Pero con el chavismo esa guerra ha alcanzado límites jamás pensados. Los colegios privados son hoy el peor negocio en que alguien se puede meter. Sí, los colegios privados son un negocio, como cualquier otro. Ya sé que empezarán a refutar que la educación no puede ser un negocio, pero para eso deberían estar los colegios públicos… y no están. Quisiera saber si los hijos de funcionarios altos y medios (y hasta bajos) del régimen estudiaron o estudian en instituciones públicas. Si hay, se contarán con los dedos de una mano. Pero así como quieren que sus hijos estudien en escuelas y liceos -donde la educación es infinitamente mejor que en los públicos- son los primeros en negarse a pagar las subidas de matrícula, aún en tiempos de hiperinflación. Lo más increíble es que los contrarios más furibundos a que se suba la matrícula, salen de la reunión de la Comunidad Educativa para un restaurant donde piden una botella de escocés que les cuesta más que la matrícula de seis meses…
A esas instituciones privadas les llega el Ministerio de Educación en pleno, la Lopnna, concejales, la Sundee, la Fiscalía… y cualquier otro organismo con ganas de echarles a perder la vida. ¡Y se las echan a perder!
Si bien en el pasado había discriminaciones absurdas –en colegios religiosos, por ejemplo, no aceptaban a hijos de divorciados, como si los hijos fueran culpables del fracaso del matrimonio de sus padres- ahora la tortilla se volteó completamente. El colegio privado es culpable de todo. Y muchas veces, sin derecho a defenderse.
Muchos padres creen que el colegio es el encargado de formar a sus hijos. Están equivocadísimos: el colegio enseña matemáticas, física, química, biología, literatura, computación, historia, educación física, educación ciudadana, pero hasta ahí. Literalmente los padres “sueltan” a los chamos y el colegio tiene que –callado- calarse groserías, desmanes, malas conductas y toda suerte de despropósitos. Porque el colegio no puede expulsar a nadie, según las leyes chavistas con las que mucha gente de oposición está de acuerdo.
En el caso reciente de la niña del Instituto Escuela –hacia quien van mis palabras de solidaridad, porque no hay derecho a destrozarle la vida a alguien que apenas empieza, como se ha hecho en las redes- hay preguntas sin respuestas. Muchas. Yo misma fallé cuando –sin conocer el caso y siguiendo mi instinto maternal- me pronuncié en contra de lo que consideré una discriminación. Aparentemente y según lo que he podido indagar luego, es un caso que pica y se extiende. Y no voy a decir más nada sin investigar el mar de fondo que pareciera estar detrás.
Lo que sí puedo decir con toda certeza es que conozco personalmente desde hace muchos años a la Subdirectora Académica, la Profesora Mireya Pérez Salswach, de quien tengo el mejor concepto. No sólo es una excelente e inspiradora profesora, sino una persona decente en toda la extensión de la palabra. Sé que ella hará lo que es justo, lo que procede. Me consta que por encima de todo quiere proteger a la niña, la víctima inocente de toda esta historia que ha debido quedarse en donde empezó.
Pero que la sociedad venezolana en su mayoría cargue en contra del Instituto Escuela es injusto. Todas las historias tienen dos partes y hasta ahora conocemos sólo una. De hecho, el comunicado del colegio insiste en que desea proteger a la niña, algo que todos deberíamos hacer. En sus casi 80 años de trayectoria sus directivos habrán pasado por situaciones difíciles y el colegio sigue allí. Una injusticia no se corrige con otra injusticia. Esperemos que las cosas se aclaren y no sigamos opinando sin saber qué pasó. Como dijo en su Twitter la escritora Carolina Espada: “Tuiteros y retuiteros, se agradece no siquitrillar a una niña de 13 años. Cordura, respeto, tacto, consideración, sensibilidad… Es terrible para un adolescente que sus problemas y angustias se ventilen y se conviertan en algo viral. Se agradecen grandes dosis de humanidad”.