Venezuela

Y sentí ganas de llorar…

Cualquier diligencia, por pequeña y fácil que parezca, en Venezuela se ha convertido en una auténtica pesadilla. Hoy me tomó más de tres horas hacer un pago y dejar unos documentos en una institución privada, algo que en cualquier otra parte del mundo civilizado lo hubiera resuelto en menos de 10 minutos.

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSHBECK | EL ESTÍMULO

Llegué temprano, anticipando una gran cola. No me equivoqué. Ya había ido hacía un mes y ni siquiera me dejaron entrar porque “tenía que llevar una carta explicativa acompañando los documentos”, algo que no decían las instrucciones por ninguna parte de la página web. Cuando sugerí que la haría a mano, la joven encargada me lo negó alegando que “tenía que ser mecanografiada”. Me devolví a mi casa con la desazón de haber perdido una tarde.
Como hoy tenía porque sí que hacer la diligencia, me dispuse a esperar pacientemente en la cola. Estando allí escuchamos voces airadas: vimos personas recién llegadas, arremolinadas en torno a la puerta, que luego de una breve conversación con los vigilantes, entraban. Una señora se ofreció averiguar qué pasaba y regresó furiosa, contando que otra señora que había entrado le había dado un papelito al guardia y le había dicho “anótame tu celular y después nos arreglamos”.
Quienes vivimos en Venezuela conocemos esos “arreglos”. Una chica que estaba delante de mí en la cola y yo nos fuimos a la puerta. Era increíble (¿o más bien debería decir “creíble”?) el abuso: las personas llegaban y decían “yo ya tengo número” y entraban, pero no tenían número. “Voy a llevarle la tarjeta de débito a mi primo que la dejó y está en la cola para pagar”. No había primo. “Mi mujer me está esperando porque yo soy el titular de la cuenta”. No había mujer. No tenían consideración con quienes llevábamos más de hora y media haciendo cola. Tercera edad, embarazadas, todos los que no ofrecieran “arreglos” eran enviados al final de la cola. La chica y yo nos convertimos en suertes de vigilantes para evitar los coleados, con relativo éxito.
A las dos horas y tanto, finalmente entré. Me indicaron que la cola para pagar y dejar los documentos era la misma, cosa que resultó no ser verdad. La cola para pagar era otra. Tuve la suerte de que como a la media hora de estar en la cola equivocada, alguien me indicó dónde tenía que ir primero. Hice esa fila, en la que la joven que cobraba era tan inepta, que a cada cliente le tomaba algo así como diez veces más de tiempo hacer la transacción que si la hubiera hecho solo.
Cuando me llegó mi turno, resultó que ésa era la fila para pagar con tarjeta de débito y yo quería pagar con crédito. Me enviaron a otra cola. Ahí vi que al entregar los documentos había que llenar una planilla. Sugerí con amabilidad que entregaran la planilla a quienes nos encontrábamos en la fila, para que al llegar a la taquilla la tuviéramos llena y ganar tiempo. “No, no puede ser”, me respondieron. Claro, nada que agilizara el proceso era susceptible de suceder.
Cuando llegué a la taquilla, la empleada me dijo de muy mala manera que “ella no me había llamado”. Di unos pasos hacia atrás y mi vecina de fila me comentó lo amargada que se veía la chica. “No sé si está amargada o es que es tan acomplejada que tener una parcelita de poder la endiosa”, le respondí.
La joven se dio por aludida (a confesión de parte, relevo de pruebas) y me gritó “¿usted me está diciendo acomplejada?”. Menos mal que me llamaron de otra taquilla. Para ese momento ya tenía casi tres horas en aquel lugar. No me dieron ningún comprobante de haber entregado los documentos, sólo una indicación de que “los vería reflejados en mi estado de cuenta”. Cruzo mis dedos para que así sea.
Llegué al estacionamiento donde había dejado mi carro tres horas y diez minutos más tarde, para encontrarme con que sólo aceptaban efectivo. Yo tenía apenas doscientos bolívares, de manera que me dispuse a recorrer los cajeros de la zona. Ninguno tenía dinero. Finalmente llamé a una amiga que trabaja cerca, quien me dio el dinero para que pudiera cancelar.
Exhausta más moral que físicamente, prendí el radio para escuchar música y ¡bingo! La guinda de la torta: ¡había cadena! Maduro regañaba al ministro de transporte por no hacer bien su trabajo. ¿Con qué autoridad moral? “¿Es que quieren que yo vaya a arreglar los autobuses?”, preguntó. Yo crucé mis dedos para que se fuera a arreglarlos, pero la ilusión me duró pocos segundos, hasta que dijo que no, que él no haría eso…
Lo que sí me dura y perdura es este sentimiento de desasosiego terrible. El país de lo probable y lo posible se me convirtió en el país donde todo lo que antes era probable y posible es ahora casi imposible. Donde lo cotidiano es una carga. Donde la amabilidad de otrora ha dado paso al maltrato. Donde el servicio se confunde con servilismo. Donde hacer lo más pequeño es una proeza. Donde la mediocridad se ha enseñoreado. Donde la corrupción campea. Donde la mentira y la trampa son lo usual. Donde el egoísmo ha tomado los espacios de la generosidad.
Yo, que soy una optimista irredenta, pensé que el país se me está escurriendo como agua de las manos…
Y sentí ganas de llorar.]]>

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