Shirley Rodríguez vive confinada en un hogar muy humilde en San Isidro, una de las barriadas de Petare. No puede moverse, no tiene interés en ver la calle: a lo poco que aspira en medio de su pobreza es que llegue el agua para poder lavarse las manos, porque ni eso tiene en medio de la pandemia. Así es la pobreza en Venezuela
Shirley escuchaba una voz lejana. Estaba acostada y sentía un intenso dolor de cabeza. No sabía si estaba despierta porque no podía moverse. Estaba tiesa, parapléjica. No sentía el calor de su cuerpo. Tampoco el latido de su corazón. No recordaba dónde se encontraba, aquella no era su casa en el barrio San Isidro. Intentó abrir los ojos, pero una luz blanca la cegó. Lo único que distinguió fue la figura de un médico que hablaba por celular frente al borde de la cama.
—Fue un error, doctor —se disculpó y colgó.
Él la miró con pesar y salió. Ella sintió miedo. Miraba a su alrededor. Aunque ya presumía que se encontraba en un hospital, no sabía qué día ni qué hora eran. Estaba desconcertada. Mojaba con la lengua sus labios resecos. Abrió los ojos cuando entró un doctor y una señora de edad avanzada que se lanzó hacia ella y comenzó a sobarle la cabeza, después de estamparle un beso en la frente. Eso sí lo sintió.
—¿Cómo te sientes, mija?
—¿Quién eres tú?
Asombrada, miró al médico. No entendía la pregunta, no comprendía nada. Se volteó otra vez y mientas le corrían lágrimas por las mejillas, le contestó:
—Soy tu mamá.
II
Una pandemia desnuda las condiciones sanitarias existentes. En Petare no llega agua directa por tuberías desde hace más de un año. En una encuesta publicada a principios del mes de junio, el Observatorio Venezolano de Servicios Públicos (OVSP) advirtió que 64,7% de los habitantes de las principales ciudades de Venezuela “no cuenta con suficiente agua potable para aplicar las medidas de higiene recomendadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a fin de enfrentar los efectos del COVID-19”.
Los petareños resuelven de diferentes maneras: cargan agua desde manantiales, cavan dentro de sus propias casas para encontrar pozos subterráneos o contratan camiones cisternas para que surtan a la localidad.
Los precios de esta última opción oscilan entre 40 y 50 dólares, dinero que tiende a ser recolectado entre todas las familias cuando el consejo comunal del sector no se opone. María Rodríguez, vecina de la zona 6 del barrio José Félix Ribas, asegura que ha habido resistencia por algunos miembros de la comuna cuando se alquilan de manera independiente este tipo de servicios: “La última vez conseguimos una cisterna, pero el consejo comunal no la dejó ingresar si no llenábamos a toda la zona, cuando ellos no colaboraron con el dinero”. Subir y bajar por la avenida principal del barrio es toparse seguro con personas y pimpinas de agua.
Mirla Pérez, socióloga y habitante de San Isidro, cuenta que si bien son variadas las formas de obtención de agua en esta zona de Petare, las que más abundan son las cisternas y eso se evidencia con las frecuentes y largas filas de pipotes y tanques que los ciudadanos sacan para abastecerse del camión. “Muchas de estas cisternas son supuestamente municipales y deberían proveer el agua de manera gratuita, pero no es así. La gente llena los pipotes de 200 litros en 1 dólar. También refieren que para que esta cisterna pueda darle agua en la zona de la vía principal, en la parte de arriba, debe haber un intercambio de comida por agua”.
Otra alternativa tiende a ser la lluvia, que, por su procedencia, es utilizada para lavar y limpiar, aunque algunos no desestiman bañarse cuando la escasez de agua potable los obliga. Pero los diluvios no siempre son buenos. Y menos cuando la casa está techada con zinc. Las filtraciones y las inundaciones tienden a ser un problema grave. En la última tormenta eléctrica, varias familias petareñas tuvieron que madrugar escurriendo el agua de los cuartos y llenando tobos con goteras que caían de los techos agujereados, invisibles durante la sequía.
Para Shirley, esas goteras se parecen a las de hace casi 5 años, cuando empezó su tragedia.
III
El 22 de octubre de 2015, después de tres operaciones en la columna vertebral y un exceso de anestesia en las últimas dos, Shirley Rodríguez de 39 años quedó parapléjica.
Aquello había empezado con un dolor en el brazo izquierdo frente a una máquina de escribir y terminó con un mes de terapia intensiva en el Hospital Domingo Luciani en Petare, a 10,4 kilómetros de su casa en San Isidro, un barrio ubicado en la carretera vieja Petare-Guarenas del estado Miranda, Venezuela.
El día que le dieron el alta, comenzó su confinamiento social. No quiso salir más de su casa. Su mamá, la señora Virginia, después de tanto insistir, se dio por vencida. No tenía fuerzas para obligar a su hija a adaptarse a su nueva vida.
