Los mercados: del pandemónium a los impersonales bodegones
La humanidad ha pasado por terremotos, inundaciones, cataclismos, guerras y pandemias, pero en medio de esos desastres persiste una actividad inherente al ser humano: la alimentación, que da pie al consiguiente y siempre vigente comercio en los mercados. El cronista Alberto Veloz cuenta la historia de estas fundamentales piezas de todo poblado
En el trazado de los recién conquistados pueblos americanos por los españoles, tres instituciones fueron piezas claves para su fundación: la autoridad, la iglesia y el comercio, éste último encarnado en los mercados, centros neurálgicos de la cotidianidad ciudadana.
Por tal motivo, alrededor de la Plaza Mayor de las nuevas ciudades, casi invariablemente, lo primero que se construyó fueron el palacio o sede del gobierno, la iglesia y el mercado central donde convergía toda la actividad económica.
Mulas, tarantines e inmundicias en la Plaza Mayor
En el centro de Caracas, lo que se conoce como el cuadrilátero histórico, se ubica un espacio abierto que ha tenido los más variados nombres y usos, desde Plaza Mayor pasando por Plaza de Armas, Principal, de la Catedral y del Mercado, donde la compra-venta diaria era inusitada y variopinta, hasta convertirse en la Plaza Bolívar de Caracas.
El pueblo se abastecía en ese lugar de lo indispensable para alimentarse. Los arrieros llegaban con sus mulas cargadas de vegetales, carnes, pescados, gallinas, pavos, entre otros comestibles. También se producía comercio de esclavos. Las condiciones higiénicas no eran las más aceptables. La inmundicia y la pestilencia marcaban el lugar.
Rafael Cartay, en su obra El pan nuestro de cada día, refiere un comentario del abogado dominicano Pedro Núñez de Cáceres quien vivió en Caracas entre 1823 y 1825: “…las legumbres y menestras colocadas en cueros viejos sobre las piedras del suelo de la plaza; las carnes malolientes colgadas sobre unos palos curtidos y toscos, y allí vienen a lamer los perros hambrientos que vagan por las calles en gran número. Como la putrefacción comienza a desarrollarse, se le asoma a la carne una espumita lívida que el carnicero cuida de enjugar a ratos con un trapo sucio de coleta que humedece en una tina de agua inmunda; las mesas y los ranchos desaseados, y las inmundicias y basuras tiradas por el piso; las ollas de las vendedoras de comida llenas de cabellos e insectos”.
Reformas de todo tipo
Un gobernador, de nombre Felipe Ricardos, quiso darle nuevo rostro a la plaza y al mejor estilo borbónico, a mediados del siglo XVIII, mandó a construir arcadas en todo su perímetro con grandes pórticos de entrada en cada lado. Los comerciantes pagaban un alquiler por las tiendas llamadas canastillas, también había tarantines por doquier donde vendían todo tipo de comestibles, pero la insalubridad y lo nauseabundo del lugar continuaban igual.
Casi un siglo después, el presidente Antonio Guzmán Blanco, en 1874, acometió una reforma total del sitio. Mandó a demoler las arcadas y todos los ventorrillos insalubres, en medio de airadas protestas de vendedores, intermediarios y comerciantes del lugar.
En el marcado estilo francés del guzmancismo, se plantaron árboles y construyeron jardinerías. La plaza fue iluminada con faroles de bombillas eléctricas y se construyó una balaustrada de hierro decorado para rodear toda el área.
Oficialmente se designó ese espacio como Plaza Bolívar con la inauguración de la estatua ecuestre del Libertador en medio de una gran celebración.
San Jacinto o El Venezolano
Las autoridades resolvieron mudar a los comerciantes por lo que habilitaron las plazas de San Jacinto, Altagracia y San Pablo para que instalasen allí sus ventas de comestibles.
