Cultura

El Museo de los Niños ya no es tan maravillosa realidad

Quizás en ninguna otra parte de Caracas se combina una fórmula química tan equilibrada de nostalgia, tolerancia, frustración y desidia. A sus 34 años de existencia, el Museo de los Niños, que contrariamente a lo que suele pensarse no es una dependencia gubernamental (se trata de una fundación que desde 2012 no cuenta con aportes del Estado y tampoco puede recibirlos ya, por ley, de donaciones privadas), es una inversión riesgosa como opción para lo que queda de vacaciones escolares.

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Fotografías: Dagne Cobo Buschbeck

En una visita de test realizada con dos niños pequeños que se prestaron como conejillos de indias, Santi y Román, apenas unas pocas instalaciones del Museo perennemente identificado con las caricaturas de Jorge Blanco y la cancioncita de “¡Maravillosa realidaaaad!” consiguieron entretenerlos por unos pocos minutos: la bolita de anime que flota por arte de magia en el aire para mostrar las propiedades aerodinámicas, la posibilidad de ponerte un traje de astronauta (no importa que varias tallas más grande) dentro del simulador de la superficie lunar donado por la NASA cuando había óptimas relaciones con Estados Unidos o el volcán penetrable, este último en gran medida gracias a una de las pocas guías que mostraba algo de entusiasmo.

La entonces vanguardista reliquia cuartorrepublicana se inauguró el 7 de agosto de 1982 en pleno auge del futurismo copeyano, más o menos en la misma época en que también se estrenó el Metro de Caracas y el Teatro Teresa Carreño, justo antes de que los coletazos devastadores del Viernes Negro desenlazaran la cinta del apocalipsis. Museíto, el Peter Pan pelirrojo que se desplazaba en arcoíris con la misma soltura de la melena de Guillermo Dávila, se volvió demasiado burguesito.

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De cada tres instalaciones concebidas para que los niños aprendieran de manera divertida nociones sobre química, física, óptica, anatomía o biología, hoy solo está en funcionamiento aproximadamente una. La plataforma tecnológica de apoyo, además, quedó totalmente desfasada e inservible: en pocas palabras, computadoras con monitores de tubo, mouse de bolita y en estado vegetativo, por no hablar del débil proyector del planetario o las bocinas de teléfono vintage con información casi inaudible.

Una vez superado el temor a caminar por los distópicos pasillos internos del complejo de Parque Central, los enredos comienzan en la taquilla del Museo, en la que se forma una enorme cola, en parte por las dudas de los usuarios. Hay una tarifa básica y boletos aparte para las áreas que más o menos se mantienen operativas, como el planetario, la cinemateca y otras dos bautizadas La emoción de vivir sin drogas (Luis Chataing  hizo de narrador en uno de los videos) y Una gran caja de colores. Al final, la mayoría de los representantes, para no complicarse mucho la vida, resuelve con el “ticket integral”, de poco más de 1.500 bolívares para los adultos, que permite acceder a todo.

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Ya dentro del edificio asimétrico, te recibe un poster espectral de Alicia Pietri de Caldera (primera dama de Rafael Caldera, uno de los presidentes que gobernó cuando existía una entelequia llamada alternancia democrática) y un tapete de caucho que por disposición desordenada se dirige a ti en el lenguaje de Yoda: Divertido aprender es.

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En el área espacial, a la que jamás llegó el auxilio de los rusos o los chinos cuando la NASA dejó de enviar escarapelas venezolanas en sus astronaves (la voz de Tinedo Guía todavía narra las hazañas de las misiones Apolo), no hay aire acondicionado y el calor es asfixiante incluso en un día lluvioso. Los ascensores tienen pegada una etiqueta que dice: “Estamos en espera por respuesta del Indepabis”. El planetario carece de luces en los escalones para evitar tropezarse en la oscuridad. En los baños sobrevive un dispensador de marca Kimberly Clark que no tiene papel. En el cafetín de la terraza la única opción son perrocalientes a 700 bolos. La tienda de suvenires da dolor: por la pobreza de la oferta y por los precios.

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La instalación de efectos especiales se queda pegada con la frase¡Bienvenidos a la realidad aumentada!” como en una pesadilla en la que te quedas encerrado dentro de un ascensor con los Hermanos Valentino.

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Los dioramas de los ecosistemas del planeta Tierra están en penumbras. El pentagrama musical no funciona. El estudio de televisión y el de grabación musical, tampoco (la excusa en las etiquetas es que “contribuimos con el ahorro energético y por eso las exhibiciones están apagadas”). Similar suerte corrieron la plataforma sobre la que te encaramabas para buscar tu punto de equilibrio, el reactor nuclear, la membrana vibratoria, el constructor de perfiles del suelo o prácticamente toda el área de mecánica automotriz. “Presiona el botón para hacer girar las hélices del avión”, pero las hélices no giran. “Hala la manilla para que constates el funcionamiento de las cuerdas vocales”, pero se quedan mudas. El Museo de los Niños sigue siendo una gran idea a la que le hace falta una enorme inversión de adecuación, que en este momento, como tantas otras cosas en el país, quizás depende solo de una transición.

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Al final, como siempre, lo que importa es pasar el rato, aunque por supuesto, no se trata de una opción económica. Otra recomendación: la información disponible (incluida la disfuncional) en el Museo de los Niños es más asimilable para niños un poco más grandes, de 10 años en adelante. El laberinto en forma de molécula de diamante está activo, aunque a uno de los chamos le dio claustrofobia y “escalofríos” por la oscuridad y se salió. En la terraza te enseñan a fabricar papel reciclado, que quizás podría usarse como sustituto del higiénico.

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Dentro de la sala de cine, los niños se quejan de que Charles Chaplin es “aburrido” y de no tener controles para maniobrar dentro de la Estrella de la Muerte en las escenas de combate de Star Wars. Y sin embargo, se produce ese pequeño momento mágico en el que, 80 años después, el jojoto automatizado de Tiempos modernos les hace reír en blanco y negro.   

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