Venezuela

Último turno al bate de Juan Guaidó terminó con fly de sacrificio hacia el destierro

"La esperanza blanca" de algunos opositores ha seguido el camino de millones de otros venezolanos: el exilio. En este último movimiento de su liderazgo menguante acusa al gobierno de Gustavo Petro de sumarse a la persecución ordenada por Maduro

Publicidad
países
archivo

En términos de béisbol, el batazo sale elevado y en su trayectoria da tiempo para que se mueva un corredor en circulación, avance entre las bases y hasta anote una carrera si está en tercera. Es un fly de sacrificio, una de las jugadas comunes en un partido en el que el bateador de turno trata de espantar la derrota o forzar el avance del juego.

En este partido iniciado en 2019, el jugador es Juan Guaidó, uno de los últimos líderes de impacto de la maltrecha oposición política en Venezuela.

En honor a la verdad, es un jugador odiado por el adversario y por su propio equipo: rechazado por los chavistas y por los propios opositores, pese a su empeño en demostrar que todavía le queda fuerza en los brazos y habilidad en el campo de juego.

Pasando al boxeo, más bien estaba contra las cuerdas, y en su última pelea logró sacar una mano para evitar la derrota por nockout, es decir la silenciosa cárcel.

Es el último bateador entregado por una oposición inmersa en guerras intestinas que hoy se encuentra en tres y dos: sin inspiración, sin bateadores de fuerza, sin estrategia de juego, sin lanzadores con brazos capaces de maniatar al adversario, sin siquiera uniforme.

Y lo que es peor: una oposición sin público en las tribunas que le den ánimo y la mantengan con esperanzas de alcanzar el triunfo frente a un adversario especialista en el «juego Caribe», taimado, ladino y con todas las ventajas que le da el ejercicio del poder, las armas, el dinero y la herencia de un antiguo jonronero que se llamó Hugo Chávez.

Con tres bolas y dos strikes en la parte alta del noveno episodio. Así estaba Guaidó, que lograba sacarse los lanzamientos que le disparaban directamente a los codos, las rectas que le lanza el régimen chavista de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello para ponerlo «out» y mandarlo directamente no a las duchas sino a la prisión, como a otros 300 presos políticos que hay en Venezuela.

A esta hora, Juan Guaidó está en Miami, Florida, a donde llegó en la madrugada del martes 25 de abril tras ser sacado de Colombia en un vuelo comercial. Llegó solo, con su morralito al hombro, con pinta de estudiante pobre de post grado, o de deportista que buscara darle un nuevo aire a su carrera aunque sea en una liga universitaria para pagarse sus estudios.

El refuerzo Gustavo Petro

Algunas fuentes del chavismo hace tiempo insistían en que a Guaidó no lo metieron preso de una vez en Venezuela debido a discrepancias entre las corrientes del régimen acerca de cómo lidiar con este hombre que se había vuelto incómodo y que en su momento había sido capaz de representar una presunta «esperanza blanca» de la oposición para forzar una salida a la crisis política, económica y social de Venezuela.

Si lo metían preso de una vez, como quería Cabello, lo convertían en un mártir y le darían argumentos a la oposición nacional e internacional para definir al gobierno de Venezuela como una dictadura plena.

Si lo dejaban quieto, como quiso otra parte menos radical del chavismo, el mismo Guaidó se diluiría ante la falta de respaldo popular en un torneo y una liga donde el propio chavismo pone las reglas, al no permitir elecciones libres y transparentes en la que pudieran participar todos los líderes opositores y sus partidos políticos históricos y sin que hubiera ventajismo oficial en el uso de los recursos del Estado para las campañas electorales.

Lo cierto es que desde aquél 23 de enero de 2019 hasta ahora pasaron cuatro años y Guaidó no fue preso en Venezuela, aunque su familia sigue acosada y según sus propias palabras, está bajo resguardo todavía dentro del país.

Ya antes de ser defenestrado de su simbólico cargo por el fuego amigo de sus propios ex compañeros, Guaidó tenía meses recorriendo Venezuela, intentando levantar apoyos a unas improbables elecciones primarias de donde debería salir un candidato único opositor para enfrentar a Maduro en unas también hipotéticas elecciones residenciales libres previstas para 2024.

Su última jugada de impacto fue salir en estos finales de abril por los caminos verdes hasta Colombia y «luego de más de 60 horas de viaje» llegar a Bogotá justo a tiempo para meterle ruido a una conferencia internacional convocada por Gustavo Petro con el manifiesto propósito de reunir a una veintena de países interesados en encontrar una salida a la crisis venezolana.

Levantamiento de sanciones, fin de investigaciones en la Corte Penal Internacional, desbloqueo de fondos que van desde el oro del Banco Central de Venezuela depositado en Londres hasta los dividendos de la petrolera Citgo, filial en Estados Unidos de Petróleos de Venezuela (PDVSA) para que haya elecciones normales en Venezuela. Esa es la petición del gobierno de Maduro a esa conferencia, a donde no está invitado, pero según opositores asiste por intermedio del propio presidente de Colombia, su aliado Gustavo Petro.

El propio presidente Petro acaba de pedir Estados Unidos que se levanten las sanciones contra su aliado Maduro.

Lograr ser expulsado, o sacado de Colombia en medio de esta conferencia parece ser un último intento de Guaidó por demostrar que en realidad Petro no es neutral, sino que está «cuadrado» con Maduro y sus intereses.