Ese confinamiento lleva casi un lustro. La señora Virginia ya tiene 63 años. Siempre ha sido asmática, pero desde hace unas semanas, cuando los vecinos quemaron el monte seco de la montaña, su cuadro asmático empeoró. El humo entró a sus bronquios y ahora le cuesta respirar con normalidad. Se desespera cada vez que intenta hablar. Un ataque de tos la tumba en el mueble. Se pone roja, sus ojos se brotan y gotas de sudor recorren su cara.
Las dos están dentro de la población más vulnerable ante la COVID-19. La enfermedad resulta más letal en personas de la tercera edad y en quienes padecen de patologías crónicas, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero en el sector donde residen no hay un solo ambulatorio que pueda atenderlas en caso de presentar contagio.
San Isidro es de las zonas con menos recursos de la parroquia Petare. Casas de zinc, madera y barro bordean una bajada inclinada en medio de varias colinas. No hay policías ni médicos por la zona. Las improvisadas viviendas contrastan con las torres residenciales que se elevan al salir de allí, después de varios minutos rodando por la carretera.
Una fila de personas con bombonas de gas es lo primero que se observa al entrar al barrio, es la primera imagen que San Isidro le obsequia a un visitante, una postal que no se olvida.
IV
El 19 de junio de 2020, una encuesta publicada por el OVSP aseguró que 93,2% de los ciudadanos utiliza gas en sus hogares a pesar de los aumentos y fallas en la distribución de las bombonas. En San Isidro la realidad es otra: dentro de la lista de problemas de servicios públicos de la comunidad, la profesora y socióloga Mirla Pérez ubica la escasez de gas en segundo lugar, después del agua y antes de la electricidad y el transporte público: “La gente resuelve comprando cocinas eléctricas y con fogones a leña, eso pasa sobre todo en las zonas periféricas del barrio, que es donde se acumula más pobreza”. También dice que en esos sectores es donde ha habido mayores casos de afecciones en las vías respiratorias, casos incluso de tuberculosis que empeoran con la presencia del humo por cocinar a leña. La población está indefensa ante la llegada del virus chino, que haría estragos en la zona.
En el barrio José Félix Ribas, el más grande de la parroquia, la distribución del servicio está a cargo de las comunas, que obtienen las bombonas a un precio menor que en otros sitios. “Las comunas consiguen el gas en medio dólar, en 90.000 bolívares, mientras que en otros lados la consigues en 500.000 bolívares. Muchos esperamos al consejo comunal porque no tenemos la plata”, comenta María Espejo, habitante de la parte alta de la barriada.
Entre la fila de bombonas llenas, cada una está identificada con el nombre del beneficiario y con la frase “Comunidad activa” en hojas blancas pegadas con tirro. En el depósito se escucha el zumbido de un escape, un fuerte olor a gas impregna la habitación oscura. Un hecho que para muchos resulta normal, pero que pudiera resultar catastrófico si no se toman previsiones.
La luz se va poco, pero bastan unas cuantas gotas de lluvia para que se produzcan apagones de más de seis horas. La cuarentena tampoco se cumple, la gente sale a rebuscarse y los puestos de verduras y comida abundan en las calles. Los petareños juegan dominó, basquetbol y papagayos, actividades que forman parte del único entretenimiento que les quedó tras la salida de DirecTV del país, ya que para tener Netflix necesitan Internet y no hay señal de datos móviles.
Son pocas las unidades de transporte público. El asfalto está vacío, cubierto de polvo y tierra amarilla, como estancado en el tiempo, en la desidia. Es un ambiente sahariano, pero con un cielo lleno de nubes grises que presagian lluvias, esas que alborotan el calor.
V
Shirley y Virginia viven como pueden, de los bonos que otorga el gobierno de Nicolás Maduro cada cierto tiempo, de la caja de comida que distribuyen los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y de las pensiones del Instituto Venezolano de Seguro Social (IVSS). Pero con la hiperinflación que empezó en noviembre 2017 y la dolarización de facto que se impuso en las calles, el dinero no alcanza para un mes.
Hasta el 24 de junio, 4.366 casos de COVID-19 fueron identificados en Venezuela, al menos 368 se ubican en el estado en el que viven Shirley y Virginia. Ante la pandemia, los vecinos han decidido acatar la cuarentena, cumpliendo el decreto gubernamental del domingo 15 de marzo.
La COVID-19, que empezó en China a finales de 2019, todavía no tiene cura, ha logrado propagarse por todo el mundo y Petare no es la excepción. Pero a Shirley y a su mamá ya no les incomoda el distanciamiento social. Llevan más de cuatro años cumpliéndolo. Su cuarentena empezó en 2015 cuando salió del hospital y no quiso volver a pisar otro suelo que no fuera el de su casa.
Ella tan solo aspira a tener agua para lavarse las manos.
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