Así que de pronto, sin aviso ni protesto, aparecieron vendedores y mercaderes de diferentes condiciones en la plaza de San Jacinto llamada también El Venezolano, donde anteriormente existió un convento de frailes dominicos.
En mercados, el de San Jacinto pasó a ser el principal de la ciudad. Su febril actividad desde la madrugada con la llegada de las mulas sus arrieros y vendedores de toda índole le confirió la peculiar característica de mercado grande y bien provisto.
En lo espacios adyacentes a la plaza de San Jacinto, llamada la playa del mercado, y en los portales contiguos se instalaron comerciantes que vendían todo tipo de mercancías que iban desde material de ferretería, artículos de quincallería, enseres para el hogar, telas de todos los géneros, ventas de cocinas, hasta jaulas con pájaros, exhibiciones y ventas de flores, imprentas y librerías ambulantes, barberos y amoladores, lo que hizo del mercado de San Jacinto un lugar idóneo para todo tipo compras y servicios, por supuesto incluyendo comestibles.
De todo para todos
En los mercados libres se conseguían remedios caseros, pomadas, ungüentos, jarabes y elíxires de toda factura, panaceas salvadoras para las más disímiles dolencias y afecciones.
No podían faltar las hierbas medicinales como la pasiflora, ruda, caléndula, cola de caballo o el diente de león y las “ramas” para ensalmes y sahumerios. Los yerbateros recomendaban ahuyentar la mala suerte con unos buenos “ramalazos” de ruda, mientras que la yerba mora se destinaba, junto a los respectivos rezos, para curar la culebrilla. También estaban en los mercados las velas de sebo que desaparecían las cicatrices de la piel, devolviéndole su belleza y lozanía o borrando el recuerdo de alguna riña.
Estas ventas de yerbas inspiraron la sabrosa guaracha El yerberito que magistralmente interpretaba la Reina de la Salsa, la gran Celia Cruz.
La Atarraya, de botiquín a restaurante
La Atarraya fue el local comercial más famoso de San Jacinto. Se mantuvo activo hasta el año 2018, cuando la Alcaldía lo expropió. En sus orígenes fue pulpería y luego el típico botiquín de pueblo, donde pululaban los eternos bebedores de aguardiente quienes pedían su pocillo de guarapo a centavo acompañado de un “frito” con sal molida y mucha pimienta, suerte de pasapalo de la época.
La variedad de esos guarapos era extensa. Gozaban de popularidad los de malojillo, berro, piña, caña, frambuesa, jarabe de goma, fruta de burro, naranjita y canelita, todos cargados de licor. Por supuesto no faltaba la “lisa” bien fría a toda hora.
Entre los tragos “preparados” estaban la Tafia, aguardiente de 40 grados a base de caña de azúcar; Zamurito, un “blend” de vino barato con aguardiente, ciruelas pasas, azúcar y una pizca de nuez moscada o canela. El Amargo de hierbas era exclusivo para los bebedores profesionales por su contundencia alcohólica. También había vinos de calidad y otros de procedencia dudosa.
Posteriormente La Atarraya se “adecentó”. Dejó de ser botiquín y se convirtió en restaurante de comida netamente criolla, donde destacaban los desayunos, el mondongo, el hervido de gallina y el asado negro. Era frecuente la aparición de Los Antaños del Stadium con sus alegres merengues caraqueños y música cañonera para amenizar los largos almuerzos.
La clausura de La Atarraya borró parte de la historia citadina, al igual que las eternas piñaterías vecinas y la sombrerería Tudela.
Solo está en pie el Reloj de Sol como mudo testigo de piedra que marca el tiempo de la ciudad sin memoria.
Pulperos: antecesores de los bachaqueros
El origen de la palabra pulpería no está claro y se pierde un poco entre la realidad y la imaginación. Los primeros pulperos que llegaron eran oriundos de las Islas Canarias. En su lar nativo trabajaban en negocios o mercados donde vendían y preparaban pulpos, supuestamente de allí su nombre.
