De temporada

De cocina y televisión

No sé qué pasará en América, pero en España los programas de cocina en televisión han proliferado de tal manera, ocupan tanto espacio en la parrilla, que a todo espectador, aunque se dedique a escribir de estas cosas de comer, le provoca un reflejo automático la aparición de un cocinero en pantalla: cambiar de canal

Texto por Caius Apicius
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¡Qué hartazgo, qué empalago, qué pesadez, por decirlo claro! Los responsables de las audiencias de las distintas cadenas de TV han descubierto, mire usted qué cosa, que la gastronomía está de moda, y han decidido explotarla. Vamos, que si la explotan. Y, encima, la audiencia responde; bien es verdad que la audiencia se traga todo lo que le echen, y a menor nivel, mayor audiencia.
En España, pioneros aparte, se hizo popular el cocinero vasco Karlos Arguiñano, que también ha hecho cosas en Latinoamérica. Bueno; sus propuestas son (sigue en pantalla, a diario) sencillas, comprensibles, no usan ingredientes imposibles. Son, como dice él, que además es un excelente y simpático comunicador, recetas «con fundamento» de platos «ricos, ricos».
Ha habido extraordinarios cocineros que no dieron bien en la tele. Cuestión quizá de lo que llaman telegenia. Pero hoy, cualquier pinche y (lo que es muchísimo peor) cualquier bloguero cocinillas se busca un agujero en un canal de televisión. Nada que objetar; a lo que sí tengo algo que objetar es a que lo encuentre. En cocina (ellos, en su absoluta ignorancia, llaman a esto gastronomía) vende todo. Está, ya digo, de moda.
Ya he perdido la cuenta de cuántos concursos para cocineros aficionados o profesionales se emiten ahora mismo en España. Un dato terrible: a cada casting, que es como parece ser que se llama la selección de concursantes, se presentan centenares de candidatos, deseosos de sus minutos de gloria mediática, de un contrato sólido o de un mecenas que les financie su propio restaurante.
A cambio, se prestan a convertir la cocina en una competición, soportan hasta lo insoportable el trato de los conductores del programa, cocineros también, es decir, con nula experiencia como comunicadores. Y la gente los ve. Cocineros aficionados y presentadores no menos aficionados, que no amateurs (cobran).
Luego están los programas de cocina pura y dura. Los citados responsables de las audiencias estiman que la hora de comer es el mejor momento para que aparezca en pantalla un cocinero luciendo sus habilidades. Va a ser que no. A la hora de comer, uno se centra en la comida que tiene delante, no en las exhibiciones del cocinero mediático de turno. Disturba la ingesta y la digestión.
He dicho lucir sus habilidades. Y de eso se trata. Salvo contadísimas excepciones, esas exhibiciones no tienen el menor interés para el espectador. Hoy hay abierto un abismo ya no profundo, sino cada vez más ancho, entre la cocina de estos profesionales y la cocina de cada día.
Usan ingredientes venidos de las quimbambas, cuando no les da por lo que llaman «kilómetro cero», que es una falacia y además una tontería. Recurren a artilugios que no están para nada al alcance de la mayoría. Y presentan creaciones que, la mayoría de las veces, no parecen nada atractivas. Ah, pero salen en la tele.
Que al parecer es de lo que se trata. Hay dos expresiones que me repatean: la que, para subrayar la importancia de alguien, afirma «sale en la tele», y (más aun) la que se usa para zanjar una cuestión: «lo vi en internet». Y son frases con las que se cierra cualquier discusión. Cómo me va a extrañar que la gente vea esos programas.
Y, ya que son inevitables, ¿no se le ocurrirá a ningún director de programas decirles a los cocineros que se pongan el gorro ante la cámara? Porque el gorro no es un adorno: es un elemento de higiene que, en teoría, evita que algún cliente pueda reclamar, airado, en un restaurante: «¡Esto es una vergüenza! ¡Hay un pelo en mi sopa!». Pues claro.

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