Memoria gustativa

La Belle Epoque convivió con la modernidad

Una ciudad en constante destrucción, que ha abandonado para siempre los elementos fundamentales para ser recordada, bien sea en arquitectura, paisajismo, costumbres, lugares, es una ciudad sin recuerdos, donde sus habitantes pierden el rumbo sin saber porqué, lo que hace que la memoria, lo poco o mucho que pueda conseguirse en archivos, libros, testimonios, fotos o videos tome importancia capital para reconstruir las vivencias de sus ciudadanos “ese algo” de lo que alguna vez se tuvo o fuimos Uno de los lugares de Caracas que conserva parte de su época de gloria es Colinas de Bello Monte.

Villa Monzeglio, Caracas, Vintage, Arquitectura
Fotos web y removedores gracias a Alberto Veloz
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Ubicada en las faldas de esos montes sureños, plenos de calles, senderos y trochas que conforman un verdadero vericueto para los no conocedores de la zona y que a veces me evocan algunas vías de Roma debido a sus empinadas colinas. Flanqueada al norte por el río Guaire, esta urbanización albergó excelentes restaurantes que se recuerdan por su buena comida, decoración, ambiente y tradición. ColinasBelloMonte2_BMS
El más lujoso y emblemático de ellos indudablemente fue La Belle Époque, en pleno corazón de “Colinas” (a secas, como cariñosa y popularmente se le llama). En la mitad de la avenida Leonardo da Vinci, justo detrás de “Sears”, para la época los 50 la tienda por departamentos más grande del país, se encontraba este reducto de cocina francesa que abrió René Derremic el 21 de junio de 1957 y luego adquirió José Prats en sociedad con Antonio Hermida.
Cocina tradicional francesa, siempre con alguna especialidad del día donde a veces presentaban carnes de alta cacería, como recuerdo haber probado un civet de ciervo y hasta una lapa, que constituía un secreto que solo se revelaba ante los clientes más íntimos del local.
El menú era bastante extenso donde no faltaban el entrecot Café de París con sus inseparables papas fritas o las crepes de queso. Figuraban también las escalopinas de pavo, el pato en salsa de morillas, tournedos perigourdine, suprema de pollo, langostinos al whisky o el filet de mero a las finas hierbas. De postre el soufflé Grand Manier o las crepes suzzete que flameaban delante de los comensales, espectáculo que a mí me hacía delirar.
La decoración honraba su nombre al evocar la “Belle Époque” parisina. Un pasillo central con una balaustrada de arabescos en hierro forjado negro, separaba la barra del comedor cuyas mesas ostentaban candelabros con velas rojas, color que se repetía en el tapizado; tenue iluminación que provenía de discretas lámparas de globo daban una atmósfera cálida donde se respiraba elegancia y un ambiente chic, amén de la fiel clientela con vestuario que hoy sería de gala: los caballeros de corbata y ellas engalanadas, preparadas para la conquista o la seducción.
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No hay que olvidar que era el sitio preferido para celebrar los aniversarios de bodas o las pedidas de mano. Es decir un atavío acorde a un restaurante que se precie de buena atención y esmerada comida.
Un acordeonista amenizaba las noches con melodías al estilo de la chanson française. A ese bello comedor francés le llegó la estocada final cuando se convirtió en un bar de música alternativa, con bandas de jazz y rock, ambiente enrarecido por la nicotina, clientela variopinta en la mayor mescolanza que se recuerde de sitios de esta categoría en Caracas, donde la verdadera rumba comenzaba pasadas las 2:00 de la madrugada.
Hasta el fallecido cantante Gustavo Cerati se dejó caer por allí en una noche de farra. En la avenida Garcilazo, otro sitio francés se disputaba los comensales venidos de toda la ciudad.

La Cigogne y su emblema “Cuisine et vins de France” marcaba diferencia por tener un estilo más cercano al bistró parisino: paredes de madera, manteles a cuadros rojos y blancos, lámparas de pantallas decoradas con etiquetas de vinos, botellas de champaña con cientos de velas cuyas mechas ardían las noches románticas, el resultado, la esperma derretida que les daba un toque envejecido.
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La impepinable sopa de cebolla no faltaba en el menú de La Cigogne, así como los escargots con mantequilla de ajo. Se comía una exquisita trucha rellena, sole meuniere, chateaubriand bearnaise, espárragos en salsa holandesa; para los iniciados estaba el pato salvaje y lapin persillade.
En este acogedor sitio, de agradable ambiente francés, ahora funciona un restaurante español llamado Los Cántaros y da fe de ello las vasijas de barro colocadas a manera de descuido en su muro.

En la avenida Beethoven estaba Costa Vasca, otro de los famosos que conforman el trío de desaparecidos de “Colinas”. Un pequeño y angosto restaurante, donde era preciso llegar temprano porque solo disponían de nueve mesas, cuyas paredes decoradas con redes, timones y remos le daban el toque marino.
Una atención más que personalizada, brindaban sus dueños José Izaguirre, su esposa Asunción Galdona y su socio José «Pepe» Díaz, al igual que los atentísimos mesoneros.
Nunca olvidaré las popietas de mero y el lenguado al champagne. Siempre trataba de pedir otro plato, pero nunca lo lograba porque su exquisitez hacía que repitiera mi orden sin temor al aburrimiento. A eso se llama buena cocina. Ambos manjares eran acompañados de arroz blanco que luego ahogaba en el resto de la salsa. La merluza a la vasca y los pimientos del piquillo rellenos eran otros de los favoritos. De entrada la sopa de ajo y para finalizar el brazo gitano. Luego de muchísimos años se mudaron a un local enfrente por poco tiempo y actualmente funciona en La Castellana. Lógicamente el ambiente acogedor y casi familiar de la calle Beethoven no se repite.
Como en otras ocasiones fui último comensal del antiguo Costa Vasca y para callar la pena de la despedida, como si fuese un desamor, ingerí suficiente vino que disfrutaba sin temor al qué dirán de algún seudo sommelier.
Pero no podría finalizar esta crónica de lugares desaparecidos de “Colinas” sin mencionar otros sitios, que aunque todavía están en la palestra han perdido la fama de la que gozaron en la segunda mitad del siglo XX, pero marcaron pauta en la vida gastronómica de la zona y de toda Caracas, como es el primer restaurante chino de la ciudad: El Palmar donde los caraqueños se iniciaron en el legendario pato pekinés -servido en tres tiempos- por flacos y ágiles mesoneros de rasgos orientales: lascas sobre crépes de harina de arroz; fino y claro caldo de la cocción y finalmente la carne en tiritas acompañada de delicados vegetales salteados.
Restaurante chino, comida china, Caracas, El Palmar, Pato Pekinés
El Palmar con más de 60 años en el mismo lugar, plaza Lincoln de la avenida Leonardo da Vinci, y administrado por la misma familia Moy Hung, es punto de referencia en Colinas de Bello Monte, su fachada de pagoda en verde y rojo es todo un símbolo de la zona.
Rancho Tranquilino fue el primer restaurante de carnes donde me llevaron mis padres. Como una novedad quedó grabada en mi memoria la sensación de comer sobre tablas de madera con cuchillos de sierra para el mejor corte de las carnes.
Siempre relacioné el nombre con los de Tranquilino y Esmeralda, una pareja de actores cómicos argentinos que llegaron a Venezuela en la época perezjimenista y mi asociación era lógica porque ellos fueron los fundadores de este local que ha cambiado un poco su fachada y ya cumple más de seis décadas también en el mismo lugar, la avenida Leonardo da Vinci casi al límite con Los Chaguaramos.
Otros locales como El Manchego, Crema Paraíso y Pastelería Sabrina siguen dando la pelea.

La modernidad en Colinas.
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La modernidad de los años 50 está representada en una arquitectura audaz que desafía la gravedad de las laderas abruptas del terreno. Buen ejemplo de ello son el Club Táchira, obra del arquitecto Fruto Vivas, con su techo conocido popularmente como “la cachucha de Pérez Jiménez”.
La Concha Acústica, iniciativa de Inocente Palacios, interpretada por Julio Volante quien aprovechó al máximo la topografía y el eco de las dos pequeñas colinas que la circundan y en la calle Suapure la futurista y dinámica Villa Monzeglio, del arquitecto Nigra Montini, conocida también como quinta Olary, que de solo verla causa vértigo por su ubicación y atrevido diseño.
Desde la Autopista del Este se contemplaba la panorámica de Colinas de Bello Monte donde se distinguían los vistosos y luminosos avisos como el emblema de Mercedes Benz en azul y plata; las letras cursivas de Savoy sobre el edificio Pigalle; Sears en verde intenso; las tres palabras que se sucedían: Mira… admira… Admiral!; el rojo brillante de cauchos Firestone y el elegante reloj de Tele Norma.
Colinas está unida con su medio homónima y muy plana Bello Monte por muy pocos puentes, pero el que más se recuerda son las dos estructuras semicirculares a la altura de Sears, actual Ciudad Banesco, bautizadas por el pueblo como “las nalgas de Rómulo”.
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