Pese a su voluntarismo, en los últimos meses a Guaidó tampoco se le veía posibilidad de ganar en las primarias que él mismo promovía con ahínco, al menos según respetadas encuestas.

En febrero pasado el 83% de los encuestados por Datincorp decía que no confiaba en Juan Guaidó como líder político, contra 69% de Maduro.

Ya en agosto de 2021, el 77% de los encuestados por la misma firma Datincorp se decía nada satisfecho por los resultados de Guaidó como político, una proporción de rechazo superior a la del mismísimo Nicolás Maduro y al 76% de Henrique Capriles, el principal enemigo de Guaidó en el cuadro opositor.

También en febrero pasado el 65% de los encuestados dijo apoyar la decisión de varios partidos opositores que pusieron fin al llamado “Gobierno Interino” dirigido por Juan Guaidó, «por considerar que no cumplió con su objetivo».

Ese supuesto gobierno interino en realidad nunca fue tal. Guaidó solo era el presidente de turno de la Asamblea nacional opositora que había sufrido un fujimorazo en cámara lenta desde que salió electa en 2015 con una abrumadora mayoría de partidos opositores.

Según la Constitución, ese legislativo tenía poder para ponerle límites al manifiesto autoritarismo chavista, pero sus funciones fueron eliminadas a través del chavista Tribunal Supremo de Justicia y más tarde con una Asamblea Constituyente que nunca escribiría ni un artículo de una nueva Carta Magna.

El hoy político exiliado nunca tuvo armas, control territorial, ni de fondos, ni estructura de mando, esas cosas inherentes a cualquier gobierno.

La única forma de lograr algo parecido, hubiera sido que se refugiara en la isla de Margarita y fundara una especie de Taiwán caribeño, un gobierno regional atrincherado desde donde propugnar por la democracia. Pero eso es solo un chiste de mal gusto.

Lo cierto es que Guaidó nunca tuvo respaldo popular. Ni siquiera la mañana siguiente a cuando desde la Asamblea Nacional se declaró «presidente interino» de Venezuela en vista de que las elecciones de 2018 -donde Maduro se reeligió por primera vez- se hicieron fuera del marco constitucional, fueron convocadas a destiempo por una Asamblea Constituyente creada por el chavismo para terminar de cercenar los pocos poderes constitucionales que le quedaban al Legislativo, y en los comicios estaban proscritos los principales líderes opositores y sus partido históricos.

Esa presidencia interina para el chavismo nunca fue más que una payasada, un país de «Narnia».

Esa proclamación, que ya tenía el respaldo anticipado el gobierno radical de Donald Trump, tuvo un sonoro eco internacional y fue reconocido por unos 60 gobiernos, en su mayoría por naciones americanas y europeas donde rigen democracias de corte occidental.

Pero dentro de Venezuela, un país donde no existe una opinión pública que sea ayudada por medios de comunicación de masas y donde desde hace tiempo hay un franco desinterés del atribulado ciudadano común por la política y sus protagonistas, no hubo mayor sonoridad a aquella jugada de Guaidó.

Era posible tocarle la corbata a Guaidó durante sus primeras concentraciones en la plaza Bolívar de Chacao, o en reuniones con sus vecinos en el sureste de Caracas en calidad de «presidente interino», como era reconocido por las naciones más incluyentes del mundo democrático y por sus colegas opositores internos hasta tanta hubiera elecciones libres en Venezuela.

Ahora ha marchado al exilio forzado, sin ni siquiera su familia. Desde allí promete seguir su lucha por unas elecciones libres y por democracia en Venezuela.

Con Guaidó sucede lo mismo que con los grandes jugadores de béisbol o de fútbol: despiertan primero grandes esperanzas, o hasta simpatía en el público y hasta delirios en la fanaticada, pero si su desempeño -por las razones que sean- no cumplen las expectativa o están por debajo del promedio, se vuelven desechables y suelen caer en el desprecio popular. La ingratitud de las masas los consideran entonces bateas quebrados, o pies quemados y a buscar otro héroe de turno o adaptarse a las reglas de adversario.

De una manera menos gloriosa, con Guaidó ha pasado como con los administradores de los condominios: los propietarios e inquilinos designan a uno para que se encargue de todo, resuelva los problemas cotidianos, desde los bombillos hasta las filtraciones y la recolección de la basura. Así ellos logran quitarse de encima esas preocupaciones, quieren limitarse a levantar la mano en algunas asambleas y seguir en sus otras cosas…pero cuando ese administrador o conserje les falla, lo pican en una plaza pública, para echarle la culpa de todo lo que salió mal.

En una sociedad como la de Venezuela, afecta al caudillismo, al mesianismo, al culto a la personalidad, al béisbol y a las caricaturas de la Historia, esa conducta explica por ejemplo el exitoso ascenso al poder de líderes autoritarios, no importa si fueron los mismos que a punta de tanques de guerra y metralla asaltaron en un momento la Democracia.

Pero cuando se trata de crear un liderazgo colectivo, de que participe todo el mundo en el fomento de la democracia y los derechos humanos, de las libertades civiles y la igualdad de derechos y deberes para toda la sociedad, ahí el partido se pone más difícil y no se puede resolver con ningún jonrón con las bases llenas. Entonces creen que la solución es deshacerse del jugador, el mismo que antes era visto como el héroe salvador. O, en términos cristianos: el que se mete a redentor termina crucificado.

Publicidad
Publicidad