Su cocinero, Manuel Berganza, es un asturiano curtido en los fogones de Sergi Arola. El dueño, el riojano Álvaro Reinoso, un exempleado de banca, se encarga de atender a los comensales.
Juntos han montado este proyecto que ha sido reconocido este año con la codiciada estrella Michelín, lo que les llenó de orgullo, aunque dice Berganza que no oyó el móvil cuando le intentaron localizar. Pero sobre todo insisten en que todo sigue ceñido a ambiente relajado y familiar.
«Todo es delicioso, vibrante y notablemente personal en este poderoso restaurante español carente de toda autoconsciencia», reza la crítica de la guía Michelín. Y quizá sea ese desenfado no reñido con una estricta profesionalidad el truco del éxito de Andanada, que cumple dos años ya en Nueva York.
Berganza y Reinoso no abren a la hora de comer. Preparan a fondo la tarde-noche a ritmo de Joaquín Sabina y se prometieron a sí mismos que nunca, como siempre sucede en Nueva York, presionarían a un cliente para que pagase y se fuese. La sobremesa, como el Rioja o las aceitunas, es parte del menú.
La oferta, inevitablemente, está tamizada por la ciudad en la que se encuentra. No solo porque ofrezcan el típico menú para «antes del teatro», de 5 a 7 (cerca están el Lincoln Center y el Beacon Theatre) o tengan la inevitable oferta de «brunch» (eso sí, con flamenco en directo y morcillas de burgos).
«En esta ciudad puedes encontrar cualquier tipo de cocina. Pero ninguno de ellos es real. Si viene algún español no va a probar lo de siempre. La cocina española está un poco adaptada al mercado americano, porque al final es a quien estamos vendiendo. Es como si vas a Chinatown. Allí estás probando una comida china americanizada», explica Berganza.
Según él, el comensal estadounidense tiene notables diferencias respecto al español. «Tenemos una cultura de sabor a mar, a pescado, que aquí no les suele gustar. U otros productos que nos encantan, como callos, sesos o mollejas, no gustan. Aquí no vas a un restaurante a comer eso», asegura.
Berganza ha fusionado el cerdo ibérico con un formato parecido al del famoso pastrami que se come en Nueva York, ha deconstruído el pulpo a la gallega o ha sofisticado las alcachofas. Desde pequeño, dice, para hacerse una simple leche con cacao estaba tres horas experimentando.
Al llegar también le sorprendió, para mal, el tamaño y la calidad de las cocinas, pero día a día sigue creando magia, como un brownie de chocolate blanco o una tortilla de patata semilíquida encerrada en el cascarón del huevo. Con ella se gana la nostalgia y la sorpresa del español y el exotismo y la complicidad del neoyorquino.
De la parte española queda, además de ese nombre que hace referencia a una parte del graderío de la plaza de toros y de la iconografía flamenca que decora el local, «un 30 o 40 por ciento del producto, que es 100 por cien español», explica Reinoso.
Se importa «el arroz de las paellas o los condimentos. Sin hablar del jamón ibérico y de los quesos», dice. Además, asegura: «Como sumiller, como buen español y buen riojano, el vino es algo fundamental» en el restaurante, donde «empujamos mucho por los vinos españoles».
Reinoso, que también había trabajado como relaciones públicas en la noche neoyorquina, sabe la importancia de que un cliente se sienta bien desde que entra hasta que sale, no solo cuando come. «El servicio es básico. Tiene que ir todo de la mano. No puedes ser una comida muy buena y que tarde en salir».
Explica que acompaña a cada cliente a su mesa y señala como una de sus victorias cómo algunas señoras le han abrazado al salir del restaurante, agradecidas por el trato. Y ese servicio al cliente, aunque esté adaptado a Nueva York, viene de personal mayoritariamente español.
«Un restaurante, como cualquier negocio, es la gente que hay dentro. Si una persona es española, la idea del restaurante le motiva mucho más. Comparte mucho más con nosotros. Entiende la comida y el concepto», asegura, quien dice que, tras las celebraciones por la estrella Michelín, solo queda una opción «seguir mejorando».