Venezuela

Crónica de una visa estampada

La tranquilidad de un migrante comienza por saber que está legal en el país que eligió como nuevo hogar. En algunas naciones es más sencillo que en otras, pero en todas hay que cumplir con los requisitos y pasar por varias etapas. Este es el cuento de nuestros días de trámites para estampar nuestra primera visa en Chile y solicitar el carnet de identidad.E

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FOTOGRAFÍA: DAGNE COBO BUSCHBECK

l miércoles 22 de noviembre comenzó a las seis de la mañana con la primera alarma -que nunca es la que nos levanta de la cama-, continuó en una cola que doblaba tres cuadras (llaneras) y terminó a las cinco de la tarde, 404 números y dos combos de Burger King después, con un par de visas temporarias estampadas en nuestros pasaportes.
Cuando emigras a Chile nadie te dice el nombre de la calle donde está la oficina de Migraciones y Extranjería -Fanor Velasco 56-, pero vas tantas veces que aprendes a llegar a pie, en bus y hasta a calcular la tarifa que tendrá el Uber.
Nadie menciona que la cola puede tener varias cuadras aún cuando el sol sigue alumbrando a la luna, ni que puedes resolver el desayuno con las “empanadas venezolanas” del moreno alto o los cachitos “que vende la catirita” en una cava de anime.
Pocos te cuentan que después de las ocho horas promedio que pasas en esa fila, todavía te falta pasar por la PDI (Policía de Investigaciones) y por el Registro Civil, para que en unos veinticinco días calendario tengas un carnet con tu foto y un número que indica que por fin eres alguien en este país.
No es el mismo número de tu pasaporte, mucho menos el de tu cédula venezolana, es una cifra de nueve dígitos que dice que llegaste para quedarte, al menos por un rato.
365 días para empezar, pero no hay tiempo para relajarse: si el plan es más definitivo, tienes nueve meses para tener las cotizaciones suficientes en la seguridad social y así poder optar por una visa “de permanencia definitiva”.
Nadie te lo dice, pero esa es más o menos la dinámica y todo comienza con un sobre que envías por correo nacional con los papeles requeridos para la visa que solicitas.
A partir de allí vienen muchas llamadas a la línea de atención al público, chequeos constantes del estatus del trámite en internet y, por supuesto, varios madrugonazos.
El tercero o cuarto que hicimos, cuatro días después de tener las visas estampadas, nos abrazamos a la idea católica de que hay un Dios que te ayuda cuando te paras temprano, y a las 4:37 am estábamos, regios y abrigados, en la primera cuadra de la cola para registrar nuestras visas en la PDI.
Un par de minutos después, se asomó entre la oscuridad y las luces naranjas de los taxis que dejaban gente con nuestro mismo destino, la primera cara conocida del día: N, una amiga que me dejó el equipo de fútbol sala en el que jugué en la universidad. Al rato se le sumó H, un paisano que ella conoció en una cola de Migraciones.
Vimos el amanecer juntos, nos quejamos del reggaeton que llevaban los autos a todo volumen a esas horas de la mañana, dijimos todas las groserías venezolanas sabiendo que nuestros interlocutores nos entendían y, sobre todo, nos acompañamos.
Parece que esa fue la clave para la serie de pequeños eventos afortunados que nos pasaron a continuación, como si los cuatro hubiéramos nacido enmantillados y un hilo invisible nos uniera para crear una capa poderosa: no tuvimos que hacer cola para pagar el trámite, todos teníamos los 800 pesos en monedas y abrieron la caja del sencillo justo cuando entramos a la oficina; un funcionario nos sacó de la sala abarrotada de gente y nos llevó a un módulo en el que fuimos los primeros en ser atendidos.
Contra todo pronóstico, a las 8:50 am éramos cuatro venezolanos certificados como gente de bien por la policía chilena. Nos enrumbamos al Registro Civil, con la firme convicción de que era mejor ahorrarnos el gasto en transporte público y andar a pie los casi dos kilómetros de distancia hasta Huérfanos 1570.
En el interín, entre semáforos y aceras, me comí una arepa rellena de jamón y queso amarillo hecha por la mamá de A, uno de mis grandes amigos, que también estaba en la oficina policial y que compartió su desayuno conmigo. Les confieso que, después de varios meses, sentí otra vez que lo quería profundamente.
Al llegar confirmamos que seguíamos en racha. Fuimos los primeros en la fila y luego de unos minutos el funcionario que nos entregó los número con el orden en el que seríamos atendidos, nos comunicó que “los llevaremos a otro edificio donde hay módulos de atención desocupados”.
Y así fue, guiados por un señor alto, vestido de saco marrón y zapatos de punta, cruzamos el puente Huérfanos sobre la autopista central en dirección a Catedral 1772.
D61 decía mi papel triangular con bordes amarillos, recién lo vi cuando llegamos a un auditorio lleno de sillas de plástico acolchonadas en el que nos organizaron correlativamente, mientras sobre la tarima se proyectaba un programa matutino en el que discutían cómo el escote de una actriz había “deleitado” a los televidentes.
No tuve tiempo de reflexionar sobre ese discurso machista y agresor. A los pocos minutos pasamos a otra sala en la que diez cámaras webs hacían las fotos que todos los migrantes tendremos como cara en nuestra tarjeta de identidad chilena.
Sólo me preguntaron el nombre de mis papás: Roberto y Belkys -con b alta, ca e y griega, aclaré- y me entregaron un papel que dice que el 22 de diciembre estará listo mi carnet. Un oportuno regalo de navidad (fue un jornada de creencias católicas).
Salimos felices, nos despedimos prometiendo vernos de nuevo los cuatro fantásticos de esta crónica, y Miguel y yo caminamos buscando desayunar convencidos de que no podíamos haber tenido un mejor día cuando apenas eran las 10 de la mañana y la ciudad comenzaba a andar.
Todavía no me sé el número de mi pasaporte y me cuesta enunciar el de mi celular, pero pronto tendré otro número que memorizar, aprender que ese RUT (Registro Único Tributario) es el que vale para todo y que sin él no valemos nada.
Después de todo, terminamos coleccionando números. Nuestras caras no son más que cifras, valores que no tienen familia, ni recuerdos, que no hacen memoria, en cambio, contienen historiales nominales y crediticios.
Un número único que nos aisla en nuestra individualidad y que va creando barreras como fronteras.
¿No les parece que todo sería más sencillo si nada de eso existiera, si fuéramos libres, de verdad?
Parece que viajar también es eso: una colección de números.

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