Lecturas sabrosas

De cocina burguesa

¿Han oído ustedes hablar de la langosta "a la Thermidor"? En caso afirmativo, ¿la han probado alguna vez? Estoy seguro de que una abrumadora mayoría de las respuestas que pudiera obtener a ambas preguntas sería negativa, especialmente en el segundo caso

langosta, thermidor
Texto: Caius Apicius|Foto: blogexquisit.blogs.ar-revista.com
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Langosta a la Thermidor. He ahí uno de los máximos ejemplos de la cocina burguesa decimonónica. Dejemos claro que la cocina burguesa ha sido, sin la menor duda, y en muchos casos lo sigue siendo, la cocina más importante de la historia; fue la burguesía urbana la que permitió y financió el desarrollo de la cocina pública, del restaurante, y dio autonomía a la figura del cocinero.

Thermidor era el nombre del undécimo mes del calendario revolucionario francés, en vigor desde 1793 a 1806; ese mes correspondía al verano, e iba de mediados de julio a mediados de agosto. Fue el noveno día de ese mes, en el año 1794 (año II por el cómputo revolucionario) cuando cayó Robespierre y se puso fin al período del Terror.

Pero nada de esto tiene relación con nuestro plato. Casi un siglo después de los acontecimientos de Thermidor, el dramaturgo Victorien Sardou estrenó en la Comédie Française, en París, su obra «Thermidor».

Fue un escándalo, que llegó hasta el parlamento, donde la izquierda acusó a Sardou de difamar la revolución, insultar al pueblo… El hecho es que no se volvió a representar hasta pasados treinta años.

Pero para celebrar el estreno, el dueño del restaurante ‘Chez Maire’, amigo de Sardou, creó un plato al que bautizó «Thermidor». Ciertamente, el plato tuvo más éxito que el drama, y estuvo plenamente vigente hasta que otra revolución, esta incruenta, la llamada ‘nouvelle cuisine’, decretó el final de los platos de aquella cocina basada en salsas nada ligeras.

Porque eso es la langosta Thermidor: una langosta salseada. O, más bien, un bogavante (homard) hecho al horno, después de dividirlo en dos mitades a lo largo.

Se corta la carne de cola y patas en dados y se prepara una salsa que, básicamente, es una bechamel ilustrada con fumet de pescado, vino blanco, jugo de carne, diversas hierbas, chalotes y mostaza inglesa; la bechamel debe quedar más espesa que suelta.

Se mezcla la carne de la langosta con parte de esa salsa y se coloca de nuevo en el caparazón; se cubre con el resto de la salsa, se gratina y se sirve. Un plato claramente fin de siglo, pero del XIX.

Una autora española, que firmaba su obra culinaria como «Marquesa de Parabere», y que era una dama de la buena sociedad del Bilbao de principios del XX, hace una observación que no me resisto a incluir aquí.

Dice que, si el plato se prepara «para un convite», se usarán langostas pequeñas (como de medio kilo), una para cada dos comensales; pero añadiendo una pieza de más para que el último en servirse no tenga que conformarse con esa última mitad que no ha querido nadie. Ya ven cómo se cuidaban las formas.

Eran otros tiempos. Yo, de todas maneras, me alegraré de esa vuelta a una cocina que marcó decisivamente una época, y de la que, en buena manera, seguimos viviendo ahora, con la necesaria adaptación de las viejas recetas a los modos de vida de hoy y a las actuales técnicas culinarias.

No se puede dar marcha atrás; pero es muy bueno, de vez en cuando, echar un vistazo por el retrovisor y aprender de los maestros del pasado.

La sabia mezcla francesa de la cocina urbana y la campesina, la enorme cuisine du terroir (cocina del territorio), dio origen a la mejor cocina de la historia, a la cocina cuyos platos aún hoy forman parte del repertorio. Platos que, aunque la Unesco fije su atención en otras cosas, son auténtico Patrimonio de la Humanidad y tenemos que conservar.

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