Sin embargo, no escapo de las penalidades usuales que de un tiempo hacia acá recaen sobre los usuarios: escaleras mecánicas en su mayoría fuera de servicio, penumbras o falta total en la iluminación interior, evidente desaseo general en comparación a tiempos idos, la “corte de los milagros” que cuenta sus penas u ofrece golosinas a la venta en cada vagón, trenes en servicio pese a tener algún vagón inactivo y/o sin aire acondicionado, larga espera en una estación, mientras se retira de la línea al tren accidentado en la siguiente; tales son las peripecias con las que tropiezo en esta ocasión en lo que es un viaje “normal” en la vía subterránea.
Llego a la estación “Mercado”, a unos 50 metros de la entrada al sitio. En tiempos recientes las aceras han sido ocupadas por innumerables vendedores, de los cuales pocos ofrecen alimentos –por lo general recogidos entre los que descartan transportistas y mayoristas- ya que la oferta principal es toda clase de bienes y artículos usados, que se venden a fin de conseguir algo de dinero para comprar comida.
La oferta incluye utensilios y herramientas de trabajo, que en otras épocas, proveían la subsistencia, sin que falten algunos objetos de más que dudosa procedencia. Como elemento exótico, encontramos el que probablemente sea el único buhonero de cacao de Caracas, vendiendo tanto el fruto entero como las semillas secas.
Además, hay quien exprime un delicioso jugo de caña con limón, pero dudo que al regresar me queden mil bolívares para comprar un vaso. Ya en la playa del mercado, compruebo de nuevo su declinación respecto a lo que era hace cinco o seis años.
Desaparecieron un tercio o la mitad de los puestos que había y más notable aún, es la pérdida en diversidad en la oferta, donde ya no se encuentra una amplia gama de frutas, hortalizas, tubérculos, granos, condimentos y otros productos que era costumbre obtener, en condiciones ventajosas respecto a otros lugares de la ciudad. Y me refiero tanto a lo de origen nacional como a lo que llegaba del exterior, estos últimos, ahora por entero ausentes de la playa del mercado y solo en algunos casos accesibles en los locales formales al por mayor, con precios absurdamente prohibitivos.
Siempre hay mucha gente en ese lugar y es difícil circular, pero es evidente que la multitud es menor a otros tiempos. Llama la atención tanto el aspecto físico más enjuto de la gente –obra de “la dieta de Maduro”- como lo limitado del volumen de compras que en general se hace. Supongo que mi aspecto y mi compra lo testimonian.
Se nota que no están los PNB y GNB, formales encargados de la seguridad y vigilancia del lugar (una asignación muy disputada por los pingües beneficios de “matraqueo” que deja), pero de seguro andan en tareas represivas en otros sitios, así que solo se ven reclutas del ejército, curiosamente desarmados del todo, en apariencia a cargo de la tarea de orden público (por cierto, uno de ellos me ofrece con discreción y a muy buen precio un gran atado de cebollín, que no puedo comprar, pues me quedé sin efectivo).
Una de sus ocupaciones es poner algún orden en el desarrapado gentío que, en un rincón del amplio estacionamiento, rodea los camiones de donde ya se han descargado lechosas y melones, desde cuyas bateas, choferes y ayudantes arrojan a los hambrientos, frutas despanzurradas que quedaron al fondo de la carga y demasiado deterioradas para la venta.
Con esa imagen imborrable en los ojos, ya sin dinero y con la compra incompleta (no conseguí calabacín ni apio), regreso al Metro. En el andén, atormenta mi espera, por cortesía del sonido interno de la estación, la insufrible melodía de una patética pieza de salsa totalmente falta de sabor y swing, cuyo estribillo proclama “Chávez seguro, mi voto es por Maduro”.