Pero otra versión señala que viene de la pulpa de las frutas. En pequeños e improvisados locales, los pulperos vendían tanto frutas autóctonas como sus pulpas para elaborar dulces criollos y jugos.
En cualquiera de los casos, los pulperos fueron lo más parecido a los bachaqueros actuales. Compraban la mercancía a precios ínfimos, siempre regateando a los humildes arrieros y productores, para luego vender en su pulpería con una ganancia que hasta podía triplicarse.
La estrategia de los pulperos era ubicarse en sitios de mucha afluencia de gente y sin competencia cercana. Fueron los primigenios centros comerciales de nuestros pueblos. Generalmente se encontraban en las alcabalas, a la entrada de los pueblos o en los cruces de carreteras y caminos, así como también en las ciudades.
En el estamento comercial, las pulperías ocupaban el nivel más bajo, le seguían las bodegas, casas de abasto y los almacenes, sin incluir los mercados.
En este sentido, el escritor Manuel V. Monasterios en su artículo “Las viejas pulperías de mi pueblo” señala una curiosa y clasista decisión del Consejo de Indias del 20 de diciembre de 1804, donde se establecía la diferencia entre bodegueros y pulperos, “considerando que la bodega se dedica a las mercancías importadas (mayoreo)”. Los pulperos estaban en el último escalafón de la sociedad colonial venezolana.
La vida en pulperías y bodegas
En realidad estos comercios eran muy similares entre sí. Con el tiempo, las pulperías dieron paso a las bodegas y éstas a las casas de abasto.
Se podía encontrar todo lo necesario para el cotidiano, comenzando por alimentos, remedios caseros e industriales, hasta cientos de artículos inimaginables. Estaban casi en el límite entre las desaparecidas quincallas y las boticas de entonces, negocios que se caracterizaron por ser más específicos en su ramo.
Entre los comestibles estaba el pescado salado envuelto en papel de estraza apilado en una esquina que confería un “aroma seco” de mar al pequeño local. Queso blanco duro exhibido en el mostrador sin mucha protección. Manteca de cochino, caraotas negras y frijoles, cebollas, plátanos y cambures, huevos, jamón, pastas, sardinas, papelón, pan de horno, casabe y naiboas, maíz cariaco, miel de abeja cocida, café, nepe para alimentar gallinas y cochinos, entre muchos otros alimentos para el diario.
En el rubro de dulces y chucherías se conseguían frutos secos y toda suerte de conservas y granjería criolla, desde melcochas, catalinas, alfondoques y aliados hasta dulces caseros en almíbar.
Los muchachos que hacían los mandados en las pulperías los premiaban con la ñapa de un caramelo o un San Simón, que era un trozo de papelón con queso blanco llanero.
Lo tiene el pulpero
El pulpero también tenía en su “oferta licorera” caratos y guarapos “aliñados” de diferentes sabores y combinaciones. En el terreno posterior de la pulpería esperaban las partidas de dominó con hervido de res incluido y en ocasiones pelea de gallos. Entre “palo y palo” se armaban tertulias de todo tenor.
Se vendía tabaco en rama, chimó, kerosene, jabón en panela. Alpargatas de todos los tamaños colgaban de un mecate que junto a las escobas eran exhibidas en la entrada. Torres de sombreros de cogollo. Cabuyas, guruperas, sartenes, calderos de hierro colado, petacas, pimpinas, paletas de madera, vajillas de peltre y bacinillas, utensilios de latón como regaderas, cántaros para el tinajero, rallos de cocina y faroles.
En el terreno de lo ferretero expendían herramientas básicas para todo tipo de trabajos en el hogar como losa para pisos y paredes, cemento, picos y palas, martillos, cinceles, clavos, quincallería barata y enseres caseros en general.
