Opinión

El maratón de la vida

Ricardo Adrianza ofrece pistas para vivir con intensidad cada etapa de la existencia y construir la vida en subida, tanto que, cuando se analice con los ojos de la vejez, se pueda disfrutar por segunda vez

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el maratón de la vida

En mi artículo de la semana pasada, El señor de las verduras, compartí una pequeña historia que me permitió distinguir algunas de las marcadas diferencias que existen entre niños y adultos, y asimilar las mismas a un grito de guerra infantil, para concluir que muchas veces la felicidad la podemos construir con poco. Esto, en mi afán de abonar el camino a muchos,  particularmente a los más jóvenes, hacia una mejor existencia.

No pretendo imponer mis formas, pero sí dejarles una imagen clara de la ruta que nos toca recorrer –unas más accidentadas que otras– con la autoridad que me confiere este momento de mi vida, en el que los años vividos –en teoría– superan los años que me quedan por vivir.

Para relatarles acerca del camino de la vida y cómo afrontarlo, hoy les planteo un postulado relacionado con la evolución de la felicidad que he dejado entrever en algunos de mis escritos y que se denomina la “U” de la felicidad.

Bajo este fundamento, la línea horizontal de la izquierda representa nuestros años de infancia y de juventud. En esa etapa de la vida, las preocupaciones son menores: tenemos el apoyo irrestricto de nuestros padres, nos divertimos con poco, compartimos nuestros sueños y aspiraciones con amigos, estamos llenos de energía, vemos un futuro y tenemos en mente muchas cosas por construir.

Una etapa donde quizás la mayor preocupación es planear las travesuras con los amigos –que son muchos –, ir al colegio y procurar ser buen estudiante. Esta primera línea vertical tiene similitud con los primeros 20 kilómetros de un maratón (tuve la fortuna de participar en NY en el año 2006) donde inicias el largo recorrido con toda la energía y te entregas curiosamente al espectáculo que te rodea: gente vitoreando, corredores que muestran el mismo entusiasmo, sonrisas y muchas ganas de llegar a la meta para cumplir el objetivo trazado.

Una vez culminado ese primer tramo, la “U” nos lleva al codo o piso que se une con la línea vertical de la derecha. El famoso codo representa esa etapa de nuestra vida a la que podríamos llamar “la realidad”. Generalmente se nos presenta en el rango de 40 a 50 años, donde las cosas se nos complican y hay muchas situaciones que nos generan infelicidad. Y digo que se nos complican, pues a esa edad nuestras obligaciones son mayores.

Por lo general, no vivimos para disfrutar sino para cumplir con nuestras responsabilidades de familia y trabajo. Se nos olvida sonreír, pero a cambio recordamos constantemente las deudas y los compromisos que nos agobian, y lo que es peor: nos cuestionamos con firmeza los objetivos no alcanzados y nos situamos en un punto de la ecuación donde nuestra realidad vivencial tiene inmensa diferencia con nuestras expectativas. En pocas palabras, miramos de lejos nuestros planes originales e ignoramos los logros alcanzados, que puedo asegurarte son muchos. El mayor de ellos: ¡la familia!

El codo de la “U” presenta similitud con el recorrido entre el kilómetro 20 y 40 de un maratón. Ya las fuerzas no son las mismas. El esfuerzo de los kilómetros recorridos nos comienza a pasar factura y nos empezamos a cuestionar si nos alcanzará para llegar a la meta. El camino restante lo sentimos interminable y el cansancio y los dolores nos abruman. Nuestro paso es más incierto y dependemos de nosotros mismos. Nuestros amigos también están atrapados en el mismo codo.

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De allí, empatamos con la línea vertical de la derecha. Es buena noticia porque vamos en subida. Esta subida representa la línea de vejez que empezamos a transitar a partir de los 60 años. En ese momento de nuestra vida comenzamos a mirarla con la simpleza de un niño. Nos sentimos orgullosos de la familia que hemos construido y de los valores que les hemos inculcado. Nuestros hijos han abandonado el nido y nos recompensan – como en mi caso – con la llegada de los nietos. Esa subida tiene similitud con la llegada a la meta en un maratón, ya que con las pocas fuerzas que nos quedan para cruzar la meta, surge un poder que nos empuja a celebrar esa experiencia de vida con todos los sentidos.

En esa precisa subida que permite cerrar la “U”, entendemos que la felicidad puede expresarse en un simple abrazo. Nos alejamos de las expectativas y vivimos más alineados por dentro que por fuera, lo que significa que valoramos inmensamente lo que tenemos y los logros alcanzados. Vivimos el tiempo presente, abrazamos con emoción cada detalle que se nos presenta de diferentes formas cada día y comprendemos – que en definitiva – nacimos para ser felices, no para ser perfectos.

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Esta última reflexión que nos dejó San Juan Pablo II, tiene para mí una incuestionable relevancia para comprender los secretos del maratón de la vida. Nos invita a valorar nuestras imperfecciones, celebrar la vida y nuestra capacidad de equivocarnos y resurgir; pues inequívocamente, la vida es un caer y levantarse todos los días. La clave entonces es mirarla de la mejor manera desde el principio y esforzarnos en construir un legado de amor y felicidad.

Si bien puede parecerte que las etapas descritas no coinciden con tu recorrido, convengamos al menos evitar el quiebre que se produce en la pronunciada bajada de la “U” de la felicidad. Comprendamos que es posible vivir de forma más lineal y consciente de las bondades que nos regala cada experiencia vivida, apegado a los preceptos de reducir la diferencia perversa entre tu realidad vivencial y tus expectativas.

Vive con intensidad cada etapa de tu existencia y construye tu vida en subida, tanto que, cuando la analices con los ojos de la vejez, puedas disfrutarla por segunda vez.

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