Ruta del sabor

¿A qué sabe el béisbol?

Por: Ángel Zambrano Cobo
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¿Quién dijo que la hallaca y el pán de jamón son las únicas comidas de temporada venezolanas? Cada octubre, el país entero se afiebra. Comienzan los trasnochos para ir al estadio, las bromas en la oficina, los mensajitos que, en sorna, van y vienen entre magallanero, caraquista o guairista. Y en el estadio de la UCV, donde esta temporada se debatirán más de 60 juegos, corren dos historias en paralelo: el béisbol criollo y toda la sazón que lo rodea: los pepitos, las hamburguesas y las cervezas son los protagonistas, durante más de 20 días se disputa el campeón de la pelota venezolana. La contienda deportiva se ha afilado y los estómagos se han dado bomba con las balas frías del estadio. Con Magallanes, Caribes, Tigres, Tiburones y Águilas en la batalla la fiesta deportiva no cesa y mucho menos el sabor que esta conlleva
Johan Santana: lanzador. Wilson Ramos: receptor. Alcides Escobar: campocorto. Alexi Amarista: segunda base. Ender Inciarte: jardinero. Endy Chavez: jardinero. El Morocho: arepero. Y todos lo saben. Cualquiera que pise el viejo estadio universitario conoce a cada uno de esos nombres por igual. “El Kid” y sus rectas. Abreu y su velocidad. Cabrera y su bate. El Morocho y sus reinas pepeadas. Porque allí, en el estadio, hay béisbol y pasión y todo el cuento. Fanáticos, batazos, ponches y los demás ingredientes de la pelota. Pero hay, en igual cantidad, comida. Entre tanta y tanta cerveza, los pasapalos más literales de la ciudad.
El ambiente se siente desde hace rato. Los enormes reflectores que dan hacia el campo iluminan también la plaza que es la antesala de todo lo que ocurre en una noche de pelota. Por allí pasan los cientos de miles de fanáticos que visitan, cada temporada, el estadio de la Universidad Central de Venezuela. Incluido en el paquete “ucevista” que fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, el parque es uno de los siete que recibe el béisbol criollo entre octubre y enero. En él caben casi 23.000 personas y por él pasó una fracción abultada de los 2.286.413 fanáticos que, según la Liga Venezolana de Béisbol Profesional, presenciaron algún juego en vivo la temporada pasada en el país. Y todos los que lo hicieron en Caracas atravesaron la plaza que iluminan los enormes reflectores.
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Exactamente allí comienza el sabor. No da chance ni de acercarse a la entrada donde los de seguridad revisan los boletos y desean un feliz juego. Mucho antes, todo lo comestible que ofrece la noche caraqueña en sus areperas, en sus calles del hambre, en sus carritos de perros calientes, entra en juego y retrasa la llegada. Como si todos esos lugares se hubieran trasladado, durante una temporada más, a la plaza de los estadios de la UCV. Y como si se hubieran traído consigo sus olores, sus sonidos de fritanga y plancha, sus servilletas inservibles frente a tanta mayonesa y salsa de ajo, sus piernas abiertas y cabezas hacia adelante para no mancharse la pinta.
“Que el pitcher abridor está finito”, “que tal importado está bateando para 300” y “que este año sí es el año que se va pa’ encima y pa’ ningún otro lado”; así dicen y rezan los que van llegando antes de que se lance el primer pitcheo a las 7:30 de la noche. Caminan, ya tragando la primera fría, hacia donde está el que compró las entradas para el juego. Abrazos, risas, billetes para acá y boletos para allá, salud y cómprate otra que todavía tenemos chance.
Los revendedores olfatean, regatean y ofrecen silla, grada y palco VIP. Los policías miran hacia otro lado y los vendedores gritan que allí es donde se consigue la gorra original de los Leones, los Tiburones, los Tigres y hasta la de los Bravos; “que la camisa no es original pero mira que casi casi es igualita”; “que nadie se da cuenta de la diferencia y que cómo luce”; “que los pasamontañas son perfectos para esa lluvia que viene por ahí y que los vasos térmicos te mantienen la birra ‘friíta’ hasta por dos innings y medio”.
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A pocos metros están el hiperfamoso Morocho y la institución que son sus arepas. “Antes, este puesto estaba dentro del estadio. Pero desde hace 12 años atiendo aquí en la plaza”, dice el mismo Morocho. “Aquí estoy mejor que allá adentro porque no hay que pagar tanto y es más fácil porque no hay que ser una franquicia”, explica mientras él mismo atiende a los clientes que van llegando y pidiendo. Noche tras noche, son cientos de fanáticos fieles que lo saludan, lo buscan, le preguntan que qué esta bueno para esa noche y manifiestan su fidelidad.
Así lo hace José Manuel Rodríguez, un orgullosísimo fanático y cliente: “Esto que tú ves aquí es lo mejor. Llevo viniendo más de 30 años al estadio y comiendo mi arepa aquí. ¡Ésta es la mejor papa! Porque tiene el buen precio y tiene la calidad. Me como una ahorita, antes del juego, y otra al salir. Y allá adentro, pura cervecita”. Se ríe el enorme y moreno José Manuel, revisa que no se esté manchando su camisa de los Leones y vuelve a su arepa mientras el Morocho sigue atendiendo con su gorra de La Guaira bien puesta.