Pero no todo era baratijas y fruslerías, algunas pulperías y bodegas tenían artículos de mayor prestancia y calidad de marcas reconocidas como las brillantinas Violet, Palmolive, Brylcreem o Glostora. Polvo Sonrisas. Cigarrillos Negro Primero y Fortuna. Jabón Las Llaves. Loción Flor de Amor, Royal Begonia y Gloria de París. En licores no faltaba el Ponche Crema, el único de Eliodoro González P. Eran unos mercados, pero de más categoría.
El tema dio para inspirar La bodega de la esquina, un famoso programa de humor de los años 50, transmitido todos los días por Radio Caracas Televisión, con Amador Bendayán quien interpretaba el personaje de Toribio Aguado.
En la década de los 50 comenzaron a desaparecer los mercados instalados en las plazas públicas, como el de San Jacinto. Las razones para ello: salubridad, organización comercial, planeamiento urbanístico y modernización de la ciudad.
Durante el mandato del general Marcos Pérez Jiménez se comenzó una política de descentralización de los mercados para tener una mejor comercialización y distribución de los productos.
Inaugurado el 8 de junio de 1951, Quinta Crespo figura como el primero de los mercados libres modernos de Caracas. En un área de 20 hectáreas se construyó este recinto totalmente techado con locales comerciales en su parte externa.
Pérez Jiménez se empeñó en dotar a toda a la capital con varios mercados de grandes dimensiones que pudieran abastecer convenientemente a la población.
Una ciudad de mercados
Los productos se centralizaron en el Mercado Mayor de Coche para su posterior distribución a los demás mercados de la ciudad. Pero estos comerciantes mayoristas no descartaron la venta al detal.
El Municipal de Guaicaipuro, en su momento, fue toda una novedad en mercados por las dimensiones y estructura arquitectónica. Bien iluminado, con espacios amplios, estuvo dotado con todos los requerimientos indispensables para su adecuado funcionamiento. Al inaugurarse se constituyó como el más grande y moderno de Suramérica.
Guaicaipuro se mantiene en perfecto funcionamiento, pero el paso del tiempo, aunado al aumento de vendedores y especialmente el congestionamiento de clientes, se nota un leve deterioro. Aunque está abierto todos los días, menos los lunes, se conservan los tradicionales “días de mercado” que son jueves, sábados y domingo.
En esa época también se abrieron otros mercados como el Municipal de Catia, que se inauguró el 15 de diciembre de 1951 aun cuando la hermosa estructura se había comenzado a construir en los últimos años de la dictadura gomecista. En 1994 fue declarado monumento histórico nacional.
El popular de San Martín
Otro mercado muy popular era el de San Martín, en su ubicación original, al final de la avenida San Martín en confluencia con la avenida La Paz, al lado de la fábrica de muebles Avelca, cuyo estilo danés muy en boga en esa época, no tenía nada que ver con lo abigarrado de sus negocios vecinos.
El de San Martín era una estructura con piso de granzón, a cielo abierto, solo los expendios de productos estaban techados. Posteriormente fue mudado a un terreno debajo de la arteria vial de La Araña, ubicación actual también en la avenida San Martín.
Cientos de niños vociferaban a voz en cuello “llevo la bolsa…llevo la bolsa….llevo la bolsa”. Se referían a las bolsas del ecológico yute o de telas reutilizables que llevábamos los clientes.
En esos mercados no existían los carritos ni bolsas sintéticas, y si se olvidaba en casa la de yute, los zagaletones corrían a conseguir una por un medio, es decir la cuarta parte de un bolívar, que en esa época era una moneda dura.
Las palabras marchante, doñita, ñapa y fiado eran las más frecuentes. Igual escena ser repetía en los otros mercados libres como el de Petare, Catia, La Pastora, El Cementerio y Chacao.
