Existe una gran diferencia entre adultos y niños. Mientras los primeros se revuelcan en responsabilidades y preocupaciones, los segundos se entregan sin disimulo a las pequeñas alegrías que se presentan a diario, aún en medio del confinamiento
Mi nieto, Matías Eduardo, cumplió recientemente 2 años. Su vitalidad y precoz sonrisa son un bálsamo de alegría que alimentan mis días a diario. A pesar de la distancia –mi hija mayor reside en Panamá hace 5 años– tenemos un contacto frecuente que se manifiesta a diario a través de la tecnología de esta era, lo que me permite disfrutar su crecimiento y no perderme algunas de sus infantiles andanzas.
El último video recibido muestra a Matías embelesado viendo alguna comiquita, que se interrumpe abruptamente por el sonido que llega de la calle anunciando la venta de verduras. Y digo abruptamente, ya que al momento del anuncio se incorpora en veloz carrera hacia la cocina, acompañado de un grito –en modo infantil– y con profunda emoción: ¡el señor de las verduras! El video muestra su recorrido y finaliza con el perfil de su mirada fija hacia la calle –diría, nostálgica–, viendo el lento paso del camión de las verduras por la calle de la urbanización.
Su explosiva y alegre reacción ha sido bastante curiosa –a la par de cómica– para mí, y me invita a reflexionar que es posible ser feliz o más bien, construir la felicidad, con poco. Lógicamente, no pretendo comparar una reacción infantil con la profundidad de los avatares de la vida, pero sí buscar alguna similitud que incentive nuestro accionar como adultos y nos haga más llevadero el camino de la vida.
Existe una gran diferencia entre adultos y niños. Mientras los primeros se revuelcan en responsabilidades y preocupaciones, y además se esmeran en predecir el futuro con un visor negativo, los segundos viven el momento y se entregan sin disimulo a las pequeñas alegrías que se presentan a diario, aún en medio del confinamiento.
Con la adultez, perdemos nuestra capacidad de disfrutar honrosamente de lo que tenemos y nos entregamos tercamente en fijarnos en aquello que no hemos logrado. Esa sutil diferencia –entre ambas valoraciones– hace mella en nuestro bienestar y nos produce ansiedad, tan perjudicial en la búsqueda de la paz y la tranquilidad deseada. De allí que es imperativo entender el momento y vivir el presente, como lo hacen los niños a diario.
Esa primera gran diferencia entre niños y adultos, me lleva a recordar una frase de Eckhart Tolle en su obra El Poder del Ahora que decía:
“Es posible liberarnos de la ansiedad y la neurosis de la vida diaria. Para lograrlo, solo tenemos que llegar a comprender que la causa de nuestros problemas no son los demás, ni el mundo de allá afuera, sino nuestra propia mente, aparentemente incapaz de concentrarse en el ahora por estar siempre pensando en el pasado y preocupándose por el futuro”.
Está claro entonces que, la tarea obligada de hoy en adelante es evitar preocuparnos demasiado por el futuro. No digo que no tengamos aspiraciones, pero sí enmarcarlas en un proceso medible que garantice el cumplimiento de los objetivos. Esto, sin dudas, abonará a nuestro bienestar.
Hay un par de cosas más que me gustaría destacar: los niños poseen una capacidad impresionante para olvidar los desencuentros. Parecieran entender que la vida se hace más ligera cuando se perdona. Son auténticos, no se guardan nada. Por el contario, los adultos se enfrascan en rencores inútiles y muchas veces –más de lo deseado– nos guardamos alguna opinión por miedo a las críticas de muchos que viven sus vidas a expensas de lo acomodaticio.
Es muy cierto que en el mundo de los adultos las ofensas son mayores y nos cuesta perdonar. No obstante, soy un fiel trabajador en internalizar las bondades que tiene el perdón. Eva Kor –dama rumana sobreviviente del holocausto– expresó alguna vez en un acto público que “el perdón pone fin a la violencia y ayuda a sanar. Por eso siento que es una fórmula mágica para la paz”. Esta reflexión esgrimida a pesar de los horrores vividos en sus años de infancia, es un motivo suficiente para comprender las bondades de perdonar y un llamado a practicarlo.
Por último, es importante destacar la capacidad que tienen los niños de divertirse con poco y entregarse plenamente a un proceso donde nada los distrae. Los adultos en cambio carecemos de esa capacidad y nos cuesta concentrarnos a expensas de sumar preocupaciones o deliberaciones mentales que nos apartan de alguna actividad.
Aquí es importante referirles la teoría del flow, que según el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi, es “el estado que alcanza el individuo cuando se sumerge completamente en la actividad que está realizando”. Según Csíkszentmihályi, ese estado está relacionado con el bienestar y la felicidad, que podemos alcanzar cultivando alguna actividad que nos guste y nos motive, y que a la postre nos reporta placer.
Estas reflexiones podrían indicar que todo está perdido, pero no es necesariamente así. La buena noticia es que numerosas investigaciones indican que cuando nos ponemos más viejos somos más felices y retomamos – con la experiencia que nos dejan los años vividos – el camino a la felicidad.
En esa etapa de nuestras vidas prestamos más atención a las cosas que verdaderamente son importantes, levantamos la cabeza y nos sentimos orgullosos de la familia que hemos construido y los valores que les hemos inculcado, nos alejamos de las personas que se quejan constantemente; y además, dejamos colar nuestras emociones con naturalidad. En conclusión, aprendemos a estrechar la brecha que existe entre nuestra realidad vivencial y las expectativas, y logramos escapar de la pronunciada bajada que se grafica en la famosa “U” de la felicidad.
Con este escrito, aspiro a que nos reencontremos con el niño interno y nos permitamos vivir y disfrutar cada momento como si fuera el último. Que seamos más humildes y optimistas, y prestemos menos atención a todos aquellos asuntos que nos aportan frustraciones.
Un buen punto de partida es apartar los dilemas del mañana y enfocar todas las fuerzas en el valor de las pequeñas cosas.
En definitiva, vivir con “holgura emocional” e incorporar en nuestro devenir el grito de guerra infantil: ¡el señor de las verduras!, que nos recuerde a diario que la felicidad muchas veces se construye con poco.
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