Las casas serias no escriben etiquetas confusas
En realidad, es fácil, de sentido común y ensayo. El mundo de las relaciones perfectas o casi, entre las comidas y los vinos, parece muy complejo. Pero, no lo es
En realidad, es fácil, de sentido común y ensayo. El mundo de las relaciones perfectas o casi, entre las comidas y los vinos, parece muy complejo. Pero, no lo es
Algunos le llaman “maridaje”: unión carnal y conformidad de enlace. Otros, armonías, del latín y griego, ajustamiento, combinación, correspondencia. Pero en realidad, razonándolo, lo que interesa al lector no es tan complejo.
La capacidad de hablar sobre plato y copa evolucionó del gris oscuro al “absolutamente simple”, cuando aparecieron los partidarios del “todo va con todo”. Con ellos, todas las complicaciones y dudas desaparecen.
“No hay rollo”, dicen los recién llegados a la cocina y al vino. Todo vale. Vea: “Atuncito con Cabernet”. “Bistec de ternera con Sauvignon Blanc”. “Risotto de camarones, mandarina y hongos con Shiraz”. “Cochino, con vino blanco”. “Eso es contraste, pero mal hecho”, dirá el master sommelier japonés Kazuyoshi Kogai, o alguno de sus colegas de China, que, hay que admitirlo, de contrastes saben.
“Pero mire que no”, comentan los nuevos enterados en taninos y acidez. Eso era antes, cuando las correspondencias de blanco con blanco y rojo con rojo se enseñaban en las mesas familiares. Ahora, en el siglo XXI, todo va con todo. Creemos que no.
Leo en la etiqueta de atrás de la botella: “este excelente vino tinto combina muy bien con carnes rojas, blancas y rosadas. Parrilladas, estofados, carne de cacería. Platos de la ligereza (pavo, atún, y ensaladas). Va muy bien con quesos, con todo tipo de pasta y se le dan todos los arroces. También los pescados”. Entonces corro a preguntar a mis amigos los enólogos: “¿muchachos, ustedes escribieron esto?”… “No profesor, seguro fueron los de mercadeo”, me responden. Voy a las oficinas de mis amigos de mercadeo y repito la pregunta. “¿Cómo se lo ocurre profe? Nosotros solo escribimos lo que los enólogos nos dicen”.
Así las cosas, si usted lee la segunda etiqueta de la botella y confirma que tiene en sus manos un vino que “marida” con lo humano y lo divino, acaba de cruzar el umbral de lo real hacia la mentira. Las casas serias no hacen eso. No escriben etiquetas confusas. Manejan las armonías dentro de lo suyo —el vino— y le dejan a usted el plato y la decisión.
¿Qué se enseña en los más costosos cursos de master wine en Suiza o en Londres? Algo muy simple. Los sabores básicos del plato —dulce, ácido, amargo o salado— se armonizan o se contrastan con los sabores básicos del vino —dulce, amargo, ácido o salado. Fin. No hay más. La única dificultad pendiente es que usted determine según su paladar los sabores básicos de la botella. Porque se supone que los del plato los conoce.
El criterio de afinidad suele ser respaldado por los conocedores y los cocineros con experiencia: “si tengo algo delicado, como un pescado, busco correspondencia en el vino”. No ahogo el plato con buches de tanino. Si tengo algo fuerte como un bistec a la pimienta, no va a ir bien con un vino blanco Albariño o con un Sauvignon blanc fumé. Porque no pegan. Ni con cola.
Como principio, la mesa occidental tiende a la correspondencia, mientras que las de otras culturas, al contraste. De allí a imaginar que, como ahora esas mesas se mezclan, todo vale, nos recuerda a Maurice de Talleyrand. Este erudito pontificaba: “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”.