El frutero ambulante
Unas ventas ambulantes muy particulares recorrían todas las calles de las urbanizaciones de Caracas hasta comienzos de los 70. Eran camionetas pick up, marca Chevrolet, que el portugués-agricultor-vendedor le adaptaba una especie de “jaula” con tela metálica, estantes de madera y argollas donde disponía de un gran diversidad de frutas, hortalizas y verduras. Las ristras de ajos y cebollas colgaban junto a la pesa en la parte externa y milagrosamente nunca se caían.
En la carrocería de estos mercadillos motorizados predominaban brillantes los colores: rojo, verde o amarillo. Invariablemente todos los “fruteros” tenían un enorme monedero de cuero repujado con compartimentos, que pendían del cinturón a manera de moderno koala. En una pequeña libretica, en perfecto portuñol, el frutero anotaba el fiado que la doñita le pedía a su marchante de confianza. Tenía días fijos en su recorrido para cada sector de la ciudad. Siempre estaba acompañado de un muchachón en calidad de asistente, también de origen lusitano.
La ventaja es que, además de llegar a la puerta de las casas, sus productos eran frescos y bien seleccionados. Era un delivery sin haberlo solicitado.
Elmer Boutique
Indudablemente que el mayor éxito comercial lo constituyó Elmer Boutique, también conocido como Creaciones Elmer o La Boutique de Chacao, porque fue en el pueblo de Chacao donde nació y murió la mayor venta, a cielo abierto, de ropa importada que tuvo Caracas.
Desde mediados de los años 60 hasta más allá de la mitad de la década de los 70, todos los jueves y sábado, desde muy temprano se instalaban en las calles adyacentes al viejo Mercado Municipal de Chacao un enjambre de ventorrillos y toldos, a manera de tiendas improvisadas, donde los vendedores exhibían la más grande variedad de ropa, accesorios y bisutería importada. Todo un preámbulo del fast fashion.
La mercancía la traían principalmente de Nueva York y Curazao por vendedores y revendedores, quienes hábilmente la pasaban por las aduanas sin pagar impuestos ni aranceles de ningún tipo, de manera que era un “contrabando” maleteado a plena luz pública.
La oferta muy variada, con precios sin competencia y de calidad. Los revendedores generalmente iban a las mismas factorías o mayoristas de las avenidas 7° y 8° con Broadway en pleno centro de Manhattan, por lo que la indumentaria de Elmer Boutique se podía encontrar en otras tiendas caraqueñas, pero a precios más altos.
Ropa psicodélica con estampados de bacterias y flores. Colores brillantes. Pantalones bota ancha de corduroy, género conocido como pana acanalada. Overoles de blue jean y zapatos de plataforma conformaban la auténtica “pinta”, junto a minifaldas y batas locas, propias de los 60.
Desde un vestido de noche con lentejuelas hasta la canastilla completa para un bebé se conseguía en esta mezcla de boutique y mercadillo callejero. Chacao daba para todo.
Llegó el autoservicio
El primer automercado del país abrió en Maracaibo en el año 1948 con el nombre de Todos. Luego se convertiría en la poderosa cadena de automercados CADA, Compañía Anónima Distribuidora de Alimentos.
El 3 de noviembre de 1954 se inauguró el automercado más moderno de Caracas con la denominación CADA en el funcional centro comercial Las Mercedes, diseñado por el arquitecto Donald Hatch.
Dado su enorme éxito, la empresa de Nelson Rockefeller abrió una sucesión de mercados con auto servicio en diferentes sectores: La Vega, Parque Canaima, La Florida, San Bernardino y La California, entre otros. Los CADA, como popularmente se les conocía, abarcaron toda la geografía nacional.
Generalmente los CADA eran utilizados como punto de referencia para ubicar direcciones. Su enorme pilar de cemento con logotipo rojo y letras blancas quedó grabado en la memoria de los venezolanos que vivimos esa época dorada.
La competencia no se hizo esperar y surgieron varias cadenas comerciales con ideas innovadoras en la gestión de mercados con la modalidad de auto servicio.
La era de los supermercados
Así apareció Central Madeirense, de Agostinho Sousa Macedo, con capital lusitano y sucursales en todo el país que se convirtió en el más fuerte competidor de CADA.
A mediados de los 60 existió un pequeño supermercado llamado Todo Barato con sucursales en El Paraíso y Sabana Grande, su propietario Joao Ferreira. Ese fue el germen de los actuales automercados Luvebras, siglas de lusitano, venezolano, brasileño un homenaje y agradecimiento de Ferreira a esos gentilicios donde nació y fundó sus comercios.
La historia de éxitos del sistema de mercados con autoservicio pica y se extiende. Continuaron apareciendo grandes consorcios comerciales dedicados a estos modelos de negocios: Excelsior Gama, Unicasa, Plaza, Victoria, Tía. También los hipermercados para mayoristas y revendedores como Makro y Éxito.
Cientos de supermercados en formato más pequeño, pero muy bien provistos de mercancía, propiedad de comerciantes independientes igualmente exitosos, y que no pertenecen a esos enormes consorcios, conviven con las grandes cadenas. Algunos tienen sucursales y otros son solo del sector a los que sirven.
El gobierno intentó competir con estos profesionales en el abastecimiento de alimentos para el pueblo y abrió Pdval, Misión Mercal y Bicentenario, que hoy forman parte de la anécdota política.
También han surgido mercados callejeros “especializados” como el de la colonia china en la urbanización El Bosque. Los peruanos con su variedad de cientos de papas y demás vituallas andinas en Quebrada Honda. “Los Andinitos” que de manera ambulante acaparan varios espacios de la capital. Productos de la Colonia Tovar conviven en este enjambre comercial y tiendas donde solo venden productos para la culinaria árabe.
Botillerías, delicatesen y bodegones
Las tiendas de bebidas espirituosas han existido en Caracas desde hace más de un siglo. En las antiguas botillerías caraqueñas vendían todo tipo de licores, vinos, comidas enlatadas y exquisiteces importadas. Así nacieron los “bodegones” caraqueños.
En las décadas del 40 al 60 del pasado siglo funcionaron varios comercios de “delicatesen”, del alemán delikatessen, para la venta de alimentos selectos enlatados o en frascos, bombones finos, champañas, vinos de alta calidad y los más variados licores.
La Península, en el bloque 7 de El Silencio, era una enorme tienda de exquisiteces, vinos y licores variados llegados de todas partes del mundo.
En pleno centro de la ciudad estaban La canadiense y Eduardo Antonino, también con diversidad de alimentos importados. Charcutería López, en Sabana Grande, con una enorme oferta de productos españoles de altísima calidad.
Los de reciente data
De más reciente data se recuerdan, entre otros, los desaparecidos Il Bottegone da Beppe en Sabana Grande. Delicatesen Copenhague y Frisco, especializados en este tipo de mercancías importadas.
Después llegó Rey David, el decano que mantiene cuatro sucursales con su oferta siempre exquisita y restaurante incorporado.
Fresh Fish, Oceanía, Guardaviñas, Oltremare, Quesería Aurora, entre muchos nombres de esta categoría de negocios que todavía se encuentran dando la pelea.
Esos comercios, que surgieron hacen muchísimos años, llenarían de envidia a los actuales bodegones, ya que en estos últimos una parte de sus estantes están ocupados por cientos de envases de Nutella, enormes cajas de cereales y chocolates gringos que no se pueden comparar con los producidos por nuestros maestros chocolateros venezolanos que gozan de merecida fama internacional.
La clientela con acceso económico a los actuales bodegones tiene otros gustos o no tiene ninguno. Se rige por el mercadeo y los llamados influencers, que en español quiere decir influenciadores, pero el anglicismo es el gancho propicio para el engaño.
Les falta conocimiento gastronómico y mundanidad, salvando siempre las honrosas excepciones.
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