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En total son 42 años preparando reinas, dominós, catiras y pelúas que han hecho que todos los que van al estadio conozcan al Morocho. Como las dos chamas que van pasando y le gritan, lo saludan, le lanzan dos besos y siguen hacia la entrada. A dos puestos está su hijo, Morocho Junior, también ofreciendo arepas y al lado su cuñada Zulayma Torrealba vendiendo empanadas, tequeñones y shawarmas.
Y otro tanto más allá, el Pequeño Juan. El altísimo Juan Tovar que habla, también, mientras pica la arepa que acaba de salir del budare. “Yo estudié para ser chef en el Ince y por eso soy el que prepara todos los platos que tú ves aquí”. Apunta a la pizarra donde están anotados todos los almuerzos que sirvió esa tarde a los fanáticos tempraneros, estudiantes y personal de la universidad: cruzado de costilla, pabellón criollo, mondongo y hasta fosforera. Él y su esposa, “La Negra”, cocinan allí desde el mediodía y sirven en las ocho mesitas con mantel que tienen delante del puesto. “En el estadio llevo 20 años trabajando y aquí afuera tengo siete. Este ambiente del béisbol es lo máximo, mi hermano. Felicidad para todos sin importar que sean caraquistas o magallaneros. Mi negra y yo hemos hecho, entre nuestros clientes fijos, muchísimas amistades”, vuelve satisfecho.
Y aprovecha para llamar a William, un cliente que iba en retirada. “Cuéntale”, exhorta Juan. Y William Rodríguez, que mide al menos 30 centímetros menos que el Pequeño Juan, recuenta: “Yo vengo acá desde hace todos los años del mundo. Desde que él era más pequeño que yo”. Se ríen todos los que están alrededor. “Los almuerzos que prepara aquí Juan son una exquisitez comparable con cualquier restaurante caraqueño. Y después, en la noche, tiene las mejores arepas”, recomienda.
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Lista esa cerveza y para adentro que ya el himno está sonando. Van los fanáticos entrando, saludándose antes de llegar al torniquete. Muchos de ellos ni saben cómo se llama el otro ni lo ven en otro lugar que no sea el estadio. Pero se abrazan, preguntan por la novia o la mamá o el primo que tampoco saben cómo se llama pero al que todos le dicen “Primor”. Entre octubre y enero, ahí en el universitario, son desconocidos pero hermanazos del alma y compañeros de causa. “Uno ni se conoce y comparte par de arepas en la mesa imaginaria que es este estadio”, dice Gustavo Rondón, incondicional de los Tiburones. “Aquí cabemos realmente todos y brindamos, intercambiamos números de celular para mandarnos mensajes sobre el equipo, nos invitamos las cervezas… Hermanos por tres meses”.
Adentro, ya los souvenirs son todos oficiales, ya hay promotoras entregando el calendario de toda la temporada, ya las cervezas no se toman en lata sino en ese vaso plástico que entregan en cualquiera de los kioscos autorizados. La casa está más organizada, pero la esencia es la misma: las mismas carcajadas de allá afuera, la misma tertulia entre fanáticos que se saben de memoria el Meridiano y el Líder del día y los mismos cientos con la misma camisa puesta, la misma gorra y la misma emisora AM., sintonizada en ese radiecito que sólo es para el estadio.
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Adentro, la escena cambia. Ya los kioscos son más parecidos a un local más formal. Los precios suben y no son puestos de comida atendidos por sus dueños, sino franquicias que negocian sus contratos y concesiones directamente con los equipos. Pero está la misma comida y alrededor de ella se escucha el mismo “¿qué me tienes bueno por ahí mi pana?” del abonado que va día tras día, que conoce y saluda al que atiende durante los 64 juegos de una temporada regular.
Están ésos, los que van a todos los juegos con su radiecito y la gorra firmada por todo el equipo. Y también los que no tienen ni idea. Los que no saben qué es un squeeze play o un tubey o un balk o por qué ese jugador se devolvió a la primera base, la pisó y después volvió a salir corriendo hacia la segunda. No le van a nadie, sino al ganador o al Caracas porque todos le van al Caracas o a La Guaira por la rumba que se arma siempre con la samba. No saben demasiado de béisbol, pero se convencen de que en el estadio se arman las gozaderas más grandes que han vivido. Que allí se grita, se ríe, se sufre, se suda y se celebra cada juego como si se hubiera ganado la temporada completa. Saben que ese campo trasciende el béisbol, que es un lugar de encuentro donde caraqueños de todo tipo conviven y se abrazan y se echan broma y se juran enemigos de por vida para después brindar con unas frías recién compradas. No saben de pelota, pero saben todo eso.
