción, y tutelada estratégicamente por Cuba. Este adversario no es demócrata, no cumple los pactos, no respeta la Constitución ni los límites institucionales, y que se ha venido endureciendo al tener que abandonar el formato electoral. Y, por último, profundamente ineficaz e incapaz de dar resultados. No es invencible, pero es implacable en su capacidad para destruir.
El segundo esfuerzo es reconocer lo que somos realmente y las virtudes que practicamos. La MUD está atravesando una crisis de identidad, de credibilidad y de resultados. Hay un consenso en reconocer que no está suficientemente unida, es incapaz de reconocer los liderazgos dentro de un espíritu pluralista, juega a coaliciones de suma-cero, no ha podido diseñar y sostener una estrategia ganadora, y sirve de poco cuando no tiene al frente la presión electoral. Allí hay muchos que están y no son, y muchos que son no están. Pero además tiene que abrirse a otras expresiones políticas, pero no partidistas, ampliarse, acordar un pacto político para el cambio político, y luego ser capaces de mantener el rumbo sin dar traspiés. Uno siente que están cuidando una unidad que no existe, que han sido leves en exigirle más cordura a UNT y que son demasiado permisivos con las constantes disidencias de Henry Falcón. A este último le aceptan todo, y a líderes como Maria Corina Machado le pasan factura una y otra vez. La unidad está muy lejos de existir y de ser eficaz. Esa plataforma unitaria requiere de una reingeniería urgente porque se está yendo a pique.
El tercer esfuerzo es reconstruirse moralmente. En política no todo vale lo mismo. Los errores se pagan, la irresponsabilidad tiene un precio. Las excusas y los chivos expiatorios acortan la legitimidad. Hay un déficit de significación de la realidad que nos hace tibios, ni fríos ni calientes, vomitivos por la falta de precisión y de coraje, flácidos en la presentación de una alternativa al socialismo, opacos al rendir cuentas, y muy poco comprometidos con lo que la gente quiere como parte del cambio político que exige. Hay una crisis de liderazgo que hay que recomponer rápidamente. La gente está cayendo en la conformidad y en el hastío. Los dirigentes “peor es nada” y la unidad “porque nos iría peor sin ella” no carburan suficientemente para sacarnos de esta tiranía. Uno echa de menos la cualidad moral del que entusiasma y llena de esperanza. En suma, hay que dejar de hacer política que solo conviene a los políticos para volver a hacer política para la gente, futurista pero viable, para la prosperidad estable, afincada en la libertad y derechos, irreversible en el abandono del estatismo populista, que muestre otras sendas y nos reencuentre con la autoestima del venezolano.
El cuarto esfuerzo es el mejorar el clima ciudadano. Hay que volver a la esencia para reconstruir una narrativa que nos reconecta con el país. Esta pobreza inédita, la inmensa soledad que se sufre en un país devastado por la inflación, la escasez, la violencia y la represión, requieren una nueva lectura, nuevas interrogantes, y el inventario de nuevas aspiraciones. El discurso político tiene que reengancharse con un país destruido, disgregado, atemorizado y exhausto. Y con una clase media que se siente más desvalida que nunca.
El quinto esfuerzo son los costos para salir de esto. Serán inmensos. Y hay que decirlo. Que reencontrarnos con la libertad supone la superación de un régimen, pero también una forma de pensar y asumir al país. Hay que decirlo. Hay que convocar al país para un esfuerzo inaudito, que requiere todas nuestras reservas para intentarlo. Y que será absolutamente diferente a cualquiera de nuestras épicas anteriores, porque requerirá más generosidad, más enfoque, más arrojo, mayor disciplina y mucha más disposición para exigirle a nuestros líderes que estén a la altura de la tragedia que vivimos. Menos mediocres, menos sectarios, menos mezquinos, y menos enfocados al poder como logro personal. Mas integrales, más integradores, más generosos, y más enfocados al pacto político que nos abra un horizonte de por lo menos 50 años.
Pero hay que comenzar ya, con sentido de urgencia, entendiendo los tiempos de la política y asumiendo que el adversario es feroz y no va a conceder ventaja. Es criminal esperar cuando los venezolanos están pasando hambre. Es imperdonable que los políticos no tengan respuesta a esa desesperanza que se expresa en suicidios o exilios. Hay que asumir que no hay otro tiempo que el de la acción inteligente, tenaz y valiente. No nos podemos dejar vencer, ni podemos jugar a la indiferencia. La Conferencia Episcopal llama a la participación:
“Es necesario generar gestos valientes e iniciativas innovadoras que motiven a esperar contra toda esperanza (Cf. Rom 4,18), para construir una convivencia libre, justa y fraterna; es tarea que nos compete a todos, cada cual según su posición. Es una responsabilidad ineludible porque frente al mal nadie puede permanecer como simple espectador. El llamado es a ser protagonistas del presente y del futuro de nuestro querido país”. Ojalá y así sea.