De Interés

Un gobierno que se disfraza con palabras

En política las palabras son hechos. Por su propio objeto, por tratarse de proponer y ejecutar colectivamente metas, la política supone movilizar recursos, encausar voluntades, esfuerzos y, muy especialmente, reducir las resistencias de quienes se oponen a la consecución de los fines sociales.

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De allí la importancia de la palabra como arma para convencer, disuadir y persuadir a quien se cree amigo o potencial aliado; pero también para engañar y manipular, si las razones fallan o si la mala intención priva como forma de obrar.

No en vano los grandes líderes, así como los peores demagogos, hicieron de la palabra la palanca de sus virtudes o el arma de sus desgracias y, claro está, también la de sus pueblos.

La virtud o el defecto de la palabra

Lo que empezó hace 17 años en Venezuela hizo que la palabra adquiriera una importancia que ésta generación, y puede que la siguiente, ni conocieron, ni conocerán. La palabra degradó o sobrevaloró lo que quiso. Insultó, estigmatizó, tergiversó, puso del lado incorrecto, ocultó y hasta defenestró a personas, hechos, instituciones y obviamente la propia historia del país.

Pero también es cierto que, al menos por un tiempo, movilizó, motivó, dio sentido de pertenencia, empoderó y, por sobre todas las cosas, esperanzó a quienes los hechos habían desmoralizado y puede que hasta enajenado desde hacia mucho tiempo.
Pero la palabra, ciertamente por si sola no es suficiente. Por ello no es cierto que la comunicación, o el comunicar, es poder. El ejercicio del discurso político, por sí sólo no es suficiente, especialmente cuando se abusa de el.

El jugador de cartas puede alardear de la palabra a través de grandes apuestas como si tuviese una gran mano. Pasa una vez, pasa dos veces, pero el faroleo tiene un limite. En algún momento alguien pagará por ver las cartas y la palabra perderá todo su poder, si pierde la mano, si se desacredita, si se descubre que era mentira.

En el caso que nos ocupa, para nuestra política domestica y reciente, Chávez tuvo la suerte de que el poder asistió a su verbo justo cuando más lo necesitó. La historia recordará y reafirmará lo que ya sabemos: como figura política y pública, desapareció a tiempo para salvaguardar su hito.

Después del golpe, después del paro petrolero, el gobierno requirió concreciones, demostraciones del amor tantas veces declarado al pueblo, pero a la vez, tan pobremente demostrado. Sus bases sociales, cansadas para entonces “de tanta muela”, necesitaban logros, éxitos, puntos sobre los cuales dar crédito a la palabra dada. De lo contrario el abismo de la impopularidad seguiría su curso.

La diosa fortuna de los precios del petróleo vino en su auxilio. Pero no fue solo el baño de petrodólares (que comenzó justo en 2004) lo que dio credibilidad a su palabra. La capacidad de tocar la fibra, ser igual a los prejuicios y las ficciones del pueblo, sintonizar con los sectores populares desde la anécdota y emularlo hasta caricaturizarlo, fueron atributos, practicas y hasta artimañas, para hacer de su palabra un musculo sustituto de sus logros.

Pero sin la sobre remuneración y los subsidios que permitieron los altos precios del petróleo, la palabra se habría convertido en burla y en triste desencanto. A finales de 2003 la popularidad del comandante rondaba los 30 puntos, el repunte que le permito derrotar el revocatorio, necesitó del tiempo que le dio el CNE y del dinero que le dio la creciente renta para subir la cuesta.
Sin esto último, sin la chequera, la palabra por sí sola no habría podido con tanta crisis.

La palabra como burla

Imitar el encono, emular la vehemencia, gesticular parecido y hasta tratar de vestir, calzar y peinar (mismo manicurista, sastre y estilista de por medio) no sólo es un error, sino resulta muy ridículo cuando el contexto cambia. Quizás no pueda hacer nada distinto. No sólo la esterilidad está en las ideas, también en las formas y, claro esta, en la palabra y el discurso.

Pero el disfraz, la repetidera, no sólo se vuelve chambona por el contexto y la crisis, sino que cuando se separan de la realidad, cuando el oficialismo se salta el contenido (la moral, dirían ellos) que pretendió tener en el pasado, cuando se sinceran y dejan de lado eso de hacer una revolución para ser sólo un sistema de privilegios; entonces el lenguaje simulado se vuelve grosero e insultante.

La semana pasada fue un verdadero torneo de imposturas discursivas. Voceros oficiales, de los más jóvenes por cierto, han ensayado un verbo más que locuaz, imprudente y burlón. Una ministra confunde la abundancia de su nevera con la situación de los anaqueles. Un gobernador sentencia que hay más amor que necesidades. La autoridad de la salud retoma el repetido cuento del consumo irracional, irrespetando a victimas y fallecidos. Por último, y para hacer la lista corta, el joven parlamentario jefe de la fracción gubernamental asegura (sin reparar en los “logros de la revolución”), que el pueblo no produce por ser analfabeto. Estos fueron algunos de los usos, abusos y burlas con las que régimen utiliza la palabra oficial.

Lo curioso del discurso gubernamental es que se trata de pura forma, de estética sin ninguna ética, de estrategia evasiva para sobrevivir a los problemas sin enfrentarlos. Los tergiverses en los que incurre el gobierno, no son deslices de algún funcionario, tampoco son ocurrencias personales. No se trata de eso, son campañas, son instrucciones para lidiar sin resolver los problemas, que por medio de sus acciones, no pueden solucionar.

Nadie puede decir tantas pendejadas tan seguidas. La palabra forman parte de un plan. El plan del cinismo revolucionario, que se ejecuta desde el jefe del Estado hasta el último de sus partidarios.

La palabra sustituyó a la política

Desde hace mucho, pero ahora con inusitada reverberación, las decisiones de Estado son para resolver los problemas del gobierno, no los de la gente. En todas las materias, sobre todas las preocupaciones de los venezolanos, lo que importa es como queda el gobierno, no como queda el pueblo.

No importa el área de competencia del funcionario o el vocero, su única y exclusiva preocupación es la imagen del gobierno o el daño a su ya hundida popularidad.

Por eso los precios regulados permanecen irracionalmente estancados, el cono monetario se reduce a billeticos de monopolio, PDVSA paga por regalar la gasolina, los motorizados gobiernan las calles y la delincuencia se enorgullece de ser chavista y socialista. Adjetivos, por lo demás similares a los usados por las fuerzas del orden.

El último escándalo penitenciario da cuenta de lo anterior. La señora de las prisiones no está allí para que los centros penitenciarios reeduquen a nadie, sino para reproducir el delito, para que los delincuentes vivan y hagan lo que les gusta, de lo que se lucran, pero eso si, sin que echen vaina, sin muertos que escandalicen a los derechos humanos… Del gobierno, claro está.

Esa fue la forma de solucionar un problema de imagen, una raya para el gobierno, no para atender a la inseguridad como principal preocupación del país, sino para reproducirla. La palabra acompaña ese proceder. Parodiando el dicho aquel de si no puedes con el enemigo, únetele, el gobierno hizo lo mismo, se unió desde hace mucho a los problema. Su política consiste en no resolver nada, porque hacerlo supone afectar su imagen y su legado. El gobierno decidió, desde hace mucho, que la palabra, el disimulo, sustituyera a la política y las soluciones.

Por ese camino es obvio que sólo cuando cambie el gobierno, comenzaran a ensayarse las soluciones.

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