Permiso para pecar

Las sutilezas del paladar

En el mundo del gusto y los antojos, el valor de la palabra está cambiando. Buen diente era hasta hace poco casi un elogio. Ahora no Entre nosotros, en Venezuela, la etiqueta de “buen diente” se adjudicaba con sonrisa e ironía. Era una identidad en sentido figurado. Servía para señalar a quien se sienta frente a un plato, lo acaba, aplaude y repite.

alberto soria
Composición gráfica: Ligia Velásquez
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También se usaba para referirse a las personas que en la mesa tienen la osadía de un corsario antes del abordaje. Ante lo desconocido (un menú, un plato) nunca retrocede. Ahora la etiqueta no es bien vista. Ni por las mamás, ni por los odontólogos.

Cuando un caballero se refiere a las preferencias de una dama en la mesa, es de mal ver que diga “ella es buen diente”. No suena bien. En cambio, le puede atribuir otra etiqueta nacional sin que se moleste: «Paladar sifrino». Cosa que también se puede usar para identificar a alguien que en los laberintos del gusto, avanza en busca de lo diferente y en general, lo exótico y caro.

El paladar moderno, ante cosas como el hambre apela a las sutilezas. No se puede proclamar por ahí -por sólo citar un ejemplo- que una persona refinada es un amante de las caraotas negras. ¿Cambió la caraota negra? No. Cambió el valor social de su mención sin explicar el contexto.

Sutileza estudiada

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Recurro a un especialista en antropología y sociología del mordisco y la sed, para que me aclare hacia dónde vamos y qué palabras usar. “Socialmente estamos pasando de la época del buen diente a la de fino paladar” explica.

¿Cómo es alguien etiquetado como de paladar sifrino? Es un echón, responde el experto. Comparte para alardear, lo que sabe o cree saber. El único problema (para él, no para los demás), es que ha reducido el mundo a su mundo.

Como todo reduccionismo es una simplificación, abundan los evangelizadores de “lo mejor del mundo” en todas las actividades, profesiones, bares, tascas, clubes y tertulias. Aparecen en las fiestas de beneficencias, noches de vinos, centros comerciales y escuelas de cocina. Parece que la etiqueta de «paladar sifrino» puede ser un riesgo si usted siempre es el que paga. A ellas -me explica con paciencia el sociólogo- el término les encanta. Y después que usted se lo dijo, no puede retractarse. No puede colgarle la etiqueta el día de los enamorados y después intentar quitárselo cuando insista en beber de aperitivo Kir Royal (champagne sobre unas gotas de crema de cassis), o cuando de todos los pescados solo quiera comer salmón rojo.

La preferencia tiene sentido. Después de un encuentro con champagne y el cassis no puede usted ofrecer tinto de verano. Ni después del salmoncito o el cebiche Premium, croquetas o «pescaíto» frito con cerveza.

La simplificación

El mundo avanza hacia la simplificación, razona el maestro Jean Huteau, uno de nuestros tutores en París. En muchas sociedades, ya no se come sentado ni con cubiertos. Parado y con las manos, no es entonces un retroceso, sino una simplificación a la que se llega gracias a los echones y a las bellas de paladar sifrino.

Para ellos, lo complejo no existe. Cuando incursionan en el mundo del vino, todo es como la matemática binaria que domina el mundo de la informática, basada solo en dos opciones de decisión. O es cero, o es uno. Por ejemplo, una cultura con miles de años de historia como la del vino, basada en la diversidad, la geografía y el clima del planeta, ha sido reducida a dos opciones: blanco o tinto.

No se complique la vida tratando de entender el terroir, las cepas, las horas de sol y las lluvias, que para eso hay riego por goteo. «El mejor blanco del mundo es tal, y el mejor tinto este otro. Te lo digo yo”. No funcionan más esas complejas subdivisiones para catalogar las botellas. En lugar de diez solo las hay de dos estilos: varietales y blends.

wine

“Te lo digo yo, que además me he tomado el mejor shiraz del mundo en el Ritz de Nueva York, donde ni el Tempranillo ni la Garnacha– por falta de roce social- aún no tienen vida”.

¿Blanco con blanco y rojo con tintos? Eso es viejo. ¿Para qué tener dos opciones si con una alcanza? El rojo sirve con todo, y el blanco con lo que queda.

Lo enseñan todos los días en la televisión, los centros comerciales, en las tiendas que venden cocinas, los gimnasios, en los wine-bar y en algunas charlas previas al compartir. Cuando el reduccionismo de lo mejor del mundo penetra en la cocina, hace estragos. Acaba con las tradiciones y sabores heredados, borra las fronteras y la diversidad culinaria, sustituye la importancia a los productos por la técnica y el perol de nitrógeno líquido.

El olfato y el gusto individual no sirven. Han sido sometidos por la novedad. Que cambia a cada rato. Goethe, que muy temprano los vio venir, los explicaba en una frase: Uno ve, solo lo que conoce.

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