Y buscan exactamente dónde comer apenas termina el tercer inning y comienza a pegar el hambre de las 8:15. En Parristadium, que queda entre el home y primera. Desde pocos metros de distancia, se ve cómo llega una pareja, saluda a la señora Tamara, le pregunta cómo está la cosa, le dice que su equipo va pa’ abajo y le pide una parrilla grande, de las que vienen con carne, pollo, chorizo, morcilla y hallaquitas. Esperan un minuto y medio y se comen la parrilla parados, como come todo el mundo en el estadio. Si hubieran estado tímidos, hubieran podido pedir una sencilla de carne o de pollo, de pernil, o un pan con carne, pan con pollo o pan mixto.
Como Edgar Jaspe. Hoy eligió comer una parrillita sencilla porque el juego anterior había comido cachapa y el anterior a ése arepas. “Pa’ eso está la variedad de comida que hay en el estadio. Porque uno viene a tantos juegos que no siempre puede comer lo mismo” comenta con glotonería Edgar y entre un bocado y otro continúa: “está buenísimo. Carne de calidad y buen sabor”. Luego, se limpia con una servilleta sin saber bien por qué se está limpiando. Total, más de la mitad de los que están comiendo por ahí tienen salsa hasta en la nariz.
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Ya la cosa va por la parte baja del quinto y los Leones van perdiendo, los Tiburones ganando. Como el equipo de casa es el Caracas, la grada está más silenciosa que de costumbre. Algún que otro rugido que pide el que habla por los altoparlantes del estadio y anuncia al bateador de turno, los caraquistas que medio despiertan y los guairistas que están bien despiertos extrañando la samba que sólo suena cuando ellos son el equipo local.
Mientras los no fanáticos la pasan igual de bien, tomándose una cerveza o una sangría y comiéndose las cotufas, las papitas, las pizzas o los tequeños que llevan los vendedores nómadas directamente al puesto, los más intensos sufren o gozan según su fanatismo. Los adeptos del Caracas ligan, reclaman, todavía insultan al jardinero que dejó caer la pelota en el tercero y que permitió que La Guaira anotase otra. Los de La Guaira gozan, le bailan al vecino caraquista, bajan cinco filas para chocarle la mano al otro guairista que ni conocen pero que ganando 3 a 0 es más que conocido. “Pónchalo”, grita ese. “Ponchéalo”, grita aquel. “Ponchetéalo”, grita el otro.
Los hambrientos ni se enteran de la base por bolas que acaba de dar el pitcher a pesar de las arengas. Están rodeando el puesto de arepas Tropisonia, también están muy metidos en la arepa de salchichón y en la de queso amarillo que pidieron apenas se terminaron la de queso de mano. O están curioseando el Home Run Deli para comprar por primera vez en ese puesto que se estrena esta temporada y ofrece sánduches de pernil, pollo, atún, jamón de pavo, pollo crispy y de postre waffles con chocolate. O están pidiendo que le echen todas las salsas a la hamburguesa tejana que acaban de pedir en Papa Grill Express.
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Y si no, están caminando hacia el otro lado del estadio, donde hay todavía más comida. Van esquivando la cola para el baño, la cola para el otro baño, a los que se están tomando fotos con la mascota de los Leones y a los que intentan entrar de nuevo cargando las seis cervezas que le encargó la fila entera. Allá, entre el home y tercera, está el negro Longa con sus arepas que generan tanta fidelidad como los Leones del Caracas. Carne mechada, pollo, reina pepeada, queso amarillo, guayanés, de mano, salchicha, queso blanco rallado, atún a la vinagreta, caraota, jamón, dominó. Allí están clientes tan viejos como los del Morocho que ya han contratado a Longa para sus bautizos, piñatas y graduaciones y que cada vez que lo ven le preguntan por la familia, por cómo le está yendo al chamo en el colegio y todo lo demás.
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Y al lado, otros hambrientos que ya tomaron demasiadas cervezas y buscan equilibrarse con los perros, las hamburguesas y los choriburger de Tres En Base; los sánduches gourmet de roast beef, queso, jamón y atún de Juanchi’s Grill; los shawarmas, sánduches de kibe y ensaladas de tabule de Enrollados Express. Y el toque dulce con un heladito de McDonald’s. Ahí va Winner Sangronis, abonado del Caracas que siempre, siempre come hamburguesas en Juanchi’s. Y Marián Ojeda, que nunca se va del estadio sin comerse una reina pepeada y que ya lleva una arepa y una cachapa en lo que va de juego. “Desde que tengo uso de razón estoy aquí en el estadio comiendo reinas, cachapas y tequeños”, repasa.
Sin que ninguno de los comensales lo sepa, el juego está por acabarse. Los Leones anotaron una en la parte baja del séptimo, pero los Tiburones hicieron dos más en el octavo y la cosa está 5 a 1. Los más duros del juego fueron Brian Gordon, Anthony Ortega, Kendy Batista y Edwin Bellorín, dándole el triunfo a La Guaira.
Y el Morocho, el Pequeño Juan, Zulayma, Morocho Junior, Tamara y Longa, poniéndole sabor a la pelota